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Rubén Jacob | Sergio Pizarro Roberts | Autores |









Rubén Jacob siempre estuvo muerto


Por Sergio Pizarro Roberts
Publicado en WD40, N°9, Valparaíso, verano 2024-2025



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Este estudio es una adaptación que aligera las formalidades académicas del texto homónimo a publicarse en
La calle silenciosa. Recepción y lectura de la poesía de Rubén Jacob por Ediciones Altazor, Viña del Mar.

La obra de Rubén Jacob (1939-2010) fue publicada en las siguientes editoriales regionales de Valparaíso: en ediciones Carpe Diem, bajo la dirección de Marcelo Novoa; en ediciones Altazor, a cargo de Patricio González y póstumamente en la editorial UV de la Universidad de Valparaíso, al cuidado de Cristián Warnken. Y como suele suceder, esta obra tampoco escapa a las omisiones de la pretensión canonizante que subyace a las antologías nacionales posteriores a la fecha de publicación de su primer libro The Boston Evening Transcript, en 1993, a su segundo libro Llave de sol, en 1996 y a su tercer y último libro Granjerías infames, en 2009, con la ineludible consecuencia de “marginación y pérdida” a la que se refiere Adolfo de Nordenflycht cuando se aplican modelos historiográficos simplificados y vagamente generacionales. "De acuerdo a su año de nacimiento –señala Marcelo Pellegrini–, Rubén Jacob pertenece a la generación poética chilena de los años sesenta [y] de acuerdo con la fecha de publicación de sus primeros libros, estamos ante un poeta de los años noventa”, lo que complejiza el análisis y se constituye como un desafío al momento de calificar su obra.

Ismael Gavilán en su libro Inscripción de la Deriva: ensayos sobre poesía chilena contemporánea (pdf) (2016) ofrece una propuesta de lectura de la obra de Rubén Jacob, de Ennio Moltedo y de varios poetas de la generación del 90 y del 2000. En su trabajo ensayístico que —híbridamente— puede perfilarse, a su vez como una antología temática, se rotulan los 17 poetas allí contenidos (no todos de Valparaíso) bajo el signo común de un hablante que transita a la deriva, sin dirección y en el desamparo de su intemperie ontológica. Vemos entonces que la nomenclatura de Gavilán con la que propone leer el trabajo de Jacob es asimilable a las claves isotópicas de naufragio, pérdida y ruina que sugieren algunas antologías nacionales del mismo período. La obra poética de Jacob se inserta, por ende, cómodamente en los parámetros de una visión central que canoniza la producción de la generación a la que pertenece dicho poeta y que, al mismo tiempo, lo omite, siendo rescatada por una antología crítica que podríamos llamar “periférica” en relación a los centros de producción epistémica.

En su libro, Gavilán reflexiona acerca de la antología poética, ya no como una simple enumeración generacional o temática de poetas, sino como un género crítico o ensayístico que contempla métodos de análisis o reflexión literaria. Respecto a lo que dicho autor pretende con la potencialidad crítica de una antología regional, no es precisamente que sea representativa de la ciudad o región desde la que es emitida (Quinta Región de Valparaíso en este caso), sino que ambiciona ser comprendida


en su afán recopilatorio y organizativo, como una lectura de la totalidad nacional desde una perspectiva que de modo consciente o azaroso se articula a manera de descentralización, periferia o provincia frente a la capital o centro, queriendo instaurarse como una opción válida de comprensión general del fenómeno poético y no como un mero rastreo o clarificación de un lugar o zona determinada del país.

En otras palabras, la antología regional debe aspirar a diluir el monopolio de los significados poéticos para repartirlos en un escenario que no represente la fragmentación en paralelismos que se disputan el poder de la palabra, sino que acoja todas las lecturas necesarias para la aprehensión de una realidad en permanente mutación. Habría que instalar la obra de Jacob, entonces, en el sub-campo literario regional de Valparaíso para que, desde ese lugar, dialogue con los campos de producción dominante en Chile. Acorde a esta propuesta, rescato aquí la categoría del imaginario diferencial de Adolfo de Nordenflycht con la que propongo leer la obra de Rubén Jacob, ya no traducida a un imaginario local porteño, sino en consonancia con un imaginario más general que revela una poética escatológica cuya inquietud metafísica amplía, en consecuencia, la comprensión del temple de la tradición poética en Chile.

 

 

En las notas, reseñas y presentaciones de las que tengo registro se distinguen reflexiones acerca de la “evanescencia del tiempo”, los consecuentes grados de melancolía, nostalgia y “desolación cósmica” del hablante, como también el complementario ejercicio de “intertextualidad”, afianzado por las constantes referencias culturales (literarias, musicales, históricas y políticas) que arrojan los tres expedientes poéticos de Jacob. En consonancia, la instalación del tiempo como uno de sus leit-motiv hace de la muerte un referente obligatorio. Precisamente, en su libro The Boston Evening Transcript, Jacob resignifica a la muerte con una presencia que desborda los deslindes que la separan de la vida y al alterar la relación dicotómica de ambas dimensiones, la habilita para invadir la vida con una fuerza destructiva que merma la carga vivífica de esta última hasta anularla por absorción semántica. Veremos que aquellas “variaciones” ejecutadas por Jacob a la obra de T.S. Eliot, no sólo serán las de su primer libro al poema “The Boston Evening Transcript” (contenido en la obra juvenil Prufrock and Other Observations, de 1917), sino la de toda su obra a la mayor parte del íter poetico del autor angloamericano, desde que el hablante jacobiano secunda insistentemente el verso "la vida es muerte", breve y tajante expresión que sintetiza la poética de Eliot.

El desasosiego del hablante en la obra poética de Rubén Jacob viene dado por una pesada sensación de atemporalidad, especialmente en The Boston Evening Transcript, debido a que, en mi opinión, todo lo que rodea a dicho hablante es muerte y él mismo es, por consecuencia, un hablante muerto. Esa presencia mortal es absoluta y cubre toda la realidad descrita en los discursos poéticos de Jacob y Eliot, leídos intertextualmente. La muerte, ya no entendida para el uso retórico de términos mortuorios que representen estados de ánimo alicaídos o cabizbajos (estoy de muerte, me siento morir, etc.), ni menos alegóricamente a través de su personificación (la calavera con su guadaña), sino como un locus poético donde dicho hablante deviene sujeto escatológico mediante la conformación de una poética tanatológica.

La primera variación del Boston impone, de entrada, la sensación de atemporalidad que nos impide distinguir, con seguridad, si el hablante está vivo o muerto: 


[...]
Cuando la sulfurosa noche que llega
Provoca en algunos el deseo de existir
Y en otros trae la desazón o la muerte
Voy hasta ese lugar escondido
Y me acerco al abandonado inmueble
Donde presiono el timbre pensando esperanzadamente
En estrechar una mano conocida y querida
Como si en la entrada de la casa
En el domicilio nuestro de tantos años
Estuviese mirándome mi padre
Para hablarme otra vez
Desde el fondo de la casa
Y la casa fuera el tiempo y él y mi madre
Estuviesen allí en esa casa
Y mi padre fuera el tiempo
[...]


Esta incerteza se irá dilucidando en variaciones ulteriores cuando el hablante se pregunte: “de qué muertes sordas e irremediables / están hechos los días de mi vida” o cuando asevere que “no hay más lenguaje que el de los que existen / vagabundeando por las afueras / de los prados humedecidos como zombies” y en la variación octava, en su anhelo por salir de juerga con Dean Moriarty, “él apareciera / sollozando al final del sendero en el camino / y el camino fuera a la vez / la muerte y el tiempo”. Vemos que en la primera cita, entonces, el hablante nos conduce hacia una aporía al preguntarse de qué muerte está hecha su vida, en cuanto ambos términos, vida y muerte, son antonímicos y sus campos semánticos sólo pueden ser combinados arbitrariamente dentro de un discurso poético o religioso. En la segunda cita asevera que el único lenguaje es el de los zombies, es decir, que todo lenguaje emitido proviene desde la muerte como lugar de enunciación exclusivo y excluyente de la vida; y finalmente, en el poema de Moriarty, donde la variación de Jacob transforma el verso original de Eliot (si la calle fuera el tiempo) en “si la calle fuera, a la vez, muerte y tiempo”, en que ambos conceptos son considerados como una misma entidad, proveyendo un arriesgado giro ontológico si recordamos que para Heiddegger, por ejemplo, el Ser no está en el tiempo sino que es tiempo. En definitiva, estamos ante una notoria resignificación de la muerte al instaurarse, dentro del poema, una realidad en la que dicha muerte absorbe a la vida con una carga que anula su esencia vivífica, diluyendo las diferencias dicotómicas que se le atribuyen a sus signos.

En el caso de T.S. Eliot, no será en su obra juvenil donde encontramos los indicios de una inquietud metafísica que lo induzca a un tratamiento poético escatológico, sino en su obra de madurez, principalmente en La Tierra Baldía, Los hombres huecos, Miércoles de ceniza, Poemas de Ariel, Poemas inacabados, Poesías menores, Coros de la piedra y fundamentalmente Cuatro cuartetos, por lo que se percibe una profunda religiosidad que cruza prácticamente todo su íter poético. Consciente de que el sentido de este ensayo impide registrar acuciosamente todo el caudal crítico sobre la obra de Eliot, delinearé sólo los aspectos relevantes para el ejercicio intertextual con Jacob. Como señala José María Valverde en el prólogo a las Poesías reunidas, la obra de Eliot “había de ser más bien anti temporalista, por simultaneísta (o sincrónica) y por abstractamente reflexiva, a veces”. Formalmente, a mi juicio, se trata de una poesía de cuño vanguardista, perteneciente al llamado modernismo angloamericano de la primera mitad del siglo XX, estructurada sobre la base de monólogos semi dramáticos cuyo registro coloquial no conduce hacia un argumento nítido debido al uso yuxtapuesto de oscuras y heterogéneas referencias culturales que provocan la sensación de atemporalidad y desafecto.

Su más celebrada obra, La tierra baldía (1922), es bastante elocuente cuando la primera parte se titula “El entierro de los muertos”. Se trata de una tierra infértil que no admite cultivo y sólo sirve para almacenar a la muerte. La macabra multitud de muertos que se representa caminando por Londres no es más que el reflejo de una humanidad sin vida que deambula a la deriva: “ciudad irreal / bajo la niebla parda de un amanecer de invierno, una multitud fluía por el Puente de Londres, tantos, / no creí que la muerte hubiera deshecho a tantos”. Lo que describe es un desfile de zombies sin rumbo (no referidos explícitamente con ese nombre) y que se leen vagabundeando, también, en los versos de Jacob antes comentados. Este deambular necrótico también deviene en las danzas de la muerte que se repiten tanto en Jacob (poema “Variaciones sinfónicas”) como insistentemente en Eliot: “júbilo de aquellos ya hace mucho bajo la tierra / alimentando el trigo. Llevando el compás, / marcando el ritmo en su danzar” (Cuatro cuartetos).

La metáfora de la tierra baldía como el lugar depositario de la muerte a la que asistimos se repite en diversos poemarios posteriores al principal de 1922. En Los hombres huecos (1925) se insiste en que “esta es la tierra muerta / [...] aquí reciben / la súplica de la mano de un muerto / bajo el titilar de una estrella que se apaga” y lo mismo ocurre en Miércoles de ceniza (1930) y en Poemas de Ariel (1927-1932), dos poemarios que, junto a Los hombres huecos, pueden ser considerados como derivados de La tierra baldía al tomar prestada una confusa nomenclatura cristiana que resignifica a la muerte, tal como se aprecia en el siguiente extracto de “Marina”:


Los que aguzan el diente del perro,
significando Muerte
los que refulgen con la gloria del colibrí,
significando Muerte
los que están sentados en la pocilga del contento,
significando Muerte
los que sufren el éxtasis de los animales,
significando Muerte.


Una muerte empoderada con mayúscula que lo significa todo antes que la vida. Una muerte que explica el título “Los hombres huecos” en cuanto desprovistos de flujo vital; verdaderos espantapájaros clavados en esta tierra baldía: “somos los hombres huecos / [...] los que han cruzado / con los ojos derechos, al otro Reino de la muerte / nos recuerdan –si es que nos recuerdan– no como / perdidas almas violentas, sino sólo / como los hombres huecos / los hombres rellenados”.

El experimentalismo del modernismo angloamericano, en cuanto vanguardia, representa un discurso crítico de la modernidad y prevé el derrumbe posterior de sus grandes relatos. El pesimismo de principios del siglo XX lo traduce Eliot en la metáfora de la tierra muerta o baldía que ya no admite vida. El mismo Eliot experimenta esta sensación al sufrir las consecuencias de la Primera Guerra Mundial (que lo obliga a abandonar sus estudios doctorales de filosofía en Alemania y trasladarse a Inglaterra) y captar, en consecuencia, la predominancia de la muerte por  sobre la vida, un ambiente de confrontación bélica que lleva obligadamente a repensar el equilibrio de la relación dicotómica entre ambos conceptos. Como muchos poetas de la época, su metafísica intenta subsanar el vacío religioso a través de novedosas místicas poéticas que se alejan de la ortodoxia del credo cristiano. La poética escatológica de Eliot puede ser entendida, por ende, en cuanto metáfora social y política, como una reacción artística hacia esta realidad moderna en la que nacemos muertos o, peor, como una dimensión ontológica que entiende la realidad absorbida en el incomprensible absurdo de la nada.

Persiste Eliot en la representación tanatológica cuando en otra sección de La tierra baldía indica: “aquel que vivía está ahora muerto / nosotros que vivíamos estamos ahora muriendo / con un poco de paciencia” y Rubén Jacob, setenta años después, repite como un eco en el Boston: “¿Dónde quedó la vida / que perdimos viviendo?”. Nos llama la atención que una profunda inquietud metafísica, propia de los movimientos poéticos occidentales, que van desde el Romanticismo hasta las vanguardias del siglo XX, persista con la misma forma y con la misma tonalidad angustiante en un poeta latinoamericano cercano al siglo XXI. Una razón plausible puede desprenderse de la masacre conceptual que implica un escenario de violencia estatal: el que le tocó vivir a Eliot durante el primer conflicto mundial, que significó más de un millón de muertos británicos, y el que sufrió Jacob, en Chile, durante la dictadura militar de Pinochet, con más de 3000 detenidos desaparecidos. Sin embargo, a pesar de que es indudable que la militancia comunista de Rubén Jacob supuso un vínculo dramáticamente cercano a dicho exterminio, no concuerdo con cierta corriente de opinión que constriñe las referidas razones históricas del poeta a las únicas en la creación de tan singular hablante lírico. Si sólo una de las 24 variaciones del Boston y dos poemas de Granjerías infames aluden directamente al horror deplorable de esas víctimas, estimo que se pasa por alto la tonalidad general de la obra jacobiana que, sin ser menos política, despliega un abanico de referentes que es aún más acuciante cuando revela la tragedia de una modernidad aplastante que obliga al poeta a crear la inédita y paradójica figura de un hablante muerto.

Por otro lado, cuando en la obra de Jacob se leen referentes que hablan del puerto y de las ciudades de Limache y Quilpué, puede surgir la tentación de explicar su obra en cuanto representación simbólica del imaginario local de la región de Valparaíso. Sin embargo, estimo que la categoría del imaginario diferencial de Adolfo de Nordenflycht, dentro de la obra poética de Rubén Jacob, admite ser mejor comprendida en un contexto que no considere únicamente esa aproximación, sino que valore su letánica cosmovisión por sobre la territorialidad de su emisión gracias a otros referentes que brindan un diferencial derridiano al instalar un hablante que desvía radicalmente el significado de la noción de muerte. Bajo ese supuesto, en el poema “Larga ausencia”, Rubén Jacob brinda los siguientes dos versos en Granjerías infames: “existir es estar / sosteniéndose en la nada” que son mejor leídos como otra variación del verso “la vida es muerte” de Eliot, clave en mi opinión, en su resemantización tanatológica y que el autor inglés pone en boca de Sweeney, uno de los personajes del poema dramático “Fragmento de un Agón”, donde se insiste más adelante:


no sabía si estaba vivo
. . . y la chica estaba muerta
no sabía si la chica estaba viva
. . . y él estaba muerto
no sabía si los dos estaban vivos
. . . o los dos estaban muertos
si él estaba vivo entonces no lo estaba el lechero ni el
. . . que cobraba el alquiler
y si estaban vivos entonces él estaba muerto [...]
. . . no viene a cuento
muerte o vida o vida o muerte,
la muerte es vida y la vida es muerte.


De esta relación dialéctica no se columbra, obviamente, un desenlace teológico muy ortodoxo. En efecto, en otro largo poema dramático de Eliot, “Coros de «la piedra»”, se lee al principio y al final: “Los ciclos del Cielo en veinte siglos / nos alejan de Dios y nos acercan al Polvo. / [...] / Y te damos gracias de que la tiniebla nos recuerde la luz. / ¡Oh Luz Invisible, Te damos gracias por Tu gran gloria!”.

Dentro de esta inédita realidad escatológica que se instaura al interior del poema, en Granjerías infames, el texto que Jacob titula “Arte poética” confiere al hablante una doble responsabilidad en cuanto “pastor del ser” y “guardián de la nada”, negando su calidad de “pequeño dios”. Con ello se distancia del poema, también titulado “Arte poética”, de Vicente Huidobro –en mi opinión fundamentalmente tanatológico–, que contempla la existencia de un hablante que se transfigura en “pequeño dios”, y finalmente en “eternauta” cuando cruza los límites que separan la vida de la muerte y emite su discurso hierofánico desde ultratumba.

El distanciamiento de Jacob, sin embargo, no es solo con respecto a la obra de Huidobro, sino también respecto a la obra de otros poetas chilenos que han impuesto un canon a través de su poética escatológica. El alejamiento de Jacob, que se constituye en novedad, con su hablante muerto en una realidad también muerta, amplía los márgenes de reflexión metafísica dentro del quehacer poético en Chile, desestabilizando el canon. Esta subversión discursiva es la que nos habilita para advertir el riesgo epistémico, insisto, que conlleva reducir la obra jacobiana a la exclusiva representación simbólica del territorio local de Valparaíso y obviar los alcances que su poética origina en el ideario de la muerte dentro de la poesía chilena. En el caso de Pablo Neruda, por ejemplo, su poética es un canto a la vida y resignifica a la muerte a través de la presencia permanente de la metáfora de la semilla en su obra que, en un giro de corte panteísta, mantiene el impulso vital a través de un ciclo eterno de transformaciones, desperfilando en consecuencia el carácter destructivo e irrevocable de la muerte. Gabriela Mistral, por su parte, también confiere una particular resignificación escatológica al crear, a través de la figura alegórica del fantasma, un espacio temporal indefinido y transitorio, más allá de la vida, en el cual el sujeto lírico se configura como la continuación espectral de la conciencia del ser, con la consecuente distorsión de los deslindes que separan los campos semánticos de la vida y la muerte. Poema de Chile (pdf) (1967) sería el texto paradigmático de esa estética.

Tanto Neruda como Huidobro son poetas ateos en cuya realidad textual no coexiste la dualidad de un ser creador (Dios) y un ser (humano) creado. Eduardo Anguita, por su parte, modifica el modelo huidobriano y configura una poética escatológica que adopta una acepción teísta donde sí coexiste esa dualidad. Esta concepción teísta, sin embargo, escapa a la ortodoxia del credo cristiano y confiere una resignificación heterodoxa de la muerte a través de la figura oximorónica en que la relación dialéctica entre vida y muerte deviene en un tercer campo semántico no del todo explicitado. En La miseria del hombre (pdf) (1948), Gonzalo Rojas, afín con el pensamiento de Georges Bataille, nos propone una también novedosa resemantización de la muerte sobre la base de la interacción heterosexual en cuya actividad erótica se vislumbra la continuidad del ser. Como consecuencia de dicha interacción el voluptuoso sujeto rojiano queda habilitado para emitir su discurso desde ultratumba, lo cual permite calificar dicho texto como una obra que contiene una inédita y heterodoxa poética escatológica en relación a las creencias cristianas. Finalmente, Nicanor Parra, dentro de su larga trayectoria poética plantea –tímidamente al inicio– en Poemas y antipoemas (pdf) (1954), una inquietud metafísica que en su Obra gruesa (pdf) (1969) se transforma en un imperativo de resignificación escatológica. En ese afán ofrece, casi a contrapelo con la estética antipoética, la propuesta heterodoxa del ateísmo que rechaza la idea de Dios pero no la de otras categorías teológicas. En sus obras posteriores (y hasta su muerte) opta por abandonar, en un giro agnóstico y a través de un discurso fuertemente arraigado a la vida, las incursiones metafísicas que inspiraron sus primeros trabajos con la consecuente designificación de la muerte. “Nada del otro mundo” nos dirá finalmente el sujeto parriano.

Estos ejemplos, elegidos arbitrariamente dentro de un rango bastante mayor de poéticas escatológicas en Chile, nos permiten constatar que los hablantes que se instalan en los múltiples discursos poéticos reflejan una dimensión de la realidad que considera la vida y la muerte como dos lugares de enunciación factible. En estas poéticas la relación dicotómica entre ambos conceptos vida/ muerte varía a través de las alteraciones de sus respectivos campos semánticos, configurando, en consecuencia, poéticas heterodoxas en relación a la tradición del credo cristiano con el cual dialogan o se enfrentan. La novedad de la poética de Rubén Jacob radica  en la representación de un hablante muerto dentro de una realidad sin vida que se crea en el poema, en los mismos términos en que se explaya intertextualmente el hablante en la obra poética de T. S. Eliot. La resemantización de la muerte conlleva otorgarle a este concepto una carga tal que anula y absorbe a su opuesto. Esta inédita fórmula escatológica contribuye a modificar la comprensión de las relaciones entre vida y muerte, ampliando los márgenes epistémicos del desarrollo poético en Chile, enriqueciendo, en definitiva, el espectro literario nacional mediante un imaginario diferencial que, desde lo local o regional, confiere pautas de reflexión que podrían incidir en el canon nacional.

En conclusión, la resignificación escatológica de una poética que representa al mundo muerto configura el imaginario diferencial de Rubén Jacob, en consonancia intertextual con uno de los exponentes más influyentes del modernismo angloamericano. Su diferencia heteróclita con respecto a consagrados poetas chilenos nos autoriza para interrogar la tradición poética nacional al tenor de la tesis del profesor Iván Carrasco, en cuyo artículo “Procesos de canonización de la literatura chilena” (pdf), sostiene que:

[el canon] se establece mediante una serie de procesos de canonización [...], los que pueden tener no solo existencia sucesiva, sino también simultánea y superpuesta, e implican interacción entre subprocesos de índole heterogénea, a la vez que relaciones de hegemonía, paralelismo y expansión. [...] su selección de autores, textos, géneros y estilos no es la realidad o verdad absolutas de la literatura nacional, sino nada más que un canon literario que ha logrado, al menos temporalmente, superar a otras proposiciones.

El canon central, dominante o hegemónico ha sido estudiado y establecido como si fuera único y en una mera relación dialéctica con el precedente y el que lo sustituye [...]. No obstante [...] me [he] convencido de que este canon coexiste normalmente con movimientos canonizadores de menor influencia o en formación, contrapuestos o paralelos [...] que mantienen conexiones distintas e intermitentes entre ellos, a veces en pugna con el proceso central.


Surgen, entonces, procesos canonizantes que Carrasco llama “marginales” y que son los que detentan, por separado, Adolfo de Nordenflycht, con el levantamiento de categorías teóricas e Ismael Gavilán, con la fórmula crítica de las antologías regionales. Con ellas se nos convoca a atender tanto las lecturas centrales como las perimetrales que se consideren necesarias en el permanente intento de nuestras reflexiones por captar lo mejor posible esta cambiante y, a ratos, paradójica realidad.

 

 




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Rubén Jacob siempre estuvo muerto
Por Sergio Pizarro Roberts
Publicado en WD40, N°9, Valparaíso, verano 2024-2025