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LOS PUEBLOS TE LLAMAN: NAHUELPAN PRESIDENTE
de Roberto Cayuqueo

(obra de teatro exhibida en la Sala de Arte Escénico
de la Universidad de Playa Ancha, Valparaíso,
el viernes 14 de diciembre de 2018)


Por Sergio Pizarro Roberts
Universidad de Playa Ancha, Chile
sergioto.pizarro@gmail.com


Publicado en Lenguas y Literatura Indoamericanas, Nº21, año 2019.


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RESUMEN
A través de un método de contextualización histórica, esta reseña aborda la obra de teatro Los pueblos te llaman: Nahuelpan Presidente, de Roberto Cayuqueo, y ofrece un análisis de sus elementos posdramáticos a través de la revisión de la noción de teatro como ‘escuela pública’ que instaura en Chile el dramaturgo Fray Camilo Henríquez el año 1812.

 

En el año 1812, el clérigo, dramaturgo, político y periodista, Fray Camilo Henríquez (1769-1825), publica un artículo en el que se destaca la siguiente afirmación:

Yo considero al teatro únicamente como una escuela pública; bajo ese aspecto es innegable que la musa dramática es un gran instrumento en las manos de la política… Entre las producciones dramáticas, la tragedia es la más propia de un pueblo libre, y la más útil en las circunstancias actuales. Ahora es cuando debe llenar la escena la sublime majestad de Melpómene, respirar nobles sentimientos, inspirar odio a la tiranía y desplegar toda la dignidad republicana (Henríquez en Versényi, 77, puntos suspensivos en texto original).

Al considerar al teatro como una ‘escuela pública’ y ‘un gran instrumento en las manos de la política’, los fundadores de la incipiente república chilena destacan los componentes pedagógicos que confiere la dramaturgia para proyectar la creación de una sociedad que, a la sazón, estaba en ciernes. Es un lugar común en nuestra historiografía recordar la inclinación de los intelectuales de la época independista y de los integrantes de la elite criolla por las ideas revolucionarias francesas y norteamericanas, con el consecuente descrédito de ciertos aspectos de la herencia hispánica. Escapa a dicho efecto la dependencia cultural de los criollos con respecto a España y un ejemplo de ello lo encontramos, precisamente con Fray Camilo Henríquez, cuando el crítico Adam Versényi nos informa que el clérigo, durante su exilio en Buenos Aires en 1817, se une a un grupo de intelectuales para formar la Sociedad del Buen Gusto de Teatro, muy similar en su constitución a la Academia del Buen Gusto que se fundó en España, en 1749, con miembros exclusivos de la aristocracia peninsular. La similitud entre ambas instituciones se aprecia, entre otras cosas, en su tinte exclusivista al estar formada, la referida sociedad, con la elite criolla bonaerense. Según Versényi, sin embargo, los objetivos de esta nueva Sociedad, en su intento de reformar el teatro latinoamericano, tenían un carácter político mucho más explícito que la Academia española. Sostiene el crítico que sus integrantes

volvían la mirada hacia Francia en busca de orientación, aunque la orientación que hallaron residía en las esperanzas y aspiraciones suscitadas por la Revolución Francesa en la medida en que éstas pudiesen llevarse a cabo en el ámbito latinoamericano, y la elite colonial estaba convencida de que el teatro era la plataforma ideal para la promulgación de estos ideales (78).

Las paradojas del proceso autonomista criollo del siglo XIX se develan cuando su discurso promueve la liberación de la naciente nación chilena (al amparo de las ideas revolucionarias francesas) pero lo hace dentro de un marco restrictivo impuesto hegemónicamente por quienes detentan el control social.

Ciertas categorías sociológicas, especialmente las teorías de Pierre Bourdieu, son las que despliega el crítico Juan Villegas para comprender el teatro latinoamericano como discurso cultural. Si en la cita recién transcrita la elite colonial estaba convencida de que el teatro era la plataforma ideal para la promulgación de los ideales libertarios de la revolución burguesa en Francia y para Fray Camilo Henríquez el teatro era principalmente una escuela pública, dichas aseveraciones validan la hipótesis de Villegas de que el teatro constituye una práctica cultural cuya delimitación privilegia una tradición que adquiere la categoría de canónica y que sintetiza el “predominio de un canon como excluyente y reforzador del sistema de valores de un grupo social” (39).

Que el teatro sea considerado una escuela pública y en definitiva un discurso cultural, implica seguir retrocediendo lógicamente hacia el fundamento semiótico de un sistema de signos y símbolos que subyace a dicho despliegue discursivo para captar íntegramente el fenómeno cultural del teatro en Chile. Ese sistema de signos y símbolos que se traduce en un objeto estético transparenta un determinado y específico discurso cultural. Complementa Villegas que el teatro se configura en discurso cultural “en cuanto es una construcción lingüística e ideológica del sujeto definidor. Desde esta perspectiva un sistema cultural constituye una narrativa construida sobre la base de una práctica social, pero mediatizada por los códigos del emisor del discurso definidor o caracterizador” (40). En ese entendido, el fragmento de Henríquez que rescata Versényi transparenta la intención hegemónica de su constructo discursivo y, en consecuencia, en los términos desplegados por Villegas, se “desplaza la validez u objetividad de la acotación de lo que es cultura desde el objeto en sí al sujeto definidor y su propio sistema cultural o los códigos que la convención ha establecido dentro del sistema cultural del sujeto” (41).

Fray Camilo Henríquez, en cuanto sujeto definidor de su sistema cultural, es un ejemplo que grafica la producción cultural del siglo XIX en Chile. En ese primer siglo chileno, la novela y la poesía no eran registros literarios tan influyentes como sí lo eran el teatro y el ensayo, pero en todos ellos se obtiene el resultado de un sujeto definidor que visualiza el objeto estético emitido con la suficiente “competencia para utilizar y descifrar esas imágenes”, nos dice Villegas (41). Con ello se transmite una determinada forma de entender la realidad que se considera legítima, trasladando el valor de esa legitimidad desde el sujeto practicante de la cultura al objeto en sí, instaurando un canon cultural impuesto hegemónicamente al grueso de los destinatarios.

La preocupación por la cultura y su función en el devenir político que manifiesta Fray Camilo Henríquez es una inquietud que pervive en la actividad teatral hasta el día de hoy en obras recientes como la del dramaturgo mapuche Roberto Cayuqueo, Los pueblos te llaman: Nahuelpan Presidente. La obra, estrenada el año 2018 y dirigida por Constanza Thümler, está ambientada en el año 2038, en Chile, y trata acerca de la candidatura a la presidencia de la república de un ciudadano de origen mapuche y las implicancias de su eventual elección.

Vemos que la idea del teatro como escuela pública, visualizada por Henríquez en 1812, subsiste cuando el autor de la obra en comento, Roberto Cayuqueo, sostiene en una entrevista que la puesta en escena revela

cómo un mapuche se hace presidente de Chile e intenta presidir un estado que violenta y ha sido culpable de la colonización y del despojo de tierras desde el proceso de ‘pacificación de la Araucanía’ hasta el día de hoy con el famoso Plan Araucanía. Siempre es el mismo problema, el mapuche versus el chileno (Revista Tíquet N°60, diciembre 2018).

Sin embargo, no se trata precisamente de una obra que adopta el artefacto pedagógico de la ‘escuela pública’ postulado desde la configuración oligárquica de Henríquez en el siglo XIX, ni tampoco el de la inversión dialéctica del teatro de vanguardia instaurado en los inicios del siglo XX.

El teatro chileno del siglo XX acusa dos momentos que promueven objetos estéticos transgresores del statu quo mediante la exhibición de obras con alto contenido social y revolucionario. Una primera etapa, entre 1900 y 1930, que impulsa el teatro anarquista creado ‘por y para la clase obrera’ (en el sentido inverso a la cita recién transcrita) y una segunda etapa, continuadora de la primera, ocurre en la década del 60 y principios del 70 que testimonia una profunda transformación social. Ambos proyectos fueron abortados violentamente mediante la persecución política, el asesinato estatal y el exilio.

El anarquismo en Chile (heredero del anarquismo europeo) inicia una batalla por el control de los sistemas simbólicos. Se trata de un proyecto estético y político que intenta desenmascarar el sistema de signos impuesto por el poder hegemónico liberal del siglo anterior (analizado más arriba), bajo la convicción de la capacidad autoregulatoria del ser humano. Según el crítico Sergio Pereira, se trata de una batalla que se da precisamente más en el ámbito cultural que en el político coyuntural. El teatro para el movimiento anarquista, por ende, sigue siendo considerado como una ‘escuela pública’ pero ya no en los términos del artículo de 1812 sino en la dirección opuesta que resume Pereira como “la voluntad del pensamiento ácrata de representar a través de su dramaturgia un orden nuevo que restablezca las condiciones igualitarias y fraternas de existencia, perdidas u olvidadas en medio del tráfago del capitalismo burgués” (151). Transcribo íntegro el resumen del artículo del profesor Pereira que analiza la dramaturgia anarquista en Chile por su precisión conceptual:

La dramaturgia anarquista chilena de comienzos del siglo XX es vista como una de las tantas formas de resistencia cultural que el movimiento libertario opone a un sistema cerrado, elitista y excluyente, buscando contrastar polémicamente el discurso positivo y complaciente de un orden que funda un modo único de comprensión y representación de la realidad combatiendo, ocultando o reprimiendo toda otra forma de visión alternativa. La estrategia seguida es la de disputar simbólicamente los espacios de significación administrados por el poder burgués, para lo cual replica los medios de producción y de circulación vigentes, aunque planteándose como un discurso independiente del poder y de cualquiera forma de hegemonía cultural (149).

Dados estos antecedentes podemos deducir que la obra reseñada, si bien aplica ciertos elementos formales propios de una vanguardia teatral, no es estrictamente anarquista porque no está dentro de sus fundamentos apropiarse simbólicamente de la ‘escuela pública’ (como es el caso de ambición ácrata). Desde el momento en que la obra se inicia con el sonido de una respiración agitada y profunda que dura dos o tres angustiantes minutos en total oscuridad, devela a un sujeto agobiado por sus pensamientos en la medida que va siendo lentamente iluminado. La escena revela un conflicto interno cuando el sujeto, vestido formalmente, se cuestiona ante la máscara de una machi (¿o ancestro?) su candidatura mapuche a la presidencia de la república.

Nahuelpan representa dos facetas como candidato: una íntima y monológica, y otra pública y dialógica. El titubeo monológico y las dudas que transparenta el protagonista en su faceta íntima revelan a un sujeto cuyo fundamento se aleja del control que supuestamente debe ejercer sobre el discurso. No se trata precisamente de un pensamiento que pretenda neutralizar la propagación de una sociedad capitalista, ya que, en su faceta pública y dialógica, ejercita los mismos mecanismos comunicacionales de cualquier candidato emanado del sistema neoliberal imperante, al no reflejar una predisposición anímica propicia a combatir el sistema de símbolos occidentales que rigen la institucionalidad política chilena. No se manifiesta la intención de exigir la reivindicación de los atropellos cometidos al pueblo mapuche y menos reemplazar dicha institucionalidad occidental por una cosmovisión acorde a su etnia.

Sin embargo, como todo objeto estético del siglo XXI, esta obra sigue abrevando de las fuentes de los movimientos vanguardistas de principios del siglo XX, al menos estructuralmente. Por ejemplo, se destacan los elementos de un teatro de inducción reflexiva, propiamente brechtiano y, por otra parte, se percibe la ausencia de una secuencia aristotélica cuyo hilo narrativo nos conduzca desde una o varias causas específicas a un desenlace. La obra consiste principalmente en el largo monólogo del candidato mapuche interrumpido por el monólogo más breve de un joven personaje femenino, originalmente mimetizado en el público. No se tiene conciencia en el sujeto percipiente de una secuencia lógica de hechos que conduzcan a un final y la obra termina, sin mayores antecedentes, con el candidato siendo electo al colocársele la tradicional banda presidencial. La sorpresiva alocución de la joven entre el público también denota un factor vanguardista que rompe la cuarta pared al introducir el factor de distanciamiento que impide la catarsis del sujeto percipiente.

Quizá el mayor aporte de la obra como objeto estético, y que le confiere profundidad reflexiva, lo brinda el mecanismo dialéctico entre protagonista y antagonista representados por el personaje del candidato y la mujer del público, también personaje, que lo interrumpe. Según explica el crítico Juan Villegas, “la construcción de un texto dramático y teatral en la tradición dominante de occidente tiende a constituirse como un sistema de oposiciones de fuerzas” (82) y agrega que dichas relaciones de fuerzas opuestas se organizan sobre la base de protagonistas y antagonistas. La obra en comento no escapa a dicha estructura y, más aún, sostiene su inteligencia sobre esa base dialéctica.

Villegas sigue explicando:

El antagonista o los antagonistas, a nuestro juicio, deben ser mirados no sólo en su función dramática o estructural sino que también ideológica en cuanto son portadores de valores que en el imaginario social del texto constituyen los valores negativos, y las formas de vida que se hace necesario cambiar para satisfacer la utopía implícita en el texto (84).

Según este criterio, se puede apreciar la obra girando sobre el eje de la contradicción entre ambos monólogos, entre la motivación del protagonista y el de su antagonista. El candidato que da el nombre a la obra, y se configura lógicamente como su protagonista, deja traslucir el contenido vacuo e inconsistente de sus entrevistas reflejando una posición acomodaticia que persigue mayorías guiadas por un rótulo excesivamente manoseado. Se transparenta una cultura de la imagen grotescamente caricaturizada por un candidato mapuche que dentro de nuestro imaginario debiese manifestar ideas problemáticas y, sin embargo, continúa la huella de discursos ‘light’ sobre la base de una supuesta meritocracia.

Los discursos de los candidatos de la postdictadura democrática y del candidato protagonista de la obra reflejan una actitud moderna de apreciar la realidad, basados en los desgastados conceptos del progreso económico y equidad social que nunca terminan de afincarse efectivamente en la realidad del país. A este discurso moderno se le contrapone aquel emitido monológicamente por el personaje femenino antagonista, ubicado físicamente entre el público. Con ese gesto que rompe la cuarta pared, si bien se está recurriendo al efecto de distanciamiento, queda instalada la sensación de un público que quizá pueda verse identificado con el planteamiento irreverente de la joven antagonista, bordeando la catarsis (efecto que el teatro de vanguardia intenta repeler). Esta joven antagonista cuestiona la supuesta etnicidad del candidato mapuche, develando su discurso como una mascarada destinada a recaudar votos. Lo interpela en mapudungun (lengua que no domina el candidato) y aduce argumentos de carácter ecológico que se insertan armoniosamente en la cosmovisión mapuche de la realidad.

El escepticismo de la antagonista ante la arenga moderna del candidato la sitúa, por consecuencia, en una plataforma posmoderna de pensamiento que traba el mecanismo dialéctico de la obra. Según Villegas, “[u]n importante factor en el análisis de los personajes, prescindiendo de su existir en las palabras del texto o su corporización en el escenario, es la motivación de las fuerzas que participan, es decir, el factor que impulsa el actuar de los personajes”, y agrega: “[l]a motivación puede ser considerada tanto en su dimensión dramática como ideológica” (82). El antagonismo que ofrece la obra se da, por ende, sobre la base de dos motivaciones ideológicas en pugna, la moderna del protagonista y la posmoderna que la cuestiona.

Desde el año 1999, se asentó en la crítica teatral la convicción de que la categoría del pensamiento posmoderno en teatro adquiere matices que ameritan cierta precisión, lo que inspiró al teórico alemán Hans-Thies Lehmann para acuñar el término ‘posdramático’ como una nueva tendencia que entra en conflicto con el teatro dramático, propiamente moderno.

Junto a la temática de fondo que refleja la relación litigiosa entre modernidad y posmodernidad se advierten ciertos aspectos formales que brindan a la obra su carácter posdramático. El uso de la música como generadora de signos es un registro que problematiza la cuestionada etnicidad del candidato y se aleja del uso típicamente dramático como hecho externo o ambiental, carente de significación sustancial. En segundo lugar, según Lehmann, “[E]n el teatro posdramático se convierte en una norma violar las reglas convencionales y el axioma más o menos establecido de la densidad de los signos. Suele haber o bien demasiados o bien demasiado pocos” (Lehmann en Zuluaga, 53). En efecto, desde el inicio de la obra el ambiente se enrarece con prolongados silencios y oscuridades que se repiten a lo largo de la misma y que impiden una cabal comprensión del signo. La explicación se escabulle y se ve reemplazada ocasionalmente por ambiguas densidades que provocan la polisemia del hecho escénico.

La corporalidad del actor transmite al público percipiente estados energéticos a través de su potencia gestual. El cuerpo como máquina que, por sí mismo, genera signos contundentes. Sostiene Lehmann:

[e]l signo central del teatro, el cuerpo del actor, rehúsa servir como significante. En gran medida el teatro posdramático se presenta a sí mismo como un teatro de la corporalidad autosuficiente, que se exhibe en su particular densidad, en su potencial gestual, en su presencia aurática y sus tensiones transmitidas, tanto interiormente como hacia afuera (Lehmann en Zuluaga, 54, 55).

La transpiración, la saliva y otros humores del cuerpo del actor derivan en un determinado significado conferido al personaje en su rol de candidato presidencial.

Otro elemento de la obra que le confiere posdramaticidad es la secuencia del hecho escénico en el que no sucede ‘algo’ miméticamente representado. Lo real irrumpe en la ficción escenificada, por ejemplo, con el parlamento de la joven desde las butacas del público. Con ello, se confunden los planos de la ficción y de la realidad al invadirse recíprocamente. Una puesta en escena es potencialmente distinta a otra con el relevo del público que rodea a la actriz antagonista y se difuminan los contornos tradicionales de la cuarta pared, generando una sensación de realidad entre escena y público. Esta sensación de realidad lo confiere la ausencia de la secuencia aristotélica comentada anteriormente cuyo efecto se ve acentuado al término de la obra cuando dicho final no se constituye en un desenlace propiamente tal. Se trata de un final abierto que acerca la obra más al concepto de ‘acontecimiento’ que de ‘obra’ cuando se apagan las luces y queda en la retina la última imagen de Nahuelpan electo presidente.

No hay en dicho cierre un corolario planteado como deducción lógica en la narración de una historia sino un imprevisto resultado que invita a la reflexión. ¿Cuáles son las significativas consecuencias de la elección de un candidato mapuche en Chile? ¿Cambiaría algo? La interpelación crítica de la joven antagonista a la forma moderna con que se plantea la candidatura de Nahuelpan encuentra su correlato en la actualidad en los diversos movimientos sociales del país que cuestionan los planes de gobierno de los últimos 30 años de transición democrática, y quizá las elocuentes manifestaciones de la ciudadanía, durante la primavera de octubre de 2019, infundan nuevos rumbos a esta relación discordante.

La obra invita al cuestionamiento del desmejorado sistema político, en donde es más importante la mantención de un mecanismo de recaudación de votos sobre la base de estadísticas y ratings que la formación de líderes de opinión que problematicen las temáticas efectivamente relevantes para la opinión pública. En ello radica la fuerza de la obra. Allí recobra sentido considerar al teatro como ‘escuela pública’ pero de una manera distinta al planteo moderno de Fray Camilo Henríquez y del anarquismo chileno del siglo XX. El teatro para Henríquez es considerado como escuela pública ya que se le considera un mecanismo pedagógico para implantar en la sociedad chilena los valores que para el segmento social al que pertenecía eran legítimos. Para el anarquismo del siglo XX el teatro también opera como escuela pública pero para objetivos socialmente inversos, y en el teatro posdramático de la obra Los pueblos te llaman: Nahuelpan presidente la escuela pública que se plantea se sostiene sobre los fundamentos de un pensamiento profundamente crítico y reflexivo que desconfía de los actuales sistemas de signos y símbolos que, inteligentemente, simulan no ser hegemónicos.

 

 

Referencias

- Cayuqueo, Roberto (2018). “Los pueblos se van reconstruyendo y reorganizando según su época”. Entr. Daniela Olivares. Tíquet, p. 60.
- Pereira, Sergio (2009). “La dramaturgia anarquista en Chile. Un discurso de resistencia cultural”. Revista Estudios Filológicos, 44, pp. 149-166.
- Versényi, Adam (1996). El teatro en América Latina. Gran Bretaña: Cambridge University Press.
- Villegas, Juan (2000). Para la interpretación del teatro como construcción visual. California, Estados Unidos: Ediciones Gestos.
- Zuluaga, Rubén Darío (2016). “Del drama al teatro en la posmodernidad”. Revista Artescena, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 1, pp. 45-62

 

 



 

 

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