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Una pasión feliz

Sergio Ramírez

Discurso al recibir el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso
Chile, 12 de noviembre de 2011



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La literatura termina siendo un enjambre de imágenes e ideas que vuelan con desconcierto en la cabeza, un recuerdo que toma cuerpo, un personaje que surge de la nada, una línea que como un hilo va formando un ovillo, una escena que se enciende y luego encenderá la página. Una búsqueda esperanzada y desesperada por asir de las alas a la belleza, que no es sino una promesa de felicidad, como dice Stendhal, la espinosa belleza del mundo de que habla el escritor colombiano Tomás González.

Escritura y lectura. Porque la literatura también es algún diálogo rescatado de una novela que un día admiramos y que vamos modificando a nuestro mejor parecer, el rostro sin esperanza de una mujer antes de lanzarse a las vías del tren y que ya no sabemos si lo vimos en la vida o en el sueño de la lectura de Ana Karenina; una injusticia atroz que encontramos una vez en una página más poderosa que en la realidad, como cuando aquel Dimitri Karamazov azota con el látigo al cochero mientras su hijo, apenas un niño, presencia la escena impotente, una injusticia que como lector no se puede reparar pero que nos enseña el sentido de la piedad y de la justicia. O la estrofa de un poema, unos versos perdidos en el laberinto de la memoria que de vez en cuando tocan a nuestra puerta porque podremos olvidarlo todo menos su música que entró una vez para siempre en nuestro oído:

Bajo impenitente
Lluvia derramada
Dónde irá la pobre
Catalina Parra.

¡Ah, si yo supiera!
Pero no sé nada
Cuál es tu destino
Catalina Pálida...

Cuando yo tenía diecisiete años y recién acababa de entrar en la Universidad para estudiar la carrera de Derecho, un profesor chileno llamado Fidel Coloma organizó un taller literario y lo primero que leímos fueron los Poemas y Antipoemas de Nicanor Parra. Era raro entonces encontrarse a un chileno en Nicaragua. Más bien era el revés. Los centroamericanos venían a estudiar a la Universidad de Chile, sobretodo Derecho, o Pedagogía. Fue mi primera manera de imaginar a Chile, como un país de poetas. Y en aquel mundo estudiantil de sueños y luchas en el que entré de cabeza entonces para combatir a la dictadura de Somoza, el Canto General de Neruda era como un evangelio laico. Cuando la tarde del 23 de julio de 1959 un pelotón de la guardia pretoriana de Somoza disparó en contra de una manifestación de estudiantes en la que yo participaba, matando a cuatro de mis compañeros e hiriendo a más de sesenta, en cada aniversario de la masacre a mí me tocaba recitar en la calle donde habían caído el poema Los enemigos:

Para el verdugo que mandó esta muerte, pido castigo.
Para el traidor que ascendió sobre el crimen, pido castigo.
Para el que dio la orden de agonía, pido castigo.
Para los que defendieron este crimen, pido castigo.

La delgada niña que cayó con su bandera, y el joven sonriente que rodó a su lado herido. Veinte años después llevaríamos en triunfo esa bandera a la plaza de la revolución cuando el mucha-cho que aún era yo, y que recordaba con nostalgia a Catalina Parra, un aprendiz de poeta que terminó más bien en narrador, entró en la vorágine de la rebelión que terminó derribando a Somoza con todo y caballo de su pedestal, una estatua ecuestre hueca fundida en Italia y arrumbada en una bodega de Milán, comprada de segunda mano, y de la que sólo habían quitado la cara de Benito Mussolini para poner la de Somoza.

Literatura y política. Letras y revolución. El ideal estético y la acción ética. Un viejo asunto que uno termina resolviendo en el campo de batalla de su propia vida cuando le toca en suerte. El intento de cambiar el mundo con las palabras, y también con los hechos. Escribir la historia imaginándola, o meterse dentro de la historia.

Un día soleado entramos en triunfo a una plaza colmada de gente. Vivimos un sueño. El sueño se rompió, fue malversado. Hoy, igual que las sombras de personajes literarios que no me abandonan, escenas de novelas que me asaltan en la oscuridad, también en la oscuridad regresan las imágenes de aquellos años que son parte de la novela de mi vida. Cuando volví definitivamente a mi oficio de siempre, el de escritor, vida, literatura, lecturas, experiencias, pasaron a ser caras del mismo prisma que va reflejando la luz de la memoria en la medida en que el prisma se mueve dentro de mi cabeza. Me parece que todo lo imagino, y me parece que también todo lo vivo de nuevo otra vez, porque el prisma gira de manera incesante. Ése es, sin duda, el oficio de la memoria, teñir la realidad de imaginación, y hacer de la imaginación un símil de lo real.

Siempre recuerdo Los enemigos. Sus versos sueltos caen en hilos de agua en el pozo de esa memoria. Pero en el mismo pozo ya han caído antes otros versos insistentes:

Oh maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros...

Y la imagen de esa mujer en El tango del viudo, que cargando un saco de arroz persigue al amado poeta fugitivo desde Rangún hasta Colombo porque la ha abandonado temeroso de morir partido por una cuchillada, también viene a ser parte de mi propia vida en la medida en que la literatura es una experiencia honda y vital que te altera para siempre, o no es nada. Uno se queda siempre con las palabras que aprendió alguna vez, cuando fue el tiempo de fijar en la memoria versos de poemas, primeras líneas de novelas, letras de tangos y de boleros. Después, cuesta retener, palabra por palabra, lo que estremece y lo que asombra.

En mis años de despertar, Neruda era Chile, la cordillera nevada y la costa revuelta con su mar invernal oscuro, pero también era el Alto Perú, y las selvas impenetrables, y los ríos caudalosos y revueltos, y era Centroamérica, la garganta pastoril infestada de tiranos. Y Nicanor Parra era Chile, la cueca larga. Y Huidobro, que tanto influyó a los poetas de vanguardia en Nicaragua. Pero antes de todo eso. Rubén Darío era Chile. No habría Rubén Darío sin Chile.

Nuestro paisano inevitable, lo llamaba el poeta nicaragüense José Coronel Urtecho, Nicaragua una tierra de poetas igual que Chile. En 1886, el general salvadoreño Juan José Cañas se hallaba desterrado en Managua. Había peleado contra las falange filibustera de William Walker que en 1855 quiso apoderarse de Centroamérica, había vivido la fiebre del oro en California, y había sido comisionado de su país ante la Exposición Internacional de Chile en 1875, celebrada en la Quinta Normal. El general, como solía ocurrir entonces, era poeta, o como se solía decir entonces, pergeñaba versos, de modo que luego fue encargado de escribir la letra del himno nacional de El Salvador. Tenía sesenta años, y Rubén diecinueve.

«Vete a Chile», le dijo, «aunque te ahogues en el camino». «Y el caso», cuenta Rubén, «es que entre él y otros amigos me arreglaron mi viaje a Chile. Llevaba como único dinero unos pocos paquetes de soles peruanos y como única esperanza dos cartas que me diera el general Cañas —una para un joven que había sido íntimo amigo suyo y que residía en Valparaíso, Eduardo Poirier, y otra para un alto personaje de Santiago».

Se embarcó en el puerto de Corinto la tarde del 5 de mayo de ese año de 1886 en el vapor Uarda de la compañía alemana Kosmos, en medio de los remecimientos de una erupción volcánica. Había que alumbrarse con linternas porque se había oscurecido el sol.

«A lo lejos quedaban las costas de mi tierra. Se veía sobre el país una nube negra», cuenta, «visité todos los puertos del Pacífico, entre los cuales aquellos donde no hay árboles, ni agua, y los hoteleros, para distracción de sus huéspedes tienen en tablas, que colocan como biombos, pintados árboles verdes y aun llenos de flores y frutas...»

Llegó a Valparaíso el 24 de junio. Neruda, en el discurso al alimón que en 1933 pronunció junto con García Lorca en homenaje a Darío, durante un banquete del Pen Club celebrado en Buenos Aires, recuerda este viaje crucial:

«Lo trajo a Chile una marea, el mar caliente del Norte, y lo dejó allí el mar, abandonado en la costa dura y dentada, y el océano lo golpeaba con espumas y campanas, y el viento negro de Valparaíso lo llenaba de sal sonora...»

Los periódicos, que entonces solían publicar la lista completa de los pasajeros que arribaban en los vapores, escribieron su nombre mal: señor Reibén, dice El Mercurio; señor Rubens, dice La Unión. Se encontró con Eduardo Poirier, quien le pidió la carta del general Cañas que traía para aquel personaje poderoso, se la hizo remitir, y ante la respuesta de que se le esperaba, se vino a Santiago en tren. La estación se fue vaciando y ya no quedaba nadie, salvo, cuenta:

«un señor todo envuelto en pieles, tipo de financiero o de diplomático, que andaba por la estación buscando algo. Yo, a mi vez, buscaba. De pronto, como ya no había nada que buscar, nos dirigimos el personaje a mí y yo al personaje. Con un tono entre dudoso, asombrado y despectivo me preguntó: —¿Sería usted acaso el señor Rubén Darío? Con un tono entre asombrado, miedoso y esperanzado pregunté: —¿Sería usted acaso el señor C. A.? ...me envolvió en una mirada. En aquella mirada abarcaba mi pobre cuerpo de muchacho flaco, mi cabellera larga, mis ojeras, mi jacquecito de Nicaragua, unos pantaloncitos estrechos que yo creía elegantísimo; mis problemáticos zapatos... el personaje miró hacia su coche. Había allí un secretario. Lo llamó. Se dirigió a mí. —«Tengo —me dijo— mucho placer en conocerle. Le había hecho preparar habitación en un hotel de que le hablé a su amigo Poirier. No le conviene».

Pero no se desanimó del todo, porque, según sus palabras, «venía a caza de sueños y sintiendo los rumores de las abejas de esperanza que se prendían a su larga cabellera». El mismo caballero lo recomendó para entrar en la redacción de La Época que dirigía Abrojos, aparecido en Santiago en 1887.

Vivía de arenques y cerveza para comprarse ropa que entonara con la de sus amistades aristocráticas. Recuerda:

«el terror del cólera que se presentó en la capital. Tardes maravillosas en el cerro de Santa Lucía. Crepúsculos inolvidables en el lago del parque Cousiño. Horas nocturnas con Alfredo Irarrázaval, con Luis Orrego Luco o en el silencio del Palacio de la Moneda, en compañía de Pedro Balmaceda y del joven conde Fabio Sanminatelli, hijo del ministro de Italia....»

De la redacción de La Época pasó a El Heraldo, «un diario completamente comercial y político» donde redactaba notas sobre crímenes pasionales, incendios, y deportes. Un día lo llamó el director y según cuenta, le dijo: «Usted escribe muy bien... Nuestro periódico necesita otra cosa... y, por escribir muy bien, me quedé sin puesto.»

Regresó a Valparaíso gracias a que Pedro Balmaceda le consiguió un puesto en la Aduana. Era el fin de su estancia en Chile, y antes de embarcarse de regreso a Nicaragua conoció a don José Victorino Lastarria gracias a su yerno, Eduardo de la Barra. Y Lastarria, a quien visitó en su casa y encontró sentado en un sillón Voltaire, anciano y enfermo, le prometió escribir una carta al general Bartolomé Mitre para que fuera nombrado corresponsal del diario La Nación de Buenos Aires. Su primera crónica, fechada el 3 de febrero de 1889, «fue sobre la llegada del crucero brasileño «Almirante Barroso» a Valparaíso, a cuyo bordo iba un príncipe, nieto de don Pedro».

Un año antes había ocurrido un hecho capital. Se publicó en Santiago Azul, el libro de Darío que inauguraba el modernismo y que abriría las puertas a un nuevo lenguaje, a un nuevo estilo literario, a una renovación a fondo de la lengua parecida a la que al mediar el siglo veinte se produciría con los escritores del boom.

Del modernismo al boom. De Rubén Darío a José Donoso. En 1957 Donoso terminó de escribir en Isla Negra Coronación, una novela fundamental que rompía los diques de la narrativa latino-americana. Aquella del medio siglo fue una década en que comenzaban a sumarse prodigios. Mucho tiempo se había perdido antes de descubrir, como lo hizo Donoso, que las claves de la modernidad de la novela, y su verdadero sentido universal, se hallaban en el uso indiscriminado del lenguaje, sin limitaciones timoratas ni clasificaciones previas, toda una aventura de exploraciones capaz de barrer la frontera entre lo culto y lo popular, hacer convivir en el relato al alto mundo y al bajo mundo, lo rural y lo urbano, las viejas familias y el hampa, la decadencia y la locura, la soledad y la esperanza.

Junto a Coronación, que es el fruto de la escritura de un joven de 33 años que sabe desde entonces lo que es la literatura, se publican en esos años otros libros claves para la transformación literaria del continente, entre ellas Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, que enseña una nueva manera de entrar en las honduras del mundo rural; Gran Sertón, Veredas (1956), de João Guimarães Rosa, que es también una incursión novedosa en el mundo de los yagunzos del sertón brasileño. Y también están Final de Juego de Julio Cortázar (1956), El coronel no tiene quien le escriba (1957), de Gabriel García Márquez, y La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes. La Tregua de Mario Benedetti, e Hijo de Hombre (1959) de Augusto Roa Bastos. El escritor está ahora dentro de la narración, y literatura y realidad se vuelven una totalidad para crear el nuevo mundo paralelo desde el que los muertos se cuentan sus historias bajo tierra, como en Pedro Páramo, o los vivos pactan con el diablo que anda suelto en las ventiscas que alzan los remolinos, como en Gran Sertón, o la ciudad toma cuerpo y se vuelve un personaje que es corno una hidra, como en La región más transparente, o una vieja mansión respira decrépita junto a sus habitantes decrépitos, como en Coronación.

De ese mundo santiaguino enclaustrado, y donde las sirvientas de la casona coronan como reina de carnaval a una anciana que agoniza, todo un esperpento sacado de los aguafuertes de Goya, hasta El obsceno pájaro de la noche que aparece en 1970, se tiende un arco magistral, pero, otra vez, la recurrencia de los acontecimientos se proyecta en esa cámara oscura que son los espacios clausurados de las viejas familias, primero sus mansiones, ahora la antigua casa de ejercicios espirituales convertida en asilo donde se envía a las criadas de todo la vida para que mueran en paz, materia descartable, víctimas de la caridad final.

Fuentes, Donoso, García Márquez, Cortázar, Vargas Liosa. Una época. Una generación de ruptura, cuyo legado, nuestra generación, la siguiente, recibió agradecida. No hubo conflicto generacional entre ellos y nosotros, la generación de Bryce Echenique, de Antonio Skármeta, de Osvaldo Soriano. De ellos siempre tuvimos algo que aprender, y que rechazar, lo primero que la literatura era un oficio al que entregarse sin reservas, «la camisa de mil puntas cruentas», según el propio Darío, y luego, librarse del peligroso veneno del realismo mágico que, siempre lo supimos, nacía y moría con García Márquez. Lo demás era embelecos y falsías, como dejo dicho don Quijote.

Por eso, este premio tiene tanta valía. Representa toda una literatura, la literatura de un continente, de una lengua que está siempre en movimiento, siempre renovándose, atravesando fronteras, inventándose cada día, en las voces de la calle y en las voces de los escritores.

Más de cuarenta años después de mi primera lectura de Coronación en la edición de Seix Barral de 1968, vengo a recibir este premio que lleva el nombre de José Donoso, y con el que regreso a Nicaragua más convencido que nunca de que la literatura es el oficio y la pasión de mi vida. Escribir es una manera de vivir, de respirar. Ser escritor hasta la muerte, sin tregua y sin concesiones, un ejercicio permanente de imaginación y de libertad, porque sin imaginación y sin libertad no hay obra literaria posible.

«Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez», dice Jorge Luis Borges en el discurso que Pedro Enríquez Ureña leyó en su nombre cuando se le ofrecieron un homenaje de desagravio en 1946, cuando el régimen de Perón le quitó el puesto de catalogador en la Biblioteca de Boedo para nombrarlo inspector de gallinas y conejos en los mercados.

El poder, cuando quiere ser absoluto, cuando quiere ser para siempre, tratará siempre de enjaular y escarnecer a los escritores. Es una vieja incompatibilidad esa que existe entre poder político y libertad creativa. Porque la libertad creativa es siempre una libertad crítica.

La escritura es parte del tejido vivo -huesos, piel, nervios.- del sentido general de la libertad. La filosofía verdaderamente ética es la filosofía de la libertad. Ya Cervantes lo había aprendido de otro trasgresor, Erasmo, quien había escrito, con humor y alegría, el primer elogio de la locura un siglo atrás. El Quijote no es sino un nuevo elogio de la locura, donde al humor se suma la pesadumbre, y alegría y melancolía se dan la mano, pero signadas por la libertad.

Para Erasmo no hay humanismo sin tolerancia, y son los intolerantes, dueños de la verdad absoluta, los que siempre acusan de herejes a quienes no piensan igual. «Hay asuntos sobre los cuales es más sabio permanecer en la duda... antes que proclamar verdades», advierte.

Mi gratitud imperecedera para la Universidad de Talca por haber creado este premio de semejante trascendencia, concedido antes a una pléyade de brillantes escritores iberoamericanos entre los que ahora me honro en estar. Mi gratitud a todos ustedes por ser cómplices de la creación literaria en el acto de leer, desde luego que sin lectura no hay literatura, y por tanto, la literatura no viene a ser otra cosa que una pasión compartida.

Una pasión que atormenta, una lucha diaria a brazo partido con las palabras y con los fantasmas de la imaginación a los que hay que cazar para meterlos dentro de la página en blanco, o sea, la pantalla de la computadora. Pero una pasión feliz, al fin y al cabo. La pasión de José Donoso, que también es la mía



 

 

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Una pasión feliz
Sergio Ramírez
Discurso al recibir el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso
Chile, 12 de noviembre de 2011