Estancia de Sergio Gaspar: un lugar para acudir y quedarse.
Por Sergio Rodríguez Saavedra
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Desde España, esa tradición que huele a un aceite demasiado hervido, y que sin embargo se requiere para alimento de nuestras palabras, llega un autor que debiésemos conocer, al menos en esta obra: Estancia (DVD ediciones, 2009). Sergio Gaspar, se instala como una riesgosa propuesta que -al menos para mí- justifica más de una hojeada.
El texto se divide en tres partes -dos poéticas y una narrativa- que a pesar de su carácter irrenunciablemente fragmentario, son profundamente unitarias en su composición. Y en una segunda lectura, esta vez como libro, repite nuevamente esta disposición, incluso, desbordándola.
Estancia, su primera parte, es el réquiem de la orfandad. Un conjunto de textos que abren y cierran el libro como dos paréntesis cobijados al interior de las páginas. La tensión que establece en tanto nombre propio -ser y sido en madre ya definitivamente fallecida- y la necesaria ritualidad biográfica, logran por un efecto inverso, una tremenda carga emotiva que traspasa el lugar común y se establece como un pensamiento que retorna para abrirse a los recuerdos:
"Supongamos que la describo: un metro
sesenta, cabellos blancos teñidos,
voz de pito, carne entre sábanas, labios
que besaban a otro hombre, una mujer."
(Estancia I)
También, en rasgo de desborde, los cortes temporales -pasado y presente en una especie de presentismo único- y el uso de reiterados códigos binarios -presencia y falta en el interlineado- dotan a estos poemas de una atmósfera que oxígeno a oxígeno, crean el espacio necesario para "estar" en el lugar donde efectivamente se es ausencia:
"(...) Estamos
yo y ni mi voz ni sus oídos aquí."
(Estancia I)
Si bien se admiten diversas lecturas, Estancia es muerte de/en madre, y la segunda es ausencia de la misma. Compuesto por catorce poemas breves, efectivamente a la manera de Wallace Stevens, Un día con Stevens es la crónica de aquel sicópata que asesina a un niño en el bosque. Esta vez, el tono objetivista, el espacio entre líneas por completar, la voz, sobre todo la falta de voz del niño que enuncia, provoca el nivel de estremecimiento que el lenguaje puede articular cuando se dispone hacia la inteligencia del lector:
"El coche cruzaba
los páramos de Molina.
Cuando se detuvo en la gasolinera,
el empleado creyó oír,
volando en el maletero,
el silencio de un mirlo."
(XI)
Por contraposición –o composición premeditada del libro para descomponernos- el cuento erótico que viene a continuación parece ajeno a la tragedia que le precede, a menos que su inclusión pueda leerse como afonía –uno de sus personajes, hacia el final, ni siquiera atina una queja frente al desenlace que lo deja en estado de miseria- y en ese silencio contener los otros, los silencios que escurren entre la vida y la muerte.
Quizás es simplemente juego, ludopatía de un autor que sabe articular un libro que sea propio y ajeno, lectura de emoción y conmoción al mismo tiempo con desapariciòn de fronteras entre escrituras. De todas formas, la obra total está bien escrita, que es lo importante. Despacha las trabas que suele ejercer la “escritura de un libro de poemas” con una naturalidad que provoca. De ahí que no sabemos si las propias palabras del autor en su presentación al final son nuevamente un modelo para armar:
“Mi madre murió dos veces: el 25 de junio y el 31 de julio de 2005, ambas en el Hospital modernista de Sant Pau de Barcelona, un hermoso edificio. Escribí Estancia para intentar comprenderlo. Escribir es suprimir palabras y añadir palabras.
(En el lugar equivocado)
Presumo que toda la obra es parte de un sentir que va más allá de lo estético, que hace de éste una reflexión cuyo vinculo con la realidad es precisa y necesariamente la poesía. Una forma de asir lo que evade quedarse. En esa captura Estancia es una buena trampa.