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La voz al margen: Sobre la poesía de Sergio Rodríguez Saavedra

Por Julio Espinosa Guerra



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Sergio Rodríguez Saavedra (Santiago de Chile, 1963) es uno de esos creadores que nunca se han sentido cómodos en medio de la institucionalidad, incluso habiendo participado como colaborador de la Sociedad de Escritores de Chile o como becario del Fondo del Libro y la Lectura. Por lo mismo, no es un poeta que se haya volcado, como muchos otros (y no siendo esto ni bueno ni malo, sino una característica que se produce en gran número de países), en andar golpeando puertas y ventanas de otros poetas, mayores y/o más destacados, que pudiesen darle un “empujoncito” para solventar su “carrera”, ni tampoco se ha unido a grupos donde cada cual habla del compañero en blogs y revistas virtuales o reales, haciendo algo parecido a la crítica, que no es más que una máscara que los ayuda a ir ganando espacios en el medio literario. Es por ello, principalmente, que su obra es poco conocida dentro y fuera del país, aunque merezca serlo.

La carrera de Sergio Rodríguez Saavedra ha sido la de un maratoniano avanzando por una pista donde sólo hay un carril ocupado –el propio- y donde los espectadores son pocos y están más atentos a la falda de la vendedora de churros o palomitas de maíz que a lo que pueda entregar ese corredor compitiendo contra sí mismo.  Aunque también es cierto que algunos de esos espectadores nos hemos mantenido fieles y hemos observado los avances, los cambios, los matices de una obra que ya es madura y propia.

Con 31 año publicó su primer libro. Pasado el tiempo, Suscrito en la niebla (Santiago Inédito, 1995) me sigue pareciendo ágil, profundo y con una voz interior propia, además de contener una búsqueda formal que luego no se repetiría de la misma manera. Heredero de los autores post’87, los textos se llenan de una imaginería urbana que refleja bien el Santiago y el Chile de los primeros años de la democracia, todavía muy gris y con resquicios de la dictadura por las esquinas; un Chile lleno de sitios baldíos, pero donde las glorias de antaño van pasando al olvido con la misma rapidez con la que el sistema económico instaurado por los “Chicago Boy’s”, los delfines del dictador, durante los años ’80 van aniquilando los sueños de un país más justo y va propiciando las mentalidades más competitivas, de los “tipos listos”, por sobre los más capaces, de las mujeres y los hombres más inteligentes. De esta forma, es fácil encontrarse con figuras que arrasó la crecida de las aguas y se quedaron en un lugar sin lugar, en una “atopía”, bailando su viejo baile, boxeando contra nadie:

a Martín Vargas [1]
Le gritaban borracho mujeriego
un bueno para nada 

Ahora que sabes como muerde la galucha herida
y el “pega, Martín, pega”[2] se ha transformado
en la búsqueda de una pega mal salariada.

Ahora que duelen tus nudillos cuando llovizna
y ese automóvil flamante
es un hueso quebrado en la memoria,
recuerdos que tiran la toalla
y caen derrotados en este rincón.

Ahora, mientras los perfectos pómulos de una miss
han ocupado el lugar de tus cicatrices en la pantalla
descubres que esos colores de la Virgen de Lourdes
no pueden, ni podrán, rayar las pintas de ningún tigre.

Sí, ahora tienes razón: la vida es un puñetazo.

El poeta es capaz de mantener este tono propio en su segundo libro, Ciudad Poniente (2000). Ahondando en esa máxima tolstoiana de “describe tu aldea y describirás el mundo”, y ya desde el título, nos muestra la ciudad cuando deja de ser ciudad, no porque no haya construcciones, sino porque los constructores de la ciudad ya han dejado de verla. Se trata de la ciudad de los suburbios, la ciudad de los que tienen que recorrer una, dos horas por carretera antes de llegar a sus trabajos, la ciudad de los que aún viven en casas de cuarenta metros cuadrados, con calles sin asfaltar, con las farolas que no alumbran la noche: ciudades dormitorio, ciudades que no existen más que de noche y por algunas horas, ciudades olvidadas, poblaciones fantasmas donde, primero la dictadura y luego los gobiernos “democráticos”, fueron hacinando a los más pobres, a los ciudadanos a quienes no se quiere ver. Este libro es la profundización del anterior: la voz se vuelve más segura de lo que dice y, al mismo tiempo, esa crítica esbozada en el primero, se vuelve más evidente, aunque sin llegar a politizarse.

Una chica punk baila de espaldas al Mapocho

Escribir poesía
es lo que dijimos del vacío
cuando acaba
este indio borracho del milenio.
Algunos –no muchos-
todavía vienen a lavar
sus pies en esta escarcha
buscando desesperados
moteles donde alojar
cada lágrima esta vida.

Yo estoy casado, claro
sigo a la berma del camino.

Ciertamente, Dios
no eyaculó cruces en la ciudad.

Estuvimos esperando
-no menos que ciegos en la esquina-
pero nunca supimos qué decir.

Sí, tú tenías razón chica punk
siempre es mejor bailar
de espaldas al Mapocho.

Por eso no es extraño el giro, no necesariamente positivo, que da la voz del poeta en sus dos libros siguientes: Memorial del confín de la Tierra (Quimantú, 2003) y Tractatus y mariposa (Mago, 2006). En ellos la que era una voz identificable a pesar de las mixturas, de las influencias que todo creador tiene, se hacen pesadamente evidentes y en vez de acercar al lector, en especial cuando éste es conocedor del género, lo alejan, aun cuando intertextualmente imágenes, símbolos y reflexiones, sugerencias y lugares poéticos sean interesante, más que nada porque al leer no se tiene la sensación de estar leyendo a Sergio Rodríguez Saavedra. De esta forma, el texto se transforma, sin quererlo, en una mímesis; si bien cabe acotar que desde el punto de vista del estudio de una trayectoria, también se transforma en la búsqueda de algo más.

Es por ello que estos dos libros tienen la apariencia de un ensayo, un taller, una práctica. Así como otros poetas se silencian hasta que aparece “otra voz”, pareciera que Rodríguez Saavedra requería probar diversas fórmulas, realizar una imitación personal de otras voces de la poesía chilena que, de alguna forma, habían tocado tangencialmente, dicho de una forma similar, aquello que a él le interesaba verbalizar.  Es así como son reconocibles giros que en el imaginario nacional pertenecen a Zurita, Rojas, Riedemann, Memet, Lhin, Teillier, Lira inclusive.  Tras esta voluntad no sé si consciente del decir, está el gérmen de una escritura más propia, más personal, pero que no renuncia a la tradición, cuando la tradición, en Chile, a diferencia de otros lugares del mundo también es ruptura.

Al mismo tiempo, y a pesar de la mímesis, el poeta no abandona su inquietud por nombrar aquello y a aquellos que no tienen lugar dentro de la “historia oficial”. Esta radicalización en el discurso, que no llega nunca a ser proselitista ni panfletario, lo aleja por momentos de su tono más personal e intimista, provocando en la escritura una sensación de extrañeza simbólica, donde el yo poético, a pesar de seguir siendo lírico, casi nunca se identifica con el yo del autor sino con unos yo otros, partes de una poesía chilena ya susurrada por autores anteriores, pero no escrita del todo. Se nota en estos libros una contradicción, una puja que no llega a concretarse en parto. Es el verbo sin eclosionar del todo. Es la página propia escrita por otro o la página de otro escrita por uno, hipotecando a veces la estructura, otras veces el tono, pero nunca la inquietud temática y emocional del poeta.

Por eso es natural que después de estos dos libros y de una forma bastante decidora, el autor retorne a esa voz más identificable de los primeros libros, como si el experimento, la búsqueda, ya se hubiese agotado. En Militancia personal (Mago/Carajo, 2008) Rodríguez Saavedra vuelve a publicar, idénticos, algunos de sus primeros poemas, de aquellos aparecidos trece años antes en Suscrito en la niebla (1995), como si quisiera reconciliarse con una escritura que unos meses antes parecía olvidada. Lo hace para presentar otros poemas, para presentar una nueva propuesta, donde aquello que fue mímesis ahora se transforma en renovación, en lectura propia, en una “mala lectura” de sus pares que, mixturándose con la propia voz, lo reconcilian y lo devuelven, renovado, a la playa del inicio del viaje. Es el poeta hermanado consigo mismo, el poeta sin imposturas, el que se nos presenta en estas páginas. El poeta que no necesita de voces prestadas para validar su discurso. El poeta que ha bebido de otras fuentes, pero ha hecho suya el agua y el sudor, como así lo reflejan los siguientes poemas:

Breve estudio para dos ausentes

Larismo es una tendencia lírica
que consiste en guardar del sol su musgo
en tabernas donde se dirán
palabras por ese amor ausente
mientras viejas canciones brotan del wurlitzer
como la maleza en aquella tumba
que nunca tuvo cruz.
Por su parte la poesía Urbana
suele complejizar el ejercicio poético
en torno a la ciudad -una urbis ruina-
donde cansado de escribir
exudo la gota hastiada de mí
para colmar el vaso
donde me ahogo y derramo.
Sus raíces suelen atribuirse
a Teillier y Lihn respectivamente
El primero no sabía bailar
aunque repitió varias veces de memoria
páginas enteras de El Gran Maulnes
El segundo cruzaba Santiago en su Austin
viajando por el humor negro
hasta la aciaga encerrona del cáncer
Ambos son semillas de una misma lluvia
tanto así que sus sombras
suelen cambiarse de bibliografía
porque no pueden
habituarse a la ausencia.

 

 

Rimbaud en la poesía chilena

Justamente tú podrías ser un ángel:
haber llorado
en medio de la lluvia más parca del mundo,
y mientras los críticos discuten
si suplicaste perdón antes de morir
hubieses escuchado la caída lenta del polvo.

Pudiste ser el mejor travesti,
el cabrón de moda,
un ángel que pone la basura en su sitio.

Escribirías hasta descalcificarte
en algún lupanar coquimbano,
no muriendo a trozos, hinchado como cuero,
amputado en ese oscuro hospital de Marsella.

La belleza en tus rodillas,
dientes cariados, llena de várices e hijos,
la más gorda del barrio.
Mirarías su rostro de empleada doméstica
lanzándole pellizcos en cada borrachera,
mas ella te seguiría queriendo
y tú volverás a besarla astillados de amor.

No serías las cartas de tu hermana,
las páginas que faltan, la invidente,
otro afiche de temporada en el infierno de Santiago.

No serías un afeminado símbolo de Francia,
ni esta fotocopia xerox donde divisar nuestra muerte.

Tómalo como homenaje:
pudiste ser el viejo cabrón
de la poesía chilena.

En ambos poemas observamos ese legado del cual se siente heredero el poeta, pero al mismo tiempo, más que realizar una imitatio, lleva a cabo un posicionamiento frente a otras poéticas, bebiendo lo justo de ellas, sin renunciar a su propia perspectiva, a su propio decir. Es así como el primero de ellos no sólo representa un homenaje, sino que pautea su propia escritura: es un “de allí provengo” sin anotar un límite hacia el “donde voy”.  Es un texto que sin ser de Lihn ni de Teillier, los contiene a ambos, dichos desde el propio lugar del poeta. Es la conciencia de la propia escritura, de su re-nacimiento entre los restos de los predecesores. El segundo poema no es sólo un homenaje a Rimbaud –poeta que ha marcado a numerosas generaciones en el país andino-, sino que también es una respuesta al poema de Gonzalo Rojas que lleva como título el nombre del poeta francés, y si bien no llega a superarlo, no es menos bueno, sin ni siquiera acercarse al decir rojeano. Y es que Rodríguez Saavedra con este texto logra superar un difícil umbral: tocar un tema ya “sometido” por otro autor, haciendo olvidar el antecedente y, es más, proponiendo una lectura diferente y diferenciadora, propia. Lectura que, no habiendo sido cifrada, pertenece al inconciente colectivo del planeta poético chileno.

Militancia personal es esto de manera constante: la referencia sutil a unos recursos “prestados” pero que el poema se hacen totalmente propios. Es más, se trata de tomar prestados esos recursos de sí mismo, de un “sí mismo” anterior, de esa su “primera escritura” e ir más allá, o más acá, en la potencialización de la propia voz.

Por eso no es de extrañar que Centenario, publicado por su propia editorial, Santiago Inédito, en 2011, muestre lo que podría considerarse el florecer de ese deambular en solitario y esa apuesta por mantenerse fiel en las creencias. Con este libro Sergio Rodríguez Saavedra nos da a entender que así como hay autores que sufren la enfermedad del silencio y después de ella nos muestran su mejor decir, hay otros como él mismo, donde la insistencia en una perspectiva poética, aunque parezca errónea, también da semillas, abre puertas y puede llevar a ese particular fruto que nace del injerto, más fuerte, más dulce, más bello, porque si en Militancia personal el autor volvía a sus orígenes y lograba sacudirse las influencias directas para transformarlas en susurros, en un viento leve que no condicionaba su poética, en este libro, último hasta el momento, logra sacar una voz más poderosa, más particular, incluso más segura, donde lo lírico y lo urbano, los giros del habla y de la estructura ya no son un préstamos, ni siquiera un eco, sino que quedan como un sustrato, una base para afianzar algunos de los textos. Es más, cuando el autor reseña alguna otra poética, lo hace de manera evidente, homenajeando, resaltando a ese otro precursor, como en la cuarta parte, que coincide con el título del libro: “Centenario”, donde hay una serie de textos donde se utilizan voces ajenas, resaltándolas e, incluso, pariodiándolas, como resulta con el texto “Arriba las palmas por 1810”, parodia de la estructura del poema, también paródico, de Elvira Hernández, La bandera de Chile:

El Palacio de Bellas Artes (aplausos de Chile)
La Estación Mapocho (hurras por Chile)
La elección de Don Ramón Barros Luco (silbidos por Chile)
Las salitreras del norte (viva Chile mierda)
L a familia Toro ( Chile, Chile, Chile)
La Fiesta del Centenario (chi, chi,chi, le, le, le)
La Revista Sucesos, la Zig-Zag, El Mercurio (viva Chile!)
El embajador de Francia (viva Chile, viva Francia)
Los colonos y sus estancias (por chilito lindo)
Las hermanas Qawashqar (_____________)
Los hermanos Selknam (____________)
Los hermanos Yámanas (____________)
Ya pues, no sean fomes (así así así)

Cabe acotar que los Qawashqar, los Selknam y los Yámanas fueron etnias indígenas no sólo extintas debido a la mezcla y al descenso de población originaria, sino que además durante gran parte de la democracia chilena fueron perseguidos, acosados e incluso se llegó a pagar por cabeza de hombre o mujer muerto, práctica incentivada por los colonos extranjeros y avalada por los gobiernos de la República. De esta manera, Rodríguez Saavedra no sólo reconoce la labor de sus directos antecesores, sino que se identifica con el rincón oscuro de los que no tienen voz, de los que permanecen en el margen, y y que han sido una de las grandes preocupaciones de las poéticas nacionales desde Carlos Pezoa Véliz. Es así como dentro de esta sección aparecen intencionadamente otras reverberaciones directas como la de Zurita, la de Gonzalo Rojas, la de Enrique Lihn, la de Pedro Lastra, la de Diego Maquieira y Rodrigo Lira, entre otros, mas potenciando el propio discurso.

Pero la poética del autor no se queda en ese puerto. Ya antes, al inicio del libro, en “Geografía presunta”, había surgido limpia de toda influencia directa, su propia e inicial voz, evolucionada gracias a las lecturas y la experiencia. En sus dos partes: “Nord” y “Sud”, que representan un país que por su delgadez casi no tiene  este ni oeste, la simbología, la metáfora, un tono propio, denso, inquietante, va llenando las páginas. “Nord” se nos presenta como un apéndice de la Comala rulfiana. Un apéndice poético calcificado, donde el nitrato resguarda del tiempo a los huesos. Huesos de los combatientes de la Guerra del Pacífico, que también son los huesos de los habitantes precolombinos y los huesos  de los que cien años después serán asesinados por la dictadura. No hay que olvidar que este libro se ubica en el centenario. Es una mirada al pasado desde el presente, como si el presente no existiera o, de existir, más bien se tratase de una película velada que proyecta el comienzo del siglo XX hacia el futuro. Aquí sería acertado el verso de Eliot “El tiempo pasado y el tiempo futuro, ambos están contenidos en el tiempo presente”, cuando el presente poético es “ayer”.

“Nord”, por tanto no es sólo un paisaje, también es el tiempo seco de la memoria que no quiere ser memoria, el lugar de los fantasmas que no queremos que vuelva, pero vuelven. Es decir, Comala. Donde Comala es también el territorio del lenguaje que dice lo que, existiendo, no quiere ser revelado, pero al mismo tiempo, sin renunciar a un lenguaje actual, como si ambos tiempos, el presente de ayer y el presente de hoy se superpusieran proyectando una película en tres dimensiones, porque en el poema todo se funde, todo tiene su lugar:

Mapa

hacia el norte
(arriba de tu mano si caminas)
hacia el sol que vino a quedarse
                                    en estas tierras
está comala.
se llega por la carretera j. rulfo
poco más acá del puente de arena.                                      
no hay cementerios. hay viento
que es más o menos lo mismo
en estos lugares.
no hay silencio. hay palabras
que se ahogan nonatas.
las voces que se escuchan
(si hay algo que puedas escuchar)
son carrasperas secas. cactus
que debemos armar espina por espina
como esos largos poemas                                                                        
que trajeron los griegos (se fueron
maldiciendo por lo agrio del vino.
por lo silente del suelo)
como te digo
hacia el norte (bajo tus pies
si caminas) está comala.
yo soy originario del sur
pero muchas veces he guardado
en su mutismo  –te mueres
porque quieres morir- me decían                                                         
por mujeres que sólo sirven para llorar
por libros que sólo dan tristezas
pero yo estoy bien entre sus letras idas
entre su confusión de juerga.
díganles a los que quise
que vine a quedarme –díganles
para que sepan donde
dejé mi voz

Este poema muestra dos cuestiones fundamentales en la nueva poesía de Rodríguez Saavedra: la primera, es una lejanía objetiva de aquello de lo que se habla, pero una lejanía que no deja de traspolar al lector cierto afecto. Podríamos hablar aquí de la influencia de la poesía objetual, pero se trata de una poesía objetual a la que se le ha dado una vuelta más de tuerca, porque al fin de cuentas es justamente eso, “la tuerca” la que termina siempre por entrar en la carne, dejar una muesca en el hueso del creador/lector. La segunda, es un tema que siempre ha rondado su obra, pero ahora si cabe, de manera aún más clara: la preocupación por el que está fuera de la historia. Hay una voluntad de cronista en sus versos, de un cronista que no solo nos muestra con cierta objetividad aquello por lo que clama, sino que también está comprometido con ello y nos deja ver ya no solo ,lo que nos han contado y se ha olvidado, sino lo que nunca nos han contado, esa parte silenciada de lenguaje que sólo el poeta puede hacer suya desde el estremecimiento.

Pero el poeta también es capaz de mirarse a sí mismo. Esta reconciliación con el yo, esta aceptación plena del poema, no solo como elemento lírico o testimonial, sino donde el yo es una proyección de los otros, de lo otro, afirma su poética. Ese yo que se había diluido en otros yo en libros anteriores, aquí vuelve a surgir con fuerza. Pero no para “cantarse a sí mismo”, sino para ofrecernos un rostro caleidoscópico, capaz de ser uno y todos a la vez. Es decir, un yo extrañado, un yo posmoderno, que duda de sí mismo, pero que al mismo tiempo, desde esa incertidumbre, construye un lugar –un lenguaje- donde habitar, al mismo tiempo que se construye a sí mismo (y qué es uno mismo y qué son los lugares si no somos una mismidad de lenguaje, una geografía de lenguaje):

34

Pronto amanecerá. Los contornos de
la ventana se dibujarán en la ventana
y la forma del bosque tendrá aspecto
de árbol. Las búhas cerrarán minúsculos
ratones en sus anchas tráqueas. Una
esquina abandonada se iluminará
por unos minutos diciendo “este polvo
tiene mi nombre”, así la otra mitad
de la mesa, el otro lado de una taza,
el detrás de una sombra cansada, hasta
que se vea una cama regresando de
su pesadilla, la almohada sin sueño,
los pelos que ha desprendido lo oscuro,
mi otra cara.

Sergio Rodríguez Saavedra ha ido elaborando, desarrollando una voz propia en medio de un país cuya geografía está llena de poetas; es allí, donde no sólo es necesario escribir, sino aparecer para ser considerado. Se ha mantenido fuera de los focos, alejado de los movimientos de grupos, promociones o autopromociones, haciendo un trabajo que no sólo ha estado centrado en su poesía, sino en la difusión de otros autores, como antólogo y editor de Santiago Inédito. A pesar de esto, su obra no ha sido rastreada, quizás porque el país carezca de una crítica cultural real e, inclusive, de periodismo cultural; quizás porque a él tampoco le haya interesado aparecer, lo que demuestra que los poetas a tener en cuenta no siempre están bajo los focos, sino que a muchos hay que rastrearlos, buscarlos, como se hace con el buen metal, con las piedras preciosas.

Se trata de un creador que ha sido capaz de evolucionar y ponerse en duda sin renunciar a ese compromiso que tiene todo poeta verdadero con su palabra: cifrar algo en lo que los demás no creen, algo que los demás ya no ven, aunque sea un canto hacia al vacío, una zambullida en el mar de la desolación. Se trata de un creador no sólo coherente, sino con un lenguaje que salta por sobre su propia coyuntura para volverse universal, un poeta que ha sabido reconocer que la mímesis es un medio pero que solo en la propia voz, su propia habla, su oralidad, el traje de todos los días, alcanzan para decir el mundo que estando, que estremeciendo, ya casi no vemos, con el que casi no nos estremecemos:

pequeño es el mundo para el destino. y ciertamente
el pasado limita más allá del polvo. esto lo aprendimos sin mirar atrás
cuando la uva en la cocina estaba al alcance de los pájaros
cuando esta palabra significaba llamarte para tomar un vino
por la tarde. luego recordar aquel cedro plantado sobre las páginas
del libro perdido y volver a concluir que si encontramos el árbol
leeríamos nuevamente lo que dice el cielo de octubre. cosas extrañas
de poetas románticos y profesores aficionados a filosofar
ningún dios en la carretera. ningún siglo en especial
la cancha de fútbol esperando por los jugadores ya ebrios
la tecnología al servicio de un recital de inti illimani en parís
pequeño es el mundo para el destino. el cielo cabe en la palabra
cielo. la espalda de una hembra limita con la piel extendida
del deseo. estamos en el anverso del camino. estamos para
este momento y no otro. efímero. tan efímero el roce de la piel
en otra piel. la mano en otra mano. la tinta mendicante en
cientos de páginas que dispersó la brisa. pequeño es el mundo
y nuestros pasos. sí. menos que una semilla

 

(1) Boxeador chileno muy famoso en los primeros ’80. Disputó tres veces el Título Mundial del Peso Mosca.

(2) Pega: sinónimo popular de trabajo. En Argentina; laburo; en España: curro.



 



 

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