El libro comienza con un epígrafe de Mario Montalbetti que debería ser un preludio de la musicalidad de este texto, el nombre como identidad mutante, que cambia, se transfigura, a partir de los espacios donde aquella materia que constituye al hablante lírico, va apareciendo. Así surgen espacios donde el nombre, el verbo, el ser, va dejando su huella existencial, en el poema, Departamento, se intuye al amor como el simple límite entre dos sombras, o en el poema Plano de un suburbio, el tiempo es el que muta, envejece, y aquel ocultamiento del hablante tras la rabia: “Maldiciendo la / basura del hombre piso / algo que revienta y /denigra.” (p. 11), o la precariedad del poema sentado en la silla del comedor (p. 15)
Hay una oscuridad en estos versos, el desencanto, la perdida, la tristeza mortal del hablante que en vez de bosque, ve la cuerda del ahorcado: “Las nervaduras de las hojas disueltas en la invisible / voluntad de existir que hizo suya / con una soga de cáñamo y cierta tozudez del viento sur.” Años puestos sin explicación alguna: Un año 1947, otro año, 1973, otro año, 2006… “cosas vistas /sin realidad” (p.13).
Se requeriría aún más estudio para comprender esta idea de colores que van tiñendo las páginas: óxido, coloraciones, decoloraciones, azul que muta en añil cuando un gris se les interpone… “hay lluvias azules / en una ciudad gris” (p.14), dice el hablante, la Degradación en rojo, rojo y pecho naranjo del chucao, rojo y cartel de la Coca Cola, rojo en la “… mirada que balancea su cuerpo” (p. 40).
No, aquello no es suficiente, el hablante nos lleva a sumirnos en otro tipo de espacios, los No espacios, los deshabitados, los dictatoriales, las aspas de los helicópteros de Operación rastrillo o Incompleto, donde las hélices se tornan en libélulas o tábanos, o en cajas de música o años perdidos, en óxido. Hay algo de impotencia ante la modernidad, y los engranajes de estas materias en tránsito aparecen tenues, en este poemario sutil y triste, el óxido carece de la fuerza obrera, como sí lo tiene en el libro de Marcelo Arce, donde aquel elemento configura la lucha, el trabajo, la rebelión, sino que en este poemario, ese óxido es color sepia, pátina de los recuerdos, incluso degradación, una materia que se ha tornado en los dedos hábiles de Rodríguez, en memoria, por eso nos resulta inteligible que los años, que primero parecían puestos sin explicación alguna, cobrarán luego sentido.
1947 y el abuelo que trae una herencia genética y el miedo a la repetición, para “mencionar [a] las familias que se fueron / y las que no regresaron” (p. 19), para recordar como la familia, en aquel 1947 emigró “…sin familia en su interior.” (p. 31) o, 1973, y los graznidos que quedan por fechar, con esos “… datos irrefutables / el río que arrastrándose, desaparece” (p. 37) el exilio que trae aparejado, sin que sea necesario decirlo en: Los que regresan de Suecia, y la muerte tras la palabra helicóptero. Luego, el año oculto, pero sin olvidar, 2006, año que siento balancearse, como aquel cuerpo en el bosque degradado.
Es la historia del hablante tras los versos de este poemario, la Constitución el 80´, la sin amor, la modernidad y la compra en AliExpress, Wharhol como materia de consumo (p. 47) y el imprevisto Casi epílogo (p. 51) y su promesa de incendio.
He postergado algún tiempo esta reseña, porque sólo era posible terminarla en esta tristeza de tarde invernal, porque… “Las certezas tardan meses, años / en desplazarse junto al viento” (p.53) pero aquello es sólo una mera promesa, pues en esta época de guerras, tumultos, monstruos como gobernantes, el viento no permanece, tampoco las certezas.
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Sergio Rodríguez Saavedra, ed. 13 Mirlos EDITORES y MAGO Editores, Santiago, 2023.
Por Eleonor Concha