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Nombres propios de Sergio Rodríguez Saavedra
Madrid: Amargord, 2017. 90 páginas.
Por Gracia Morales Ortiz
Universidad de Granada
Latin American Literature Today Nº3
University of Oklahoma
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Nombres propios es el título de la antología que Sergio Rodríguez Saavedra (barrio de Maipú, en Santiago de Chile, 1963) ha publicado recientemente en la editorial madrileña Amargord, con un estupendo prólogo de Julio Espinosa. El poeta chileno viene a unirse, así, a la ya amplia nómina de voces actuales, bastantes de ellas latinoamericanas, a las cuales los lectores españoles estamos pudiendo acceder gracias a la labor de esta editorial.
Sergio Rodríguez Saavedra pertenece a una generación que él mismo ha definido como “la generación apagada”, pues tuvo que asumir, en su juventud, las consecuencias del “apagón cultural” que sufrió su país durante la dictadura pinochetista. El desaliento de esta etapa vital deja una huella profunda en su voz poética, donde la presencia de lo gastado, de la ceniza, de las cicatrices, son elementos constantes.
Ha publicado hasta la fecha ocho poemarios: Suscrito en la niebla (1995); Ciudad poniente (2000); Memorial del confín de la tierra (2003); Tractatus y mariposa (2006); Militancia personal (2008); Centenario (2011); Ejercicios para encender el paso de los días (2014); y Patria negra, patria roja (2016). Con ellos ha obtenido diversos galardones en su país, en el cual la práctica poética sigue sobresaliendo por su calidad, su riqueza y su capacidad de riesgo. Es además profesor y desarrolla una labor muy importante como gestor de proyectos literarios en su ciudad: organiza talleres y presentaciones de libros, ha impulsado el periódico literario Carajo o la editorial Santiago inédito, etcétera.
En la antología Nombres propios se recogen poemas de todos los libros citados anteriormente; funciona así como una magnífica invitación a recorrer su obra y descubrir la riqueza de formatos y de temáticas que maneja. Se trata, además, de una selección ordenada desde el libro más reciente hasta el más distante en el tiempo, de tal modo que al transitarlo estamos realizando una especie de viaje a la semilla carpentierano. Vamos hacia atrás, hacia el pasado, caminamos hacia la memoria. Y este elemento, la memoria, el rescate de la memoria, va a ser, según veremos, uno de los elementos clave de todo de la voluntad creativa de Sergio Rodríguez Saavedra.
Es difícil realizar una reseña que cubra por entero una antología como Nombres propios, donde se recogen textos de ocho libros. Y, sin embargo, no me resisto a apuntalar aquí algunas cuestiones centrales de este muestrario poético, ya que bajo la aparente diversidad creo posible intuir una honda coherencia interna.
El título ya nos ofrece algunas pistas elocuentes: en algún momento, Sergio Rodríguez sopesó el título de “Propio nombre” (según me comentó él mismo), pero terminó decantándose, finalmente, por “Nombres propios”. El juego de estos dos sintagmas me va a servir para hilvanar una de las características esenciales de la voz poética de este chileno, que la crítica ha destacado en varias ocasiones y que el propio autor pone de manifiesto en algunas de sus entrevistas. Así afirma: “Para mí es determinante el hablante, su emoción, su historia es lo que intento transmitir, de ahí que muchas veces ocupe diversas voces, las que vienen a usurpar el sitio del que no pudo hablar –un boxeador, un brujo machi, un hombre que ha perdido la ilusión. Y para establecer ese perfil acopio toda información, la que después voy personificando hasta dar con una experiencia que se sienta viva. En resumidas cuentas, si no hay historia no hay poema.”
Historias. Historias de otros que se vuelven propias, en el sentido de que se bucea en ellas hasta encontrar una voz auténtica. De ahí el uso de coloquialismos, de términos específicamente chilenos, que dotan a ciertas composiciones de una expresión muy personal, cercana a la oralidad o al ritmo trepidante del soliloquio.
El “propio nombre” de Sergio Rodríguez Saavedra, que aparece también explicitado en un poema como “Y preguntas quién soy”, cede su espacio a una multiplicidad de “nombres propios” (entre los que se encuentra una especie de alter ego: Santiago (como su ciudad) Rodríguez. Se trata de personajes, a veces masculinos, a veces femeninos, que evidenciarían lo que Unamuno llamó la intrahistoria, o, quizá mejor, deberíamos decir la “subhistoria”, esa que no suele escucharse, la que suele quedar silenciada bajo el discurso de los vencedores.
Por otra parte, estas figuras, en ocasiones, resultan ser habitantes de la ciudad presente, habitantes insomnes, buscando una razón para seguir viviendo; pero, en otras, lo que escuchamos son voces remotas, voces del pasado que siguen latiendo como semillas o señales orientativas.
Y entramos aquí en otro de los elementos centrales de la poética de Sergio Rodríguez Saavedra, que ya anunciamos: “la necesidad personal y política de poseer memoria”, según sus propias palabras. Personal porque, como dice uno de sus poemas de Centenario: “cuando los puntos cardinales se extravían / Debes usar el recuerdo”.
Pero también es una necesidad política, y entonces la memoria no funciona sólo como brújula sino que implica la recuperación poética de esa experiencia colectiva y atemporal de los desheredados, a los que no referíamos antes. Por ejemplo, esto se nos apunta en el brevísimo texto con el que se inaugura la antología, mediante la presencia de fechas cuya significación debe intuir el lector: “Era el año del Señor de 1536, 1973, 2999. / Solo un día, un día más –le pedí– para dejar de sangrar.”
Esa ida hacia otras voces configura también la tendencia de algunas composiciones a la intertextualidad, donde descubrimos cierto enlace con lo posmoderno: Neruda, Kafka, Darwin, Odiseo, Pedro de Valdivia, el boxeador Martín Vargas, etc., también poblarán estos poemas, como fugaces presencias que acompañan al poeta, con sus nombres propios.
Para terminar, habría que apuntar que no todo es desolación en esta antología: también está presente la belleza. Rabia y belleza: estos son, en palabras del autor, los dos motores fundamentales de la poesía del siglo XX. Y también están en Nombres propios. Sin duda, la belleza tiene su propio espacio en la recreación lírico del paisaje, pero también en el sentimiento amoroso, en la presencia calmante de la compañera, a la que se desea y en cuyo sueño puede vivir, a veces, el personaje poético: “Voy a soñar contigo esta mañana. Voy a soñarte toda vidrio y ofertas en la distribuidora, toda sencillo y boleto en las micros que llevan del mar al cerro y bajan como si viesen fantasmas en cada curva. [...] y cuando vuelva todo dormido en el sudor del día te seguiré soñando soñando hasta que despierte contigo esta noche”.