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HABLEMOS DE UN NOMBRE PROPIO
(Prólogo a Nombres propios de Sergio Rodríguez Saavedra, Amargord Ediciones, Madrid, 2017)

Julio Espinosa Guerra


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Entre el año 1960 y el año 1962 Hans Magnus Enzensberger al hablar de “un idioma universal de la poesía moderna” consideraba que se daban las condiciones para la existencia de un diálogo “universal contemporáneo/simultáneo” entre los diversos poetas, al menos, de una misma lengua e, incluso, de lenguas distintas. En un par de antologías he citado esta misma idea y he señalado que es una cuestión que no se da necesariamente. Pero de un tiempo a esta parte, pienso que ha comenzado a suceder todo lo contrario. La Red de Redes está plagada de autores que se dicen poetas y no existe ningún criterio para separar el grano de la paja. Hoy en día el mejor poeta es el que se sabe mover por las redes sociales, el que más aparece, el más ocurrente. Importa poco, en este mundo global, aquello que se cuece en los hornos. Lo que importa no es ni siquiera el sabor del pan. Es el eslogan del escaparate el que da el estatus. Y si no tienes un escaparate renovado, siempre al día, difícilmente, aunque tu pan sea el mejor, alguien lo probará.

Sergio Rodríguez Saavedra (Santiago de Chile, 1963) es un creador que nunca se ha sentido cómodo en medio del ruido, incluso habiendo participado como colaborador de la Sociedad de Escritores de Chile o como crítico en diversos medios de comunicación. Por lo mismo, no es un poeta que se haya volcado, como muchos otros, en la autopromoción, ni tampoco se ha unido a grupos donde cada cual habla del compañero en blogs y revistas virtuales o reales, haciendo algo parecido a la crítica, que no es más que una máscara que los ayuda a ir ganando espacios en el medio literario. Debido a ello, ha demorado más tiempo en dar el salto a espacios internacionales, pero es, en vez de restar valía a su obra, demuestra el trabajo (siempre, antes que el ruido, el trabajo silencioso) que hay tras toda su creación.

La carrera de Sergio Rodríguez Saavedra ha sido la de un maratoniano avanzando por una pista donde sólo hay un carril ocupado –el propio– y donde los espectadores son pocos y están más atentos a la falda de la vendedora de churros o palomitas de maíz que a lo que pueda entregar ese corredor compitiendo contra sí mismo. Aunque también es cierto que algunos de esos espectadores nos hemos mantenido fieles y hemos observado los avances, los cambios, los matices de una obra que ya es madura y propia.

“Nombres propios” es una antología que recoge poemas de cada uno de sus libros y es un buen ejemplo de su trayectoria y su búsqueda, que en cada publicación ha ido indagando en el escurridizo terreno del lenguaje. En ella podremos leer poemas que van desde “Ejercicios para encender el paso de los días” (Mago, Santiago, 2014) hasta su segundo libro, “Ciudad poniente” (Leutún, Santiago, 2000), pasando por “Centenario” (Santiago Inédito, Santiago, 2011), “Militancia personal” (coedición Mago/Carajo, Santiago, 2008), “Tractatus y mariposa” (Mago, Santiago, 2006) y “Memorial del confín de la tierra” (Quimantú, Santiago, 2003). Una muestra representativa no solo de su poética individual, sino de la evolución del autor, mas también de sus temas fetiches.

Heredero de los autores de la llamada Generación post' 87, los textos de Rodríguez Saavedra, sus primeros poemas se llenan de una imaginería urbana que refleja bien el Santiago y el Chile de los primeros años de la democracia, todavía muy gris y con resquicios de la dictadura por las esquinas; un Chile lleno de sitios baldíos, pero donde las glorias de antaño van pasando al olvido con la misma rapidez con la que el sistema económico instaurado por los “Chicago Boy's va aniquilando los sueños de un país más justo y propiciando las mentalidades más competitivas, de los “tipos listos”, por sobre las más capaces, de las mujeres y los hombres más inteligentes. De esta forma, es fácil encontrarse con figuras que arrasó la crecida de las aguas y se quedaron en un lugar sin lugar, en una “atopía”, bailando su viejo baile, boxeando contra nadie.

De esta forma, va ahondando, texto a texto, libro a libro, en esa máxima tolstoiana de “describe tu aldea y describirás el mundo”. Es así como su poesía nos muestra la ciudad cuando deja de ser ciudad, no porque no haya construcciones, sino porque los constructores de la ciudad ya han dejado de verla. Se trata de la ciudad de los suburbios, la ciudad de los que tienen que recorrer una, dos horas por carretera antes de llegar a sus trabajos, la ciudad de los que aún viven en casas de cuarenta metros cuadrados, con calles sin asfaltar, con las farolas que no alumbran la noche: ciudades dormitorio, ciudades que no existen más que de noche y por algunas horas, ciudades olvidadas, poblaciones fantasmas, lugares que solo se llenan de lenguaje a la hora en que se encienden las bombillas.

Para lograrlo, su voz se permea de las voces de otros. Pareciera que Rodríguez Saavedra requiere probar diversas fórmulas, realizar una indagación personal de otros puntos de vista ya existentes en la poesía chilena que, de alguna forma, han tocado tangencialmente aquello que a él le interesa verbalizar. Es así como son reconocibles giros que pertenecen a Raúl Zurita, Gonzalo Rojas, Guillermo Riedeman, Enrique Lihn, Jorge Teillier. Tras esta voluntad está el germen de una escritura otra, una escritura más propia, más personal, pero que no renuncia a la tradición, cuando la tradición, en Chile, a diferencia de otros lugares del mundo, también es ruptura.

Al mismo tiempo, el poeta no abandona su inquietud por nombrar aquello y a aquellos que no tienen lugar dentro de la “historia oficial”. Esta radicalización en el discurso, que no llega a ser nunca proselitista ni panfletario, lo aleja por momentos de su tono más personal e intimista, provocando en la escritura una sensación de extrañeza simbólica, donde el yo poético, a pesar de seguir siendo lírico, casi nunca se identifica con el yo del autor, sino con unos yo otros, partes de una poesía chilena ya susurrada por autores anteriores, pero no escrita del todo. Es la página propia escrita por otro o la página de otro escrita por uno, que nunca hipoteca la inquietud temática y emocional del poeta.

Podríamos decir que esa lectura propia, esa mala lectura de sus pares que ha hecho el autor, además de mixturarse con la propia voz, lo reconcilian y lo devuelven a su propio lenguaje, a su propio decir. Es por eso que su obra presenta a un poeta hermanado consigo mismo, el poeta que ha bebido de otras fuentes, pero ha hecho suya el agua y el sudor: la referencia sutil a unos recursos “prestados” pero que en el poema se hacen totalmente propios. Es más, se trata de tomar prestados esos recursos de sí mismo, de un “sí mismo” anterior, de esa su “primera escritura” e ir más allá, o más acá, en la potencialización de la propia voz.

Es gracias a toda esta trayectoria que en los últimos libros Rodríguez Saavedra logra sacar una voz más poderosa, más particular, incluso más segura, donde lo lírico y lo urbano, los giros del habla y de la estructura quedan como un sustrato, una base para afianzar los textos. Y desde allí pasa a identificar su obra con el rincón oscuro de los que no tienen voz, de los que permanecen en el margen, y que han sido una de las grandes preocupaciones de las poéticas chilenas desde Carlos Pezoa Véliz, pero no para quedarse estancado en estas referencias, sino para dar un nuevo giro, donde el lenguaje se torna la sustancia del propio poema y la realidad cambia según el tratamiento que se le dé. Es así como la simbología, la metáfora, un tono propio, denso, inquietante, va llenando las páginas. La poesía de Sergio Rodríguez deja de ser solo paisaje para representar el tiempo seco de la memoria que no quiere ser memoria, el lugar de los fantasmas que no queremos que vuelvan, pero vuelven. Es decir, Comala. Donde Comala es también el territorio del lenguaje que dice lo que, existiendo, no quiere ser revelado, mas al mismo tiempo, sin renunciar a un lenguaje actual, como si los tiempos del recuerdo y la cotidianidad se superpusieran, proyectando una película en tres dimensiones dentro del propio texto poético.

Surgen dos cuestiones fundamentales de su poesía última: la primera, es una lejanía objetiva de aquello de lo que habla, pero una lejanía que no deja de transpolar al lector cierto afecto. Podríamos hablar aquí de la influencia de la poesía objetual, pero se trata de una poesía objetual a la que se le ha dado una vuelta más de tuerca, porque al fin de cuentas es justamente eso, “la tuerca” la que termina siempre por entrar en la carne, dejar una muesca en el hueso del creador/lector. La segunda, es un tema que siempre ha rondado su obra, pero ahora si cabe, de manera aún más clara: la preocupación por el que está fuera de la historia, por lo que está fuera de la historia. Hay una voluntad de cronista en sus versos, de un cronista que no solo nos muestra con cierta objetividad aquello por lo que clama, sino que también está comprometido con ello y nos deja ver ya no solo lo que nos han contado y se ha olvidado, sino lo que nunca nos han contado, esa parte silenciada de lenguaje que solo el poeta puede hacer suya desde el estremecimiento.

Pero el poeta también es capaz de mirarse a sí mismo. El yo, que se entiende como proyección de los otros, de lo otro, afirma su poética. No se trata de un yo que se “cante a sí mismo”, sino que nos ofrece un rostro caleidoscópico, capaz de ser uno y todos a la vez. Es decir, un yo extrañado, un yo posmoderno, que duda de sí mismo, pero que desde esa incertidumbre, tiene, construye un lugar –un lenguaje– donde habitar, al mismo tiempo que se construye a sí mismo (y qué es uno mismo y qué son los lugares si no somos una mismidad de lenguaje, una geografía de lenguaje).

Sergio Rodríguez Saavedra ha ido elaborando, desarrollando una voz propia en medio de un país cuya geografía está llena de poetas. Fuera de las modas y las tendencias, ha creado una obra sólida, que merece ser conocida por los lectores que buscan autores capaces de mostrar el mundo desde un lugar que aún nos parezca original, pero al mismo tiempo, propio y nuestro.

Se trata de un creador no solo coherente, sino con un lenguaje que salta por sobre su propia coyuntura para volverse universal, un poeta que ha descubierto que la propia voz, su propia habla, su oralidad, el traje de todos los días, alcanzan para decir el mundo que estando, que, estremeciendo, ya casi no vemos, con el que casi no nos estremecemos. Un autor y una obra que merecen más que ser leídos, ser disfrutados por lectores que no se conformen con la masa informe de textos que se despliegan por el mundo virtual. Un nombre propio, al fin de cuentas.


 

 

 

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