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Poesía chilena: la obra sin fin

Por Sergio Rodríguez Saavedra

 

Un profesor italiano de visita en Santiago me interroga por Pablo Neruda, la casa de Neruda, los amores, las calles y su mundo, sólo se contraría un poco cuando le aclaro que Il postino de Antonio Skarmeta en realidad se llama Ardiente paciencia, y que no hay muchos seguidores entre los jóvenes –y entre los viejos- le aclaro para no quedar fuera, pero sí su presencia tutelar. Le cuento la anécdota de Pedro Lastra, que hace un año atrás, en la librería de la Editorial Universitaria, recibiera un sobre por mano de Hernán Loyola en cuyo interior venía un libro de Neruda, autografiado para él, pero fechado en 1973. Una cadena increíble que el tiempo cerró treinta y seis años después, porque así son los afectos de un poeta.

Le gusta que las calles, los centros culturales, alguna plaza lleve su nombre, aunque le extraña la falta de monumentos. Me enumera una larga lista de ellos allá en Milán. Me nombra autores chilenos que sabe divagando por el mundo. Algunos amigos mutuos. Me regala Nuove poesie d’amore (Crocetti Editore, 2010) sorprendiéndome con la presencia de Gonzalo Rojas y Francisco Véjar entre medio de un Czeslaw Milosz, un Allen Ginsberg, un Antonio Gamoneda. “La poesía chilena está en muy buono pie”, replica al ver mi asombro, me interpela porque a su juicio la crisis del lenguaje ocurrió en Europa, y es Latinoamérica la llamada a reconquistar el espacio de la lírica. Le dejo pontificar, porque en el fondo pienso que nos hace falta varios siglos más para emitir juicios con todas las cartas en la mano. Le apunto que Rojas está, por lo que dice, delicado de salud, aunque el invierno pasado en la Feria del Libro de Linares, leyó bajo una carpa mojada por esos temporales sureños, mientras que Véjar ha editado un libro de crónicas, Los inesperados, donde alude a gran parte del mundo que se viviera en nuestra cultura sólo hasta algunos años atrás. Él conoce algo de Uribe, Volpe, ciertamente a Parra y Raúl Ruiz. Atino a agregarle a Jorge Teillier, detallo parte de su obra, su principio de fuego, su final de ceniza. “También ocurre en Italia” me dice, “aunque se lee y se publica más”. De hecho me aclara que en la misma revista de Nicola Crocetti ha leído a los nuestros, que tiene distribución sobre los veinte mil ejemplares. Nuevamente prefiero callar.  Me nombra algunos profesores que se han dedicado a la traducción (Cristina Sparagana, a propósito de los chilenos), cosa que a él le interesa en estos momentos, una de las razones de su nuevo viaje a Chile junto con una visita pendiente a Chiloé, lugar que no alcanzara la vez anterior, pero que guardó  celosamente en su memoria.

A modo de deferencia le cuento de la importancia de Dante en la propuesta zuritiana y la admiración de Armando Uribe Arce por Eugenio Montale, sobre todo su Ossi di seppia. Debo explayarme más sobre el tema porque quiere tomar algunas notas, que dadas mis generalidades, creo de poco le servirán, pero los italianos son obcecados y retoca antecedentes sin acotar fechas, pidiendo otro sauvignon, persiguiendo cierta frase dicha por azar.

Nos despedimos cuando ya la tarde se queda oscura. Le dejo en la Estación Santa Lucía con un abrazo a lo Novello –su familia. Le vuelvo a agradecer por Nuove poesie d’amore. Regreso a casa con esa extraña sensación de que somos parte de un mensaje que va más allá de unas palabras. Que hoy debo buscar Lussuria (El fornicio)Stanza d’hotel (Pieza de hotel) –otro día me enteraré que continúa inédito-, algo queda: un buen momento, un sonido en lengua de sabor ancestral, poemas cruzando nuestro calendario y su mar, otro libro para reventar la madera –lo dije- una extraña, pero agradable sensación.


 

 

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