Proyecto Patrimonio - 2020 | index | Autores |






 



Entrevista con George Steiner
LAS HUMANIDADES EN EL MUNDO DE HOY

Por Felipe López Veneroni
Publicado en La Gaceta (México) N°332. Agosto de 1998



.. .. .. .. ..

En su ensayo En el Castillo de Barba Azul, usted señala que el "abrir puertas, es el trágico mérito de nuestra tradición". ¿Hemos llegado a ese punto en la historia en que, más bien, estamos comenzando a cerrar las puertas, especialmente en lo que toca al pensamiento humanístico?
—No. Seguimos abriendo puertas. Más en las ciencias que en las humanidades. Las puertas de las ciencias, que están conectadas con la creación artificial de la vida, con el rediseño genético de la persona humana, o con la posibilidad de destruir el planeta por medios nucleares o por la vía de la guerra bacteriológica, son puertas que, de abrirse, realmente podrían llevarnos al aniquilamiento de la humanidad. Es la primera vez en la historia del hombre que esa terrible fantasía apocalíptica se puede convertir en una realidad, una realidad práctica y empírica.

En las humanidades, en cambio, yo me atrevería a decir que hay varios temas tabú, muy peligrosos. Por ejemplo, la relación entre raza y ciertas facultades o capacidades humanas. Desde luego es una pregunta que tiene una orientación científica, pero también tiene un lado humanístico y filosófico. Pero recuérdese, las humanidades hoy están prácticamente abocadas en su totalidad a ver hacia el pasado. Nunca antes en la historia del pensamiento humanístico había sido esto tan cierto como hoy.

Con base en los datos más recientes, observamos que en la radio de calidad de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, por ejemplo, 96% de la música que se programa fue compuesta antes de 1900... ¡96%! Nuestros museos hoy son más grandes que nunca, repletos con obras del pasado, nuestras ediciones sobre los grandes clásicos del pasado son más voluminosas y están mejor informadas; vamos, yo lo he planteado de la siguiente forma: intuitivamente, en la cultura occidental (y eso incluye a la gran civilización mexicana), presuponemos que ya no habrá un nuevo Mozart, o un nuevo Shakespeare o Dante o Goethe.

Ésta es una lógica idiota, porque mañana mismo podríamos tener un nuevo genio de esa estirpe. Pero, en el fondo, realmente no pensamos que esto sea posible. Y este escepticismo autoasumido significa que nosotros los humanistas siempre estamos caminando con la cabeza vuelta hacia atrás, nuestra mirada fîja en la puesta del sol. Somos, en realidad, archivistas de museo. Eso, por supuesto, es una diferencia fundamental con los científicos.

Usted ha tocado el tema del arte. ¿Puede decirse que la producción artística contemporánea se encuentra divorciada del gran público, de lo que la gente por lo general consideraría algo valioso y con sentido?
—Permítame ser muy cuidadoso en esto. tenemos que plantear una distinción. Cualquier niño hoy responde ante un Picasso. Y la forma en que esto sucede es muy interesante. Cuando Picasso comenzó a exponer su obra, gente como usted o como yo señalábamos que había siete narices, ocho ojos, que era algo absurdo. El niño dice, en cambio, es como en un programa de televisión: esa mujer está girando su cabeza. El niño no tiene problema alguno para comprender esa forma de movimiento "congelado", para relacionarse con la multidimensionalidad simultánea en la obra de Picasso. Por ello, es difícil decir que el arte que hoy se nos presenta como problemática en cuanto a su significado o su forma no pueda convenirse, en un lapso breve, en algo clásico. Para la mayoría del público hoy, Stravinsky ya no representa ningún problema. Quizás no guste, pero desde luego se admite su grandiosidad.

Yo plantearía el problema en otros términos. Picasso utiliza mil formas pictóricas del pasado: Velázquez y Manet, Goya y Fra Angélico. Picasso es la antología más grande del arte occidental. Es como si un artista dijera, "yo seré el museo del pasado total. A través de mis obras, se podrá conocer la historia de toda la pintura, desde lo rupestre y los altorrelieves griegos, hasta lo más actual". Si se ha dado alguna obra realmente nueva, realmente distinta... no lo sé, tal vez esté equivocado, pero pienso en Bacon. Posiblemente la obra de Bacon sea algo realmente terrible y nuevo. Es un tipo de pintura horrorizante que no se encuentra prefigurada o expresada en Picasso. Bacon ha dado un paso diferente.

Sin embargo, si usted me preguntara cuáles son las grandes formas creativas, plásticas, de la actualidad, seguramente son el cine y la televisión. Es decir, estamos ante una situación completamente distinta. Yo siempre le señalo a mis alumnos que Shakespeare habría sido el guionista de televisión más grandioso. No habría tenido reparo alguno ni ningún temor en utilizar ese medio, transformándolo, llevándolo a una metamorfosis completa. Somos un tanto esnobs en este asunto, pero en realidad la gran pregunta que nos queda es si la producción mediática es efímera... Si la más grande producción televisual resulta efímera.

Ésa es la pregunta. ¿Puede verse una película más de tres o cuatro veces antes de que pierda un valor significativo para nuestra percepción interna? Uno puede leer un poema miles de veces, uno puede ver muchas veces una obra de teatro determinada, o apreciar un Rembrandt sin que éste agote todas sus posibilidades significativas Y esto es precisamente sobre lo que voy a hablar aquí, en México.

Es decir, mi tema se refiere a que nuestra relación tradicional con la muerte está cambiando. Que hoy en día la mayor parte de los artistas y quizás de un vasto público no podría sino reírse ante la pretensión, propia de los artistas de antaño, de que la obra trascienda al creador, que permanezca en el tiempo o en el espacio más allá del momento mismo de su creación. Mis alumnos simplemente dirían ¿a quién demonios le importa eso? Nosotros queremos estar y agotamos en el presente, en el ahora. Por eso me atrevo a aventurar que quien mejor ejemplifica la ruptura radical en el arte contemporáneo es Marcel Duchamp y el artista francés de la autodestrucción, Tanguy, que elabora esas grandes estatuas en metal, diseñadas específicamente para colapsarse, es decir, para ser efímeras. Son un happening y Tanguy dice "no quiero ser inmortal. Quiero ser ahorita, una sola vez. Me importa tener un profundo gozo metafísico inmediato y para nada me interesa terminar, en un futuro, como parte del cementerio de un museo".

¿No es ésa una posición semejante a la que vaticinó Warhol respecto de los medios electrónicos, en el sentido de que éstos permitirán a todo el mundo alcanzar 15 minutos de fama mundial instantánea?
—Por supuesto Y eso es algo muy difícil de refutar. Sin una teología religiosa uno realmente no puede refutar esa posición. Después de todo, quizás estos artistas y estos jóvenes tengan razón. Pero los últimos dos o tres mil años, el arte occidental ha operado con base en la ambición de ser eterno, de sobrevivir y tal vez eso ha sido un gran error... No lo podemos saber.

Más allá de ser un campo académico, el pensamiento humanístico presupone una forma de concebir el mundo y de establecer, por así decirlo, una relación peculiar con el tiempo y la comunicación. En su artículo-conferencia sobre El fin de la cultura libresca, usted argumenta que las condiciones actuales de vida hacen poco menos que imposible establecer esa relación con el silencio, la concentración y el tiempo de reflexión propios de la lectura. ¿Se ha modificado en ese sentido el carácter del pensamiento o de la actitud humanística respecto de la cultura?
—Sí. La noción de cultura vigente se ha volcado hacia lo público, hacia lo colectivo, como algo más bien social. Cada vez hay menos intimidad, sólo aquellos que gozan de una posición económica desahogada pueden aspirar a cierta vida privada, al silencio, a la propiedad de sus libros y su espacio. La consecuencia de esto es la concepción de que ese tipo de relación con la cultura —encarnada en el acto de leer, por ejemplo, bajo ciertas condiciones de silencio y con el tiempo suficiente— corresponde a un mundo fenecido, propio de una elite cada día más reducida, y supone una perspectiva de cultura que ya no opera en nuestro mundo.

Los jóvenes hoy quieren estar juntos. Se asumen como tales en la multitud de un concierto de rock, de un rave. Éstos son prácticamente idénticos, no importa si se dan en Valparaíso o Murmansk, en Estocolmo o Johannesburgo. Aun sin compartir la misma lengua, estos jóvenes se entienden mutuamente, cosa que no podrían hacer a partir de un texto.

Es decir, sus espacios de relación y comunicación se dan en el contexto del éxtasis colectivo, propio de esta época del posjazz, incluso del posrock; se identifican en el mundo del heavy metal, del rave y del éxtasis. Decir que lo detesto, que más que música se trata del ruido de animales, no constituye una respuesta. Porque para muchos de estos jóvenes nada podría ser más aburrido que un concierto de Bach o una sinfonía de Mahler.

¿Podría pensarse entonces que nos estamos moviendo hacia formas de interrelación cultural más horizontales, más democráticas?
—La democracia es una palabra complicada. Yo diría, más bien, formas populistas y colectivas. Prefiero esos términos, porque dan una idea más exacta de que el principio, profundamente político, subyacente en esta actitud contemporánea es que cualquiera tiene el derecho —en el sentido warholiano del término al que nos referíamos antes— a acceder a ocupar un lugar (y a los medios para lograrlo) en el espectáculo público.

Ahora bien, uno de los aspectos más interesantes respecto de los raves —que, por cierto, también se dan aquí en México— es que, en otras formas de expresión cultural, por ejemplo, en un concierto de Toscanini, uno por lo general se sienta, se calla y escucha. Vamos, se trata de no hacer ruido, de no interrumpir la interpretación, ni siquiera con un ligero carraspeo. En el rave, en cambio, el público responde a y se mueve con cada nota. Es una suerte de colaboración activa que influye en (y se requiere para) el resultado final. Los participantes actúan dentro de un rito que ellos mismos ayudan a plantear y a ejecutar. No es el caso de un concierto de música clásica, o aun de jazz, en el que la suposición básica es que el espectador sea precisamente eso: alguien que no interviene, que debe guardar silencio. Para mí ésta es una diferencia política, una diferencia que está en el centro mismo de la política. No olvidemos que las formas estéticas son la expresión visible de las crisis políticas.

No quisiera adentrarme mucho en este asunto pero, de acuerdo con lo que usted señala, ¿no hay cierta relación entre estas expresiones colectivas como el rave y los mítines propios de los fascistas o los nacional-socialistas?
—O tal vez estamos presenciando actos rituales parecidos a los que se daban en la Grecia clásica... ¡cuidado! Vamos, entiendo el sentido de la pregunta y comparto esa inquietud, pero no quisiera ser tan contundente en esta apreciación. Quizás muchas de las formas artísticas más representativas de Occidente han tenido su origen en formas parecidas de abandono colectivo, en el que, para bien o para mal, existía un cuerpo común, una unidad corpórea. En los últimos dos mil años, la cultura occidental ha perdido esa corporeidad. Creo que eso ha terminado.

Cuando yo era un niño en el liceo en Francia, cuando era niño, nos enseñaron una sentencia de ese gran filósofo Alain, que dijo: "toda verdad es un olvidar el cuerpo humano". ¡Decirle eso a un niño es criminal! Es una sentencia profundamente socrática pero de carácter un tanto fascista; muy irónica, muy complicada. Sobre todo porque ahora sabemos, también, que toda verdad es un recuperar el cuerpo humano.

Muchos de los escritores de mediados de este siglo —pienso en Camus o Miller— presentan una imagen del hombre contemporáneo como alguien profundamente solo, incapaz de relacionarse con sus semejantes o de construir un espacio de significación para su vida.
—Sí, como en La Caída o en La muerte de un vendedor. Pero yo soy un tanto escéptico sobre esta imagen del hombre moderno. Siempre ha habido una enorme soledad. Rilke anduvo solo por el mundo, Kierkegaard no podía relacionarse con nadie... La soledad de Rimbaud o de Baudelaire... Hubo una gran soledad en Góngora. Lo que sí es nuevo es que autores como los que menciona vieron que, en el contexto de las dos grandes guerras de este siglo y ante el Holocausto y los campos de exterminio masivo, alguien que se considera como un ser profundamente moralista necesariamente es un solitario. Y esos dos escritores eran, en realidad, moralistas. Siempre he creído que incluso Henry Miller es uno de los puritanos norteamericanos más moralistas, en ese sentido tradicional de la cultura anglosajona.

Ahora bien, quienes hoy en día realmente entienden las motivaciones de la conducta humana, quienes mejor comprenden cómo está compuesto y estructurado el mundo, no son los escritores, los poetas, ni mucho menos los sociólogos o antropólogos, sino los publicistas. Los publicistas y la gente que trabaja en los medios electrónicos de entretenimiento masivo realmente captan el sentir colectivo actual, los deseos del público. Tal vez porque ellos mismos ayudan a moldear esos deseos, o tal vez porque han sido capaces de hurgar en los rincones más oscuros, más infantiles, de la percepción. Lo cierto es que, ante una transmisión de televisión, ante una serie de caricaturas o de comedias, la literatura, el arte o la música formal han perdido terreno. Poco o nada tienen que proponer.

Lo que estoy tratando de decir es que probablemente hoy no sólo haya tanto talento en el mundo como en otras grandes épocas, sino que ese talento ha encontrado una vía de canalización preocupante. Lo que asusta, en efecto, es la forma en que ese talento se aplica. Y qué duda cabe que los medios electrónicos son uno de los puntos de referencia más contundentes de cómo se aplican las nuevas formas de talento.

Me parece incluso que alguien como Shakespeare, de vivir hoy, no tendría ningún reparo en utilizar los medios electrónicos, en valerse de ellos para crear. Tal vez las líneas que escribió para Romeo y Julieta tendrían un efecto extraordinario en la venta de perfumes Bueno, en realidad, se están utilizando parlamentos de Romeo y Julieta para vender perfumes. Y es que, a final de cuentas, el arte va a donde haya dinero. No se puede vivir del aire. ¿No son los dueños de las grandes corporaciones de medios electrónicos los nuevos condottieri, los nuevos Medici? De hecho, ¿no son ellos quienes están produciendo las nuevas formas de riqueza?

Éste es precisamente el sentido de la última pregunta en relación con las humanidades en este mundo. Como nunca antes se cuenta hoy con una enorme riqueza, no sólo intelectual o científica, sino abiertamente monetaria y material. Sin embargo, la distribución social de esta riqueza no guarda un equilibrio social...
— ¡Caray! Los Estados Unidos tienen actualmente reservas de grano suficientes para alimentar a todo el mundo... Y, en efecto, más de la mitad de la población del mundo está padeciendo hambruna... Pero aquí hemos llegado a la pregunta medular que compete a las humanidades... Siempre ha existido injusticia; el mundo siempre ha estado dividido entre quienes tienen y no tienen. Lo que ha cambiado es que hoy tenemos más información que antes sobre esta inequidad. Hoy vemos, precisamente a través de los medios, todo lo que pasa de aberrante en el mundo: los niños muertos de hambre, la venta de esclavos, la tragedia cotidiana que diariamente viven millones de personas...

Podríamos hacer mucho al respecto. Pero no lo hacemos. Esto es lo que me parece terrible. Nuestro conocimiento actual sobre el estado del mundo es abundante. Y pudiendo hacer algo, realmente hacer algo para aliviar el sufrimiento, no hacemos nada o hacemos realmente muy poco. Y si no encontramos algún modo para equilibrar el bienestar —y por favor, no sólo entre el Norte y el Sur, sino aun dentro de los mismos países considerados como ricos, donde hoy tenemos graves deficiencias y, en buena medida por la política de gente como Thatcher, han resurgido enfermedades que no se veían desde la época de Dickens— algo realmente grave va a pasar.

Y esto es algo para lo que, me temo, las humanidades no han desarrollado una respuesta. Regreso al principio. Estamos tan ocupados con la belleza del pasado, con la gran literatura, con la filología, que nos olvidamos de la realidad que hoy vivimos. Podemos sentir la belleza en el Rey Lear, nos azoramos con los parlamentos de Cordelia. Los leemos en voz alta, opinamos, nos dejamos llevar por una melodía profunda. La clase termina y es como si saliéramos de un trance. Un trance que nos ha marcado emocionalmente y nos acompaña de regreso a nuestra casa. Y estamos tan profundamente inmersos en la elocuencia poética, que no somos capaces de escuchar a los que, desde la calle, nos piden ayudan, nos piden ser escuchados, a quienes no participan de esas formas de belleza.

Hay veces que pienso, pienso más que afirmar, que las humanidades deshumanizan. Cuando uno tiene la oportunidad de viajar por el mundo, como lo hago yo con frecuencia, es impresionante encontrarse con un vasto universo de carencias sociales, de carencias humanas. Tal vez, no hace mucho, esta gente desheredada, esta gente marginal, todavía tenía una esperanza. La modernidad, nuestro mundo de riqueza cultural y económica, los alcanzaría... Algún beneficio les brindaría. Pero ya no. Me temo que la paciencia de los jóvenes, sobre todo de aquellos que carecen de acceso a los bienes más concretos del bienestar (y no me estoy refiriendo a un automóvil de marca, sino simplemente a un par de zapatos), se ha agotado. Lo ven a uno y uno ve en ellos no a un congénere —dispuesto a dialogar o a escuchar algo sobre el Rey Lear- sino a un ser profundamente cargado de rabia, de odio.

¿Cuál es la respuesta a esto? No lo sé. ¿Pueden las humanidades, puede la literatura, ofrecer algo para comprender o paliar esta situación, este desequilibrio? Creo que no. Creo que estamos ya en la frontera de una nueva época, en la que no habrá mucho espacio para la cultura occidental tal y como la entendemos ahora. ¿Qué va a pasar, adónde nos dirigimos? Repito, no lo sé. Tengo 69 años y todavía hoy, a mi edad, es algo para lo que no puedo encontrar sino silencio.



 

* * *

 

 

 

 

Mi padre nació en el norte de Praga e hizo sus estudios en Viena. El apellido de soltera de mi madre, Franzos, sugiere un origen alsaciano, pero las generaciones más cercanas provienen de la comarca de Galitzia. Karl Emil Franzos, el novelista y primer editor del Wozzeck de Büchner, era mi tío-abuelo. Yo nací en París y crecí allí y en Nueva York.

No guardo recuerdo alguno de una primera lengua. En la medida en que soy consciente, poseo igual facilidad en inglés, francés y alemán. Lo que hablo, escribo o leo en otras lenguas ha llegado más tarde, y está marcado por ese aprendizaje consciente. Pero siento mis tres primeras lenguas como centros perfectamente equivalentes de mí mismo. Las hablo y escribo con la misma facilidad. Al evaluar mi habilidad para realizar mentalmente cálculos rutinarios en cada una de ellas, no se observan variaciones significativas en cuanto a la rapidez o la exactitud. Sueño con igual densidad verbal y excitación lingüística simbólica en las tres. La única diferencia reside en que el sueño adopta con mayor frecuencia la lengua que he estado practicando durante el día (pero en muchas ocasiones he soñado en inglés o en francés a pesar de encontrarme en un medio alemán y a la inversa). El empleo de la hipnosis para ensayar la ubicación de la "primera lengua" no ha tenido ningún éxito. El resultado fue trivial: se descubrió que yo respondía en el idioma del hipnotizador. Durante un accidente automovilístico, mi automóvil fue arrojado en medio del carril que venía en sentido contrario y al parecer grité una frase bastante larga. Mi esposa no recuerda en qué idioma. De otra parte, no es seguro que una impresión como ésta constituya una prueba relevante en cuanto a la prioridad lingüística. La hipótesis según la cual un impacto brutal desencadena el habla fundamental y más profundamente arraigada parte del principio de que existe un habla tal en las situaciones multilingües. Pude haber gritado en la lengua que acababa de emplear, un instante antes, o en inglés, pues ésa es la lengua que hablo con mi mujer.

Mi condición natural fue la de un polígloto, como la de los niños del Val d'Aosta, en el País Vasco, de algunas partes de Flandes o como la de los hablantes del guaraní y el español en el Paraguay. Como era una práctica habitual, a nadie sorprendería que mi madre empezara una oración en una lengua y la terminara en otra. En casa, las conversaciones se desarrollaban en varias lenguas no sólo dentro de las mismas frases o expresiones, sino también entre los hablantes. Sólo una interrupción o un sobresalto de la conciencia me hubiese llevado a caer en la cuenta de que estaba respondiendo en francés a una pregunta hecha en alemán o en inglés, o a la inversa. Pero incluso estas tres "lenguas" maternas sólo eran una parte del espectro lingüístico de mis primeros años. Grandes fragmentos de checo y de yiddish austriaco continuaban flotando en el idioma de mi padre. Y, más allá, como el eco familiar de una voz distante, estaba el hebreo.

Esta matriz políglota fue para mi mucho más que un azar de la situación privada y familiar. Organizaba, orientaba mi sentimiento de la identidad personal imprimiendo en ella el paisaje afectivo, formidablemente complejo y lleno de recursos, del humanismo judío de Europa central. La lengua era, tangiblemente, opción, poder de selección entre coordenadas y exigencias de la conciencia tan diversificadas como esenciales. Al mismo tiempo, la falta de una lengua materna única me ponía en cierto modo aparte de los otros niños franceses, confiriéndome cierta inmunidad extraterritorial ante la comunidad histórica y social que me rodeaba. Para quienes se han desarrollado entre varios centros, la idea misma de un milieu, de una raigambre singular o privilegiada, resulta sospechosa. Nadie viene de un "reino intermedio", cada uno de nosotros es el invitado de los demás. La sensación de que el castaño que estaba en el muelle fuera de mi casa era igual un marronnier que un Kastanienbaum (sucede que en inglés este árbol lleva un flambeau francés) y que estos tres esquemas coexistan, aunque en diversos grados de equivalencia y presencia concreta cuando yo pronunciaba la palabra, fue esencial para mi sentido de un mundo reticulado y compuesto de elementos solidarios. Por lejos que remonte mi memoria, he pasado por la vida sabiendo instintivamente que ein Pferd, a horse y un cheval eran idénticos y diferentes o que estaban situados en puntos diversos de una gama que iba desde la equivalencia más perfecta hasta la disparidad absoluta. La idea de que una de estas realizaciones fonéticas pudiese preceder a las otras o arrogarse el título de la más profunda era algo que no me venía a la cabeza. Más tarde llegué a adquirir las mismas reacciones ante un cavallo y un albero castagno.

Cuando empecé a reflexionar sobre el lenguaje, a saltar fuera de mi propia sombra, con la idea de escrutar la epidermis del adentro y del afuera, acto al que muy pocas culturas han estado dispuestas, empezaron a surgir preguntas elementales. Preguntas ineludibles si se tiene en cuenta mi propia circunstancia, pero que no carecen de un interés teórico mucho más amplio.

¿Disponía yo, a pesar de mi ineptitud para "sentirla físicamente", de una lengua madre, una Muttersprache verticalmente más profunda que las otras dos? O bien, ¿era exacto mi sentido de una paridad y simultaneidad completas? Las dos respuestas llevaban a modelos problemáticos. Una disposición vertical sugiere una sucesión continua de estratos. En tal caso, ¿cuál lengua está en segundo lugar, cuál en tercero? Si, por otra parte, mis tres lenguas son igualmente maternas y originales, ¿en qué espacio múltiple coexisten? ¿Podemos imaginarlas como un continuo sobre una suerte de cinta de Moebius que se corta a sí misma sin romper la unidad y la topografía específica de su superficie? ¿O es más exacto buscar despliegues e interpenetraciones dinámicas de estratos geológicos en un terreno modelado por múltiples sismos? ¿Las lenguas que hablo, luego de haberse ramificado en entidades distintas a partir de un solo centro que las empuja hacia lo alto, se combinan en diversos espesores, de modo que cada lengua se encuentra en contacto horizontal con las otras y al mismo tiempo se mantiene continua y sin fracturas? Ese mecanismo de envolvimiento sería constante. Y al hablar, pensar, soñar en francés, yo buscaría, para condensarlo y animarlo con la energía de reserva y los aportes del momento, el estrato o hendidura más "cercano" del componente francés en mi consciente e inconsciente. Bajo la presión de la generación y el estímulo reciproco (pues el francés también viene del exterior), ese estrato se "desdoblaría hacia arriba", convirtiéndose en la superficie monetaria, en el perfil visible del terreno mental. Un fenómeno semejante tendría lugar al volverme hacia el alemán o el inglés. Pero cada desplazamiento lingüístico o cada "nuevo pliegue" altera en parte la estratificación subyacente. Cada vez que una corriente de carga alcanza la superficie inteligible, el plano del lenguaje más recientemente empleado debe ser atravesado o envuelto. y la más reciente "corteza" rota.

 


_______________________________
Traducción de Adolfo Castañón
Tomado de George Steiner, Después de Babel, segunda edición, colección Lengua y Estudios literarios, FCE, 1995.



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2020
A Página Principal
| A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Entrevista con George Steiner
LAS HUMANIDADES EN EL MUNDO DE HOY
Por Felipe López Veneroni
Publicado en La Gaceta (México) N°332. Agosto de 1998