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EL DECIMO PLANETA DE STANLEY VEGA

Por Roger Santiváñez

ESTANDO por una brevísima temporada en Lima, diciembre de 2007 me tocó –de casualidad- conocer en el Queirolo al joven poeta Stanley Vega. Rápidamente una corriente de simpatía se instaló entre nosotros. No he vuelto a ver personalmente a Vega, pero hemos mantenido una relación epistolar cibernética desde entonces. Hace poco el poeta lanzó su libro Danza finita. En lo que sigue intentaré una lectura del poemario.

Lo primero que me llama la atención es el estilo. Ajeno al conversacionalismo a ultranza, así como a las nuevas tendencias filo-barrocas, Stanley Vega practica lo que podríamos llamar un retorno al canto. A la canción simple y sencilla, sin mayores afeites, pero dueña  de gran sinceridad y riqueza expresivas. En este sentido algo de Heraud resuena en su acompasado ritmo: “Sucede que también / los árboles viajan / hacia un lugar desconocido / y en las ventanas del tren / se asoma una húmeda tristeza/…/ Y todo sigue igual”.  La constatación de la inamovilidad del tiempo y de las cosas obsede al poeta, quien finalmente niega el mundo y la realidad: “Y es que a decir verdad nadie existe”.

Por supuesto que sólo el amor erótico lo salva. Y ésto nos lo demuestra textualmente haciendo uso del símil del viento (de larga tradición en las letras universales): “el viento / desviste poco a poco / tu cuerpo” pero inmediatamente innova su equipaje creador señalando su propia condición masculina y en imaginativa alusión al vello pudendo: “cae / hacia el césped / oscuro / de mi sexo”. También  Vega es capaz de lograr conmovernos por la llaneza de su propuesta, más allá de una aparente ingenuidad, que en verdad es el franco intento de acercarnos a su sentimiento mediante una imagen totalmente cotidiana: “Mi corazón / cual perrito contento / no cesa de mover la cola / cada vez que te ve”. Ese es el décimo planeta “donde ahora / tan sólo existimos tú y yo / hacienda el amor”. Lo interesante  es que  el poeta declara haber llegado a este lugar “por el aburrimiento”, es decir por el tedio y el hastío de vivir. Los seres humanos no tenemos nada que hacer, envueltos en la angustiante noia, sólo el deseo y el amor nos  han de permitir continuar.

Por que ser poeta es una opción profundamente solitaria. Usualmente somos excluídos del festín de la vida. Stanley Vega nos lo dice de la siguiente forma: “La tierra me es / completamente ajena”. Y aún el amor es difícil. Y el viaje (el movimiento) termina implicando conseguidos fracasos: “No me moveré dijiste /…/Toda partida siempre nos conduce / hacia el mismo lugar”. Sin embargo la amada se va, y el poeta constata el dolor de su ausencia con un coloquialismo –que a pesar de su procacidad- queda perfectamente colocado: “Y empecé a extrañarte como mierda”. Quizá en ésto Vega sigue al gran Luchito Hernández quien hablando de Ezra Pound nos dejó el memorable verso: “Qué tal viejo, che’su madre”.

Con esta especie de pureza que quizá viene del mencionado genio de Charlie Melnik podemos leer unas páginas más adelante: “A un refresco de lima / sabía tu cuerpo/…/A un refresco de lima / bajo una mañana de verano / frente al mar”. Esta sencillez de lenguaje es la misma presente en versos como éstos: “No es mi deseo / continuar respirando/…/ No quiero depender del aire”, con lo cual estamos notificados del hondón metafísico que subyace en esta poesía, a contrapelo de su directa linealidad, mora en ella la insondable pregunta por la condición humana y todos sus misterios. Stanley Vega le da un giro hacia lo irónico –incluso hacia lo lúdico- debido a la riqueza semántica  del último verso citado: como si fuera posible  ser independientes del oxígeno para vivir y en la contradicción de no respirar, aunque en la voz popular nadie pueda vivir del aire.  El poeta sí puede, aunque permanezca en una suerte de suicidio poético.

Nihilista, negador a rajatabla, Stanley Vega escribe: “La realidad es una enorme parte / de toda esta gran mentira”. Si esto es verdad, afirmemos que la vida es cierta como nos dijo César Moro, aunque lo sea para el amor, o sea, para jugar al ampay en los términos planteados por nuestro joven poeta en su Danza Finita (que no es tal) porque como hemos visto nos ha de acompañar por mucho tiempo con su fina (ahí sí) música sagrada.

[Bellarmine Hall, Saint Joseph’s University, Filadelfia, 20 de diciembre de 2009]

 

 

 

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