Abuso de la famosa frase espinozista para marcar la inédita situación chilena, inaugurada con las protestas estudiantiles ante el tarifazo aplicado al Metro, el 18 de octubre pasado. Gracias a la iniciativa de los estudiantes, las evasiones se convirtieron, rápidamente, en una serie sostenida de revueltas sociales a nivel nacional, las que lejos de disminuir con el paso de los días y el cansancio acumulado, se han mantenido inalterables frente a la brutalidad policial y la falta absoluta de conducción política por parte del gobierno y de la oposición. No se trata solo de una cuestión económica, sino propiamente existencial. Las demandas por mejores condiciones de vida, por salarios dignos, por jubilaciones decentes, por el fin del despojo y la corrupción se encuentran en el espacio imaginal de la revuelta, con la redefinición común de la ciudad, con la experiencia colectiva como una forma de dar sentido a la vida, con la necesidad de interrumpir la devastación neoliberal que se expresa, en Chile como en otros lados, mediante procesos intensivos de extracción y destrucción de la naturaleza y de las formas de estar en común. Gracias a la irrupción del descontento estudiantil se canalizó el descontento de la mayoría de la población, haciendo que ella misma, como población, dejara de ser la receptora pasiva de las políticas neoliberales y se convirtiera en un pueblo cuya potencia destituyente se juega en las calles, día a día.
“Nadie ha determinado hasta ahora lo que puede un cuerpo” decía, propiamente, Spinoza, contra el antropomorfismo que aseguraba la continuidad entre teología y racionalidad moderna. De la misma forma, nadie ha determinado hasta ahora lo que puede un pueblo, cuando este se constituye en la inmanencia de la revuelta y no mediante la fabricación ficticia de una etnicidad fabulada desde el poder. Las revueltas chilenas son una expresión muy clara de las dinámicas de inscripción y des-inscripción del pueblo, de los procesos de identificación y des-identificación que marcan las lógicas del desacuerdo y de la suspensión de la transferencia. Nunca se trató solo de los 30 pesos que gravaban la expoliación de los más pobres, sino de los 30 años transcurridos desde el fin de la dictadura, años de una democracia que nunca terminó de llegar, gracias a la orquestación consensual de los partidos políticos en el marco institucional legado por la dictadura de Pinochet. En este sentido, las revueltas iniciadas en octubre rememoran las jornadas de protestas nacionales de los años 1980 que pusieron en evidencia la crisis del mando dictatorial y que fueron cooptadas, lamentablemente, por los partidos políticos y sus acuerdos transicionales.
El error del gobierno actual, incapaz de entender la constitución inmanente del pueblo en las revueltas, fue el de criminalizar las manifestaciones y declarar un estado de emergencia que no hacía sino confirmar cómo el estado de excepción inaugurado con el golpe de 1973 se había convertido en lo habitual; cuestión confirmada por esta nueva apelación al ejército para intimidar a la gente. Sin embargo, ocurrió lo impensable por las ciencias políticas y sociales acostumbradas a pensar el pueblo como población; la gente, habiéndose re-encontrado en la dinámica colectiva de las revueltas y habiendo hecho una experiencia del uso común de las ciudades, ya no podía ser simplemente reprimida manu militari. El pueblo perseveró obligando al gobierno a retirar el ejército, mientras mantenía a la policía en las calles, avalando su conducta represiva y criminal, a pesar de sus flagrantes violaciones a los derechos humanos. Carabineros de Chile, una institución profundamente corrompida por la lógica excepcional impuesta por la dictadura y fuertemente cuestionada por sus malversaciones y fraudes financieros, se encuentra ahora manchada con la sangre indeleble del pueblo, ahondando la distancia insuperable entre dicha institución y el sentir popular.
El pueblo, como efecto de esa forma de ser en común y no como encarnación de una identidad o una fuerza divina, existe mientras persevera y persevera para existir como algo más que una vida condenada a la miseria y a la indignidad de las políticas públicas. En este sentido, la perseverancia en las calles ha hecho fracasar todas las iniciativas del gobierno y de los sectores políticos institucionales orientadas a volver a sellar el pacto de gobernabilidad neoliberal y a cooptar las esperanzas de cambio mediante una lógica de neutralización y de dilación infinita. Eso que en Chile se llama transición no es solo la promesa de una superación efectiva de la dictadura –superación que no llega gracias a que seguimos habitando en su misma institucionalidad—, sino también el nombre de una intensificación del neoliberalismo en un marco de gobernabilidad definido por el pacto jurídico y político de una formación duopólica entre gobierno y oposición. En estos días, las revueltas han hecho posible una interrupción de la transferencia otorgada al duopolio, haciendo que la política adquiera otra connotación, ya no limitada por el tibio reformismo de la gobernabilidad neoliberal. Ni miserabilismo ni solidaridad paternalista, sino autoorganización y participación popular.
Sin embargo, incapaces de reconocer las capacidades destituyentes y autoorganizativas de los movimientos sociales, los discursos políticos del duopolio han preferido criminalizar las revueltas y apostar por el uso maniqueo de nociones tales como la paz y el orden democrático. Y lo han hecho dejando claro sus intereses corporativos y sus granjerías amenazadas por la insolencia de un pueblo que no quiere volver a la rutina y sigue derramándose en las calles. En estos últimos días, el fallido gobierno ha intentado varias estrategias, desde ofertas monetarias y cambio de ministros hasta llegar al autodenominado Gran Acuerdo Democrático que abriría la posibilidad de una nueva Constitución y de un proceso constituyente que, aunque ambiguo, no deja de ser una mínima conquista conseguida en las calles. Sin embargo, más allá de las complejidades burocráticas de este nuevo proceso, e incluso más allá del inédito consenso por dejar atrás, definitivamente, la Constitución de Pinochet, lo cierto es que el famoso Gran Acuerdo Nacional se firmó, una vez más, a espaldas del pueblo, por los mismos actores ilegítimos y cuestionados del congreso; es decir, eso que hoy se presenta como un Gran Acuerdo Nacional no es sino una re-actualización del pacto duopólico transicional que mantuvo al pueblo secuestrado en la gobernabilidad neoliberal durante estos últimos 30 años.
Esto plantea una encrucijada. Por un lado, la llamada clase política está absolutamente desprestigiada, pero, por otro lado, la total prescindencia de la mediación institucional sobrecarga al pueblo con una tarea gigantesca. No creo que se pueda optar por un “que se vayan todos”, mientras no contemos con la capacidad de sostener la revuelta más allá de los sacrificios cotidianos de la gente que, en efecto, se arriesga en las calles. Tampoco creo, sin embargo, que debamos hacer las cuentas y delegar en el congreso y en los partidos políticos la determinación del nuevo pacto constitucional. Creo que hay que apostar a todo, aspirar a mantener al pueblo en la inminencia de su posibilidad, obligando a que los partidos renuncien a sus intereses corporativos y se sometan a las demandas de sus bases, mientras se avanza en las acusaciones constitucionales contra la conducta negligente y criminal del gobierno y de la institución policial. La posibilidad de una asamblea constituyente y de una nueva Constitución, más allá de las limitaciones y los candados impuestos por la derecha chilena, demandan mantener al pueblo en esta situación de inminencia, mientras la posibilidad de una política radical, no secuestrada por la gobernabilidad neoliberal, se debe traducir en la potenciación de formas transversales de organización y participación social, de colaboración material, de auto-educación y de prácticas democráticas efectivas.
Esto recién comienza, y lo hace en un contexto regional marcado por movilizaciones populares que responden, cada vez más, a las medidas de ajuste neoliberal implementadas por gobiernos cuya primera función es la de desmantelar las mínimas conquistas del periodo anterior. En efecto, para desmantelar las conquistas y la misma retórica reformista de la llamada Marea Rosada, los nuevos gobiernos latinoamericanos tienden a exagerar el marco neoliberal y a reforzarlo con una retórica securitaria, anti-inmigratoria, xenófoba y, en última instancia, neo-fascista. Las consecuencias de este nuevo alineamiento a la derecha (con Trump, Duque, Bolsonaro, Piñera y, hasta hace poco, el mismo Mauricio Macri), no solo se expresan mediante políticas taxativas que refuerzan las mismas lógicas de acumulación y concentración de la riqueza, y que pauperizan aún más a la población, sino que además se complementan con un militarismo rampante que hace del ejército, otra vez como en los años 70, un factor político central en varios países. Contra esto solo queda la perseverancia del pueblo como potencia inminente e inmanente a la revuelta, y la posibilidad de acumular experiencias de lucha y auto-organización para romper con el círculo de hierro del pacto neoliberal en su versión neofascista y militarizada. En este sentido, no se trata de asumir una posición pesimista u optimista, sino de anteponer, frente a toda promesa, una cierta mesura habitada por la insistencia, la perseverancia y la potencia del pueblo como experiencia de una vida en común surgida no desde el derecho, sino desde la experiencia hermosamente alterada de la ciudad.
Noviembre 17, 2019

El estallido social de octubre sí ocurrió, no al negacionismo.
