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Elefante. Teresa Calderón
Santiago: Ril editores, 2008. 79 p.

Elefante de Teresa Calderón: la memoria como saber y
resiliencia

Por Thomas Harris
Taller de Letras N° 44: 213-239, 2009

 



Elefante, y adelanto lo que podría ser una conclusión, es un texto que se propone como un proceso de reensamblaje de una memoria atomizada, obnubilada y dispersa y que opera, a la vez, como resiliencia, como una manera simbólica (poética) de pensar el trauma. La memoria desplegada por Elefante es múltiple y heterogénea: la memoria histórica, familiar, individual, tribal, colectiva y muchas otras formas que a veces solo podemos intuir a nivel de napas. Pero, por su composición fragmentaria, es decir por la elección no mimética sino más bien devastada de su discurso –el fragmento siempre recuerda más que el monumento a las ruinas–, hace que avancemos en su lectura por un espacio que recuerda un paisaje arcaico, tal vez totémico, un paisaje que invoca con desesperación al mito y expulsa cualquier guiño o presupuesto referencial o anecdótico, cualquier aparente confusión con datos empíricos de las múltiples restas de discursos que lo componen. Porque su desarticulación engañosa es llevada al extremo en su cuidada composición y no da pie para que los múltiples sintagmas históricos, familiares, epigramáticos, aforísticos, sellen un decir unívoco, sino que en su instantaneidad de restas dispersas abre vacíos en su proceso significativo, desgarrones en lo que podría ser por ejemplo un gobelino histórico, una película de un safari, o uno de esos famosos documentales mondos que estuvieron tan en boga por los sesenta; también rasga la plácida carátula de las fotografías familiares, desordena el álbum, y en sus fotos de familia hay que buscar con atención el punctum, como diría Barthes, porque de eso sí hay: punzadas en sus imágenes, alfilerazos en sus enunciados que desplazan los significantes de los libros de lectura, de las canciones infantiles, de los juegos perdidos de la infancia. Nada de rondas, nada de nostalgia premeditada.

El fragmento no lo permite. Porque, como dice Martín Cerda aludiendo a la escritura fragmentaria, en La palabra quebrada, “Lo que importa en todo escrito fragmentado es […] lo que fragmenta o quiebra la escritura”. Si alguna tradición puede invocar cada fragmentario, esta no puede ser otra que la permanente infracción de los discursos instituidos, socializados, doxologizados: “Un elefante entrenado/ Puede aprender en pocos meses/ A expresar en lengua coreana/ Sí/ No/ Gracias/ Perdón./ Presionado un poco/ Podría enseñarnos algún secreto/ De su humanidad. //Y vive 80 años”. Y tal vez a estas alturas del milenio la infracción contra la doxa o las pretendidas doxas sea la máxima transgresión que requiera la poesía, tal como este libro se enfrenta contra esos discursos permanentes que utilizan la imposición por norma, o que pretenden normarnos por falsas nociones travestidas en doxologizaciones espurias, en clisés que cada día enviran más el lenguaje de la tribu. Por eso Teresa en su libro recorta como de una revista vieja, de un libro de lectura invocado, de un magazine como el National Geographic, de un manual de historia de enseñanza media, de una enciclopedia Larousse o de un texto taxonómico de carácter aparentemente ilustrado, y los revuelve sin piedad ni conmiseración, logrando así un bricolaje que nada tiene de plácido ni de placentero, porque la amalgama referencial trastrueca y congestiona desde la etología a la cinefilia, desde la enumeración histórica –inutilidad de los manuales, costra del conocimiento– al álbum familiar, desde el sentimiento edípico paterno al amor filial, desde las rondas infantiles a los relatos de guerras notables o episodios de personajes históricos, en situaciones absurdas y paradójicas:

“Un elefante
se retira a la selva
resuelto a encontrarse consigo
mismo
a solas
sin un dios me lo dio, dios me lo quitó
y sin el acompañamiento
del duque de Borja (Borgia)
cuando Felipe II le puso el encargo
de presidir el funeral de la reina
(una de las 4 mujeres que el rey más amó).

Entonces él, un duque enamorado de su reina,
vio en el camino
cómo se descomponía la belleza en el ataúd.

Por eso dijo:
‘nunca más servir a señores que no son de este mundo’.

Tomó el hábito, dejó atrás al galán,
y se convirtió en san Francisco de Borja”.

De aparente escritura límpida, insisto, Elefante es un libro que se la juega por la congestión significante. Léanse por ejemplo las innumerables listas referenciales que aparecen en el libro aparentemente a propósito de escopeta entre fragmento y fragmento. Me recuerdan la famosa enciclopedia china de animales que tanto escandalizó a Foucault hasta llevarlo a escribir todo un libro sobre el proceso de significación: Las palabras y las cosas; enciclopedia que perfectamente podría caber en el corpus del libro Elefante, por un humor renovado para la poesía chilena: el humor borgiano, que somete a interrogación a los modos, gestos y configuraciones culturales, como, por ejemplo, en los fragmentos titulados “Batallas donde se emplearon elefantes”: “331 adC, Batalla de Gaugamela/ 326 adC, Batalla de Hidaspes/ 317 adC, Batalla de Praitacene/ 316 adC, Batalla de Gaza/ 301 adC, Batalla de Ipso/ 280 adC, Batalla de Heraclea/ 279 adC, Batalla de Asculum/ 275 adC, Batalla de Agrigento/ 255 adC, Batalla de Túnez/ 252 adC, Batalla de Panoramus/ 238 adC, Batalla de Útica…”. A este espíritu, y también al de Susan Sontag al homenajear a Walter Benjamin con sus citas finales de su magnífico Sobre la fotografía, obedece la colección de citas que Teresa incorpora como escombros de la memoria de un saber ancestral en vías de extinción –como el mismo paquidermo del título– en “Palabra de elefante” y “Hay más”: en ellas se aglutinan y yuxtaponen, como en la memoria que busca una cita perdida de un libro leído hace años o aún por leer a Nietzsche, Marx (Groucho, of course), George Eliot, Gandhi, Orwell, Huxley, Kafka, el conde de Rivarol, Bertrand Russell, Poe, Schopenhauer, Jaquelyn Mitchard, Teilhard de Chardin, Jordi Sabater Pi, y suma y sigue. Estos restos de discursos son utilizados, creo, como escombros de la memoria perdida que pugna por completarse, por salir a luz, con los sentidos que nos muestra como instantáneas que al resplandecer se apagan dentro de un instante, como bengalas sobre la mar. Creo que acá reside el centro del libro, como decía al comienzo, la memoria, pero no cualquier memoria, sino la que debe saberse nuevamente, es decir, recordarse, como en el dictum platónico: recordar es saber, la reminiscencia: ese ADN de saberes que no utilizamos si no sabemos invocarlos mnemotécnicamente. Salvaguarda olvidar, porque nos hace ignorantes, adánicos, sin conciencia, porque por otra parte la conciencia es tanto fruto prohibido como certeza de sabernos desnudos, desprovistos:

“Un elefante entra corriendo a un aldehuela de Kenya.
Las calles son estrechas y las casas frágiles.
Un cuerpo de elefante es torpe y es pesado.
La carrera de elefante arrasa con las casas y las cosas.

A eso el hombre lo llama barbarie, devastación,
Lo llama violencia, agresión de bestia, lo llama.
No lo llama dolor de animal herido.
No lo llama horror de animal desamparado.
No lo llama animal perdido tras la manada”.

Sir Francis Bacon afirmaba el envés de la máxima platónica: “ignorar es olvidar”. Y en este punto, creo yo, se sitúa la memoria a la que apela el libro Elefante: más vale ignorar por olvido. ¿No es familiar acaso esta aseveración de Bacon hecha en pleno siglo XVI, en medio de las guerras religiosas? Entonces aparece el Elefante de Teresa Calderón, para mi gusto como una transfiguración postmoderna de la alegoría secularizada por Baudelaire en el París de Luis Bonaparte: porque acá, pienso, reside lo fundamental de este libropoema: el temple de ánimo del hablante –neutro, no hay acá un gesto de género– o el infratexto como lo entiende Martín Cerda en La palabra quebrada: la memoria como una forma de saber, como un re-conocimiento de nuestra humanidad, como un recuerdo remanente de la manada y como una invocación a la más primaria sabiduría: la del milenario elefante. La memoria se transforma así en la superación del desgarro, de la ira, de la culpa, de la vergüenza, del trauma, al fin: la resiliencia del animal que a fin de cuenta somos. Y con mucho humor y tanta ternura también.


 

 

 

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