Julio-César Ibarra A LA SOMBRA DE LA MONTAÑA
Por Teresa Calderón
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Julio-César Ibarra es un poeta de los grandes, cuya sombra, asombra, y cuya luz modifica el espacio oscuro de una luna inmemorial. Sin duda, dadas así las cosas, su nombre y su poesía habrán de perdurar en la historia de los tiempos.
Escribe desde que tiene uso de razón, y vaya que la tiene. La potencia de su verbo, la elección de los tópicos sobre los cuales se construyen sus edificios poéticos, así como la prolijidad de su imagen poética demuestran no solo su innegable talento sino la eficacia de su oficio que maneja como el mejor artesano de la palabra de este nuevo siglo y milenio.
Y aquí me encuentro con éste, su más reciente libro, A LA SOMBRA DE LA MONTAÑA donde es posible soñar con él y desde él; contemplar el mundo, internarse en las relaciones humanas, en la complejidad del destino, tantas veces aciago. Pero también es posible vislumbrar sus sueños, que son los mismos sueños de la humanidad toda. Allí transitan los dolores de paso por la vida y las dichas de igual manera. Una montaña cuya sombra inmensa cubre y ciega a quienes no les fue dado acceder al sustrato de la realidad ni distinguir el horizonte a través de los sentidos. Y esta poesía, hasta eso lo hace posible.
Y siendo así, surge la pregunta: ¿desde dónde nos habla el poeta Julio-César Ibarra? ¿En qué estrato se sitúa su palabra? Entonces oímos una voz en fuga, que va y viene, atraviesa el tiempo, hasta que, por fin, el pasado emerge con todo su poderío: aparecen los padres, los hijos, los amores, y puede estar, simultáneamente, en dos o más lugares al mismo tiempo. Entonces como un cuadro cubista obnubila las emociones y nos cubre de asombro y belleza.
El poeta se define en su Autorretrato, que es al mismo tiempo su arte poética:
“Vivo en tres tiempos, tres espacios.
Vivo en tres pieles, tres esqueletos, tres pellejos.
El mío, el de ayer, el de mañana.
Soy la montaña, soy una espalda,
me levanto,
yazgo postrada, arrojada en el vacío
y me yergo, resucitado.
Sobre mis espaldas sostengo al cielo,
etéreo y magnífico,
angélico y demoníaco,
mentiroso y verdadero.
Esta es una montaña misteriosa, una montaña omnipotente que nos retrotrae a los tiempos del Campus Oriente cuando estudiábamos pedagogía en Castellano, en plena dictadura militar. El espanto de esos días han caído en pleno corazón de la universidad y aplastado a todos los poetas allí presentes, absorbiendo sus sueños y sus palabras sangrantes, señalará el poeta. Toda una vida desvivida y vivida con dolor por todos los que allí estuvimos.
Para el poeta y para el lector, la montaña es la casa habitada-deshabitada, porque es casa-cuerpo al mismo tiempo: “Me preguntaron cómo era mi casa,/ y yo dije: “no tengo casa,/ yo soy una montaña y no hay casa para mí./ Vivo a la intemperie,/ y cuando me muevo, la tierra se desgarra”.
La montaña es veleidosa y se transforma, se mueve, muta, esconde, omite, permite y priva, pero sobre todo regala; regala lo que a vuelo de pájaro no es posible observar, si no es por la palabra del poeta que cava en los espacios donde “hay niños que brotan del corazón de una montaña que se viste de novia”.
La sombra de la montaña se proyecta diversa en las distintas horas, meses, días, estaciones del año: “Hay días en que estos pájaros muertos resucitan,/ trepan por mis entrañas/ y quieren volar hacia el ocaso/ convertidos en cuchillos feroces/ para vengarse de los agresores/ y yo cierro los ojos,/ y no los dejo huir”.
Es éste, un libro que exige varias lecturas que se hacen con gozo. Es una obra perfecta, armoniosa, sonora como un río transparente donde brotan los guijarros de la vida, luminosa como la mirada de los niños y rigurosa como solo los ancianos sabios pueden serlo. Recomiendo especialmente “Catecismo Made in Chile”, donde el humor y la ironía se alzan como uno de los rasgos más característicos de la obra y de la personalidad de nuestro poeta, aquí expresado de manera magistral.
Celebro este libro y a su autor como se debe celebrar, con la cabeza inclinada ante la belleza que proviene de una realidad transmutada por la palabra poética. Y me uno al cobijo de la sombra de esta montaña, que reúne a los muertos y a los vivos, los sueños y la realidad, la maravilla y el asombro, la lucha y el desconsuelo que Julio César Ibarra ha logrado perpetuar en este libro.