No tenemos más que un recurso frente a la muerte:
hacer arte antes de que llegue.
Rene Char
Mi cuerpo transita hacia el total desnudo.
Teresa Calderón
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En primer lugar, declaro que reniego hablar aquí de la sofocante y aplastante peste, al menos no directamente y aun cuando el libro de Teresa Calderón nos sitúe, ya desde el título, y de modo inevitable, en ese y en este contexto, porque la danza macabra no termina y el virus “llegó para quedarse”, dicen. Confieso que ya partir de este modo me incomoda y me enferma. Por ello, entonces, hablar de lo que la poeta chilena sugiere desde la primera palabra de su libro: Eslabones. Resistir, con su poesía, con sus eslabones, aquello que, sin duda, nos supera y separa: la realidad misma, desde ese momento —marzo de 2020— que no parece acabar nunca. Sin embargo, empezar por ahí, desde el título, es proyectar un salto y un recorrido por las escenas que instala el libro; un salto, desde la escritura y la lectura, hacia la otra o el otro: tú misma o tú mismo, lector de estos poemas. En suma: hacer algo antes de que llegue la hora incerta, mors certa; esto es, ensamblar eslabones fuertes, indestructibles, a partir, a través y desde estos terriblemente lúcidos poemas.
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El libro de Teresa Calderón: Eslabones (2020), por el cual la poeta recibió el Premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile, en su entrega 2021, se puede leer en primera instancia desde la contingencia inmediata de la emergencia sanitaria —como ella misma lo ha reconocido en diferentes entrevistas y conversaciones—, y ello podría enmarcar esta obra en lo que Enrique Lihn entendía como una “poesía situada”; pero lo anterior, me atrevo a decir, sería, quizás, reducir sus alcances poéticos, escénicos, intertextuales e incluso, por qué no, corporales-espirituales o, aún más allá, místicos y/o eróticos. Ahora bien, resulta evidente que el anclaje del libro nos sitúa en el contexto, nos obliga partir desde el encierro radical de la pandemia, pues es desde ahí donde se escribe: desde la circunstancia situada y sitiada en que habitantes, casas y ciudades enteras se han visto en la obligación de cerrar, de encerrarse, de auto-clausurarse, como el lenguaje mismo ante el silencio de la muerte, ese límite de la palabra y del ser en la palabra. Pero, ¿en qué se encierra la poeta y qué nace desde ahí, desde su propia casa que es su poesía? La portada del libro ya nos sugiere la nueva condición de la gran escriba y lectora del mundo que es la poeta Teresa Calderón: hay que cerrar las ventanas y tapiarlas de libros y palabras; hay que volverse hacia adentro, para poder seguir habitando poéticamente el mundo (Hölderlin); hay que volver al íntimo abrazo para conjurar los “gritos de la noche tras la puerta” (Calderón, 2020: 32). Sin embargo, desde una ventana, se asoma el rostro oculto, la máscara medieval, para poder ver y operar la peste; para mirar el vacío de la muerte, que se oculta misteriosa y al mismo tiempo se revela, con toda su potencia, en estos poemas-eslabones.
El libro Eslabones (2020) se organiza en tres secciones —“Vía Crucis”, “Epitafios” y “Ritos”—, que bien pueden considerarse como auténticas “escenas” o “unidades escénicas”[1] que corresponden, a su vez, a tres niveles o estados de observación y corporeización de la muerte, ya sea experimentada en la forma del devenir en el otro (Cristo en “Vía Crucis” o los abundantes muertos en “Epitafios”) y, quizás, en respuesta a lo anterior, los “Ritos”, que vienen a desterritorializar los mismos relatos que definen nuestra cosmovisión occidental y judeocristiana de la muerte. De este modo, entrar y recorrer estas escenas es, en primer lugar, el propósito de esta lectura crítica, no tanto para interpretar, sino para situarse ahí, en un punto de observación del espacio literario creado, como lector-espectador, sin usurpar el lugar de la obra, tal como lo enfatizara Susan Sontag en su clásico ensayo Contra la interpretación. Al respecto, pensamos con Sontag: “la función de la crítica debería consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso que es lo que es, y no mostrar qué significa” (Sontag, 2012: 27). He ahí la dirección de una lectura crítica y escénica de una obra como Eslabones (2020).
3. Escena I: “Vía Crucis”
Georges Steiner —el famoso filósofo y crítico literario fallecido en el año 2020—, en su ensayo El escándalo de la revelación, nos sitúa, de entrada, en una gran conjetura: ¿qué habría sido de la historia occidental sin la muerte de Sócrates y Jesús? La pregunta, que desde Platón a Nietzsche ha cruzado de parte a parte la misma historia de la filosofía, está lejos de responderse. Señala Steiner:
Han sido dos muertes las que han determinado, en gran medida, la sustancia de la sensibilidad occidental. Dos casos de pena capital, de asesinato judicial, se encuentran en la base de nuestros reflejos religiosos, filosóficos y políticos. Uno se pregunta en qué se hubiera diferenciado la historia de Occidente, cómo hubiera sido respecto al contexto trágico, si en sus orígenes hubiera habido dos nacimientos, si su raíz fuera la celebración de la aurora en lugar del luto y un eclipse de sol. Pero son dos muertes las que presiden sobre la percepción metafísica y cívica que tenemos de nosotros mismos: la de Sócrates y la de Jesús. Seguimos siendo, hoy en día, los hijos de esas muertes (1995: 65).
En este sentido, la poeta Teresa Calderón —quien sin lugar a dudas es la misma hablante del texto, pues éste también se enmarca en el ámbito del discurso autobiográfico o de las llamadas “escrituras del yo”— nos vuelve a situar (o resituar) en la escena capital de la muerte de Cristo y esto sucede desde la primera voz que abre esta escena y el mismo recorrido que se propone la poeta: su propio “Vía Crucis”, donde ella, desde su “cuerpo poético”, se proyecta como la protagonista de este tránsito, haciendo bloque —o eslabón— con su amado Cristo, Jesús, pues la identificación de la hablante resulta ineludible. Y entonces aparece el hombre, sobre todo, en su condición radical de abandono del padre. He ahí, entonces, desde la primera cita: “Eli, Elí, lama Sabactani”, que la figura de Cristo es tal, en tanto se asume, desde esa primera estación, en su inmanente condición mortal.
Quien habla está condenada a la muerte y debe repetir la historia, paso a paso, hacia la redención misma del momento final, donde acaso la muerte se acaba. De esta constatación primera dan cuenta los primeros versos: el eslabón se ha roto / en un punto impreciso / de la cadena evolutiva (13). Algo irrumpió en la vida y en la cadena de los eslabones: es la muerte, en el origen mismo de la historia humana y, ciertamente, a partir del relato funeral que inaugura eso que llamamos Occidente, como bien lo explica Steiner. De ahí venían reptando esos ojos vacíos / esos huesos / hasta el ruedo de la muerte (13). Ante ello, ante tal constatación del origen mortuorio de nuestro inicio, la carne vuelve a enmudecer: la carne enmudece / ante el insomnio / Todo el aparato fonatorio / es incapaz contra la muerte apresurada. / Faltaba un alma a ese soplo / que llamábamos lenguaje / Esto es solo el comienzo (13-14). Como señala Steiner: “La muerte es el cese del discurso. […] En el momento de la muerte se enfrentan la gramática y la anarquía del silencio, cerrando el círculo de la actividad significante del hombre” (66).
La hablante, sin duda, experimenta su propio “Vía Crucis”; va de estación en estación (son quince en total según la tradición judeocristiana), cargando la cruz, hacia el monte del Calvario. En el recorrido, ella asume la condena, acepta el peso de la cruz y la muerte que ronda su carne, del mismo modo que en aquel poema de Jorge Luis Borges, “Cristo en la Cruz” del libro Los conjurados, donde una mosca hambrienta acecha a la carne quieta; o bien, en ese impactante cuadro de Hans Holbein, “El Cristo muerto”, que sabemos, hiciera dudar de su fe al mismísimo príncipe Myshkin del Idiota de Dostoievski —como detalladamente lo expone Julia Kristeva en su trasparente comentario del cuadro—. Pues bien, la consciencia de la muerte —o más enfáticamente, el terror de la muerte—, en este texto, es una consciencia corporal, sobre todo porque, a la inversa, la muerte resulta informe, incorpórea e invisible, como la misma peste que nos ronda: A la muerte no la vemos. / Ronda que te ronda / huele y se aproxima. / Te pisa los talones / y ya no eres más / nunca más serás quien crees (15). El intertexto con la Danza de la muerte medieval es ineludible, porque acaso el contexto del miedo, de la inseguridad y del apocalipsis es el mismo que entonces: A veces despierto inmóvil / pero todo es mentira. / La muerte / sigue su ronda / guadaña al cinto / katana dispuesta al corte preciso / y huele que te huele” (15); como esa cruel oledora de los recién nacidos, en el poema “Canción de la muerte” de Gabriela Mistral.
Y sí, la poeta Teresa Calderón se conecta aquí con las más recóndita tradición mística y figurativa de la muerte en la lírica chilena del siglo XX: Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Humberto Díaz Casanueva, Stella Díaz Varín, Armando Uribe Arce, Alfonso Calderón —¡su padre!— y también Enrique Lihn, son algunos de los nombres, más evidentes, que participan en el diálogo inconcluso en torno al gran misterio de la muerte que actualiza la poeta con sus Eslabones. Así, por las estaciones del camino doloroso, la poeta cae tres veces, cae por miedo y dolor, mientras la canción de la muerte no cesa: The Dead Don´t Die, de Sturgill Simpson, suena de fondo, mientras ella vuelve a caer: De tumba en tumba / de tumbo en tumbo / pirámides y mausoleos (17); nuestra historia es así una historia de muertes, de años de muertes, de siglos de muertes, frente a lo cual no queda más que el acto de la memoria, como una resistencia poética: Ahora la memoria registra la fragancia / el fragor del exterminio / en estos días de tumba: / un impecable trailer de la muerte (18). La consciencia de la proximidad de la muerte y de su inevitable advenimiento —“la lucidez polar de la muerte” de Altazor—, es exactamente lo mismo que la consciencia de la arbitrariedad del lenguaje y del vacío que se oculta en toda palabra que se instala en el misterio; lo sabe la hablante cuando fatigada se apoya en ese otro, Simón de Cirene, en la “Quinta estación” de su martirio. Pero ella, que es Cristo, sigue avanzando: “Si hay muerte no hay victoria”, señala; entonces solo queda desnudarse, entrar desnuda hacia el otro lado, despojada de sus vestimentas, reconociendo la inminente derrota final: ¿Qué hacer con este cuerpo ahora / derrotado como está / por la vida y por la muerte (27). Así, como el mismo Nazareno, ella es clavada en la cruz, para luego morir en la cruz, desde donde la descienden y sucede, entonces, el sueño (im)posible del encuentro con el padre, cuando la hablante le pregunta: “-Papá ¿es cierto todo esto?”; y, en forma de confesión, se revela ella misma en su frágil condición humana: Ya casi no leo / esta muerte aleja mis deseos de novelas y poemas. / Me cuesta entrar en estos mundos / los libros ya no hablan como antes / no logro concentrarme / y temo (31).
En síntesis, para hablar, Teresa Calderón se apoya en la verdad pavorosa de la tumba, donde se observa la figura Cristo —y de ella misma, insisto—, como carne y cuerpo que se pudre: Teníamos / un / futuro / por / delante / Yo sólo veo huesos / y / carne / que / se pudre (33). De este modo, paradójicamente, se conjura el terror y la muerte, a través del arte. Solo queda “Una Última Estación Imaginaria”, donde morir o poder morir es una condición “a cómo de lugar”. Casi al final de su “Vía Crucis” la poeta confiesa: Si algo sé de muerte, lo sé de oídas, / es algo parecido a nacer al revés” (36). Se cierra el poema-eslabón, con la visión total del abandono, porque acaso sea esta la verdadera e irreductible condición humana: Dios mío, qué solos se quedan los vivos (36).
4. Escena II: “Epitafios”
Pero hay una manera de conjurar y resistir a la muerte, incluso desde el más allá. Apostemos por ello, con la poeta Teresa Calderón, pues a esto apuestan sus “Epitafios”. Se trata del humor, de la risa, de la profunda ironía ante la evidencia irrevocable de la muerte. Esta es, en suma, una forma de resistencia frente a la tragedia de la disolución de la persona; y, ciertamente, desde el pensamiento de Maurice Blanchot, una forma de establecer con la muerte relaciones de soberanía y de libertad (Blanchot, 2006). Vemos, en este gesto, muy próximo a los juegos antipoéticos de Nicanor Parra —y de las hipérboles e ironías del mismo Rabelais en el contexto de la cultura popular en la Edad Media (Bajtín)—, un giro hacia otra mirada de la muerte, ahora distendida, desacralizada y acaso vencida, a partir y a través de todas las formas del humor que auguran aquello que Georges Bataille llamaba “la risa de la desaparición”, que solo puede acontecer a partir del instante en que la muerte es. Pues bien, para escribir, literalmente, Teresa Calderón se apoya en una tumba (miren no más las tres fotografías que también forman parte del libro y esas cruces repetitivas que abren cada poema de la sección) de donde extrae estos elocuentes epitafios. Como señala Blanchot, a propósito de Kafka:
La literatura empieza por el fin. Lo único que permite comprenderla. Para hablar debemos ver la muerte, verla tras nosotros. Cuando hablamos, nos apoyamos en una tumba y ese vacío de la tumba es lo que hace la verdad del lenguaje, pero al mismo tiempo el vacío es realidad y la muerte se hace ser (2006: 65).
Hay, pues, voces que hablan desde la muerte. De esas voces se apodera o apropia la poeta Teresa Calderón en sus “Epitafios”. Concedamos en que ellos (y ellas) hablan a través de su voz; y que, al mismo tiempo, la poeta habla con ellos, haciendo bloque o eslabón, con sus voces que emergen otra vez a la superficie, donde el intercambio simbólico continúa infinitamente, proyectándose en un diálogo inconcluso, en el simposio de la vida humana donde el texto deviene uno a partir justamente de la variedad, la diferencia y la polifonía (Bajtín). Entonces, hablan aquí los muertos, para “burlar” a la muerte. La lista es amplia. Fitzgerald: “Estuve borracho muchos años, después me morí” (40). Bach: “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”. (41). “Mel Blanc, actor que daba voz al personaje de Porky”: “Eso es todo amigos” (41). Rabelais: “Que baje el telón, la farsa terminó” (42). Miguel de Unamuno: Solo le pido a Dios que tenga piedad / con el alma de este ateo (45). Billy Wilder: “Soy escritor, pero nadie es perfecto” (45). Werner Heisenberg: “Yace aquí, en alguna parte” (46). Frank Sinatra: “Lo mejor aún está por llegar” (46). Orson Welles: No es que yo fuera superior, / es que los demás eran inferiores (47), entre otros.
Los epitafios abundan: hay tantos como muertos hay en la historia; pero una consideración crítica nos pone en estado de alerta. ¿Por qué la gran mayoría de los epitafios son de voces masculinas? Vuelvo al sugerente ensayo de Steiner, quien señala:
‹las últimas palabras› de los hombres ilustres constituyen un género en sí mismas. Digo ‹hombres› porque, asombrosamente, no tenemos apenas ejemplos de últimas palabras pronunciadas por mujeres. ¿Son las mujeres más proclives al silencio en la hora de su muerte? ¿Nadie ha recogido sus últimas manifestaciones? Por contraste, las muestras masculinas son abundantes. Van de los sublime y heroico a lo trivial, de la concisión estoica a la retórica florida. Tenemos buenas razones para suponer que tales pronunciamientos, quizá la gran mayoría, fueron preparados antes de la hora final, que fueron ensayados (66).
Y sí, quizás esta última conjetura del crítico nos empuje a mirar y escuchar esas “últimas palabras” con cierta sospecha, pues en lo respecta a las muertes de Sócrates y Jesús, es posible hablar de “puesta en escena”, “espectáculo” o “montaje”. En este sentido, cabe preguntarse: ¿nuestro entendimiento de la muerte, en el contexto occidental, surge de dos montajes, previamente ensayados? Dejo la pregunta en suspenso; pero sin duda, las escenas de estas muertes capitales transitan entre la inquietante ironía y la profunda tragedia. Sócrates: “Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Paga mi deuda y no la olvides”. Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”. Las sugerencias que plantea Steiner son abundantes; pero respondiendo a una de sus preguntas me detengo ante una evidencia: resulta obvio que la mujer Teresa Calderón no se calla y que en su voz hablan los muertos.
Pues bien, últimas palabras y epitafios. Con todo, a pesar de que la muerte es la parálisis del habla o el fin del discurso, los muertos siguen hablando a través y por medio de la poesía, al menos, en este libro. Empero, dos voces femeninas, entre tanto varón ilustre y conocido, hacen eslabón con la poeta. La actriz Bette Davis: “Lo hizo a la manera difícil”; y la cuentista Dorothy Parker: “Perdonen por mi polvo”.
Concluye esta sección, con tres citas especialmente significativas. La primera de ellas que corresponde a la reproducción facsimilar del último poema de Sergei Esenin, escrito con su sangre, y con el cual el poeta se despide literalmente del mundo. La segunda de ellas, que reproduce un fragmento del “Canto IV” de Altazor, donde asistimos, quizás muy discretamente, a la muerte de la poeta y, de paso, a la muerte del fundador de la vanguardia creacionista, todo ello en la forma de los citados epitafios: “Aquí yace Teresa esa es la tierra que araron sus ojos hoy ocupada por su cuerpo. […] Aquí yace Altazor azor fulminado por la altura. / Aquí yace Vicente antipoeta y mago” (49).
Por último, se concluye sugerentemente esta serie de “últimas palabras”, con la cita textual de la carta de despedida de Vladimir Maiakovski, fechada un 12 de abril de 1930, dos días antes de su suicidio: Como se dice / el ‹incidente› ha terminado / ‹la barca del amor / se estrelló contra la vida cotidiana› / Estoy a mano con la vida / Y es inútil recordar / dolores / desgracias / y ofensas recíprocas. / Sigan felices (51-52).
5. Escena III: “Ritos”
La poesía es entonces palabra ritualizada, tal como lo expone Antonio López Eire en su artículo “Lenguaje, ritual y poesía”:
La poesía es lenguaje que tiene mucho que ver con el rito, es lenguaje que está embebido con el ritual y que ha tomado de él sus más notorias características. Es, por decirlo bien y pronto, lenguaje ritualizado. El lenguaje ritualizado no se dice, como el que usamos todos los días, sino se canta o se recita. El lenguaje de la poesía, lenguaje ritualizado, es el que sirve para realizar «actos de habla” rituales (López Eire, 2004: 63).
Y los “Ritos” de Teresa Calderón, que corresponden a la tercera sección o escena del libro, constituyen un claro ejemplo de lo planteado por López Eire. En efecto, los diversos poemas-eslabones que componen esta escena refieren, recorren y actualizan rituales mortuorios específicos, donde la presencia del cuerpo muerto resulta primordial. Hay rito, pues, cuando el cuerpo entra en la muerte y sucede la simbolización ritual de la misma persona y de su paso hacia el otro mundo, aun cuando dicha expresión sea tan solo una posible metáfora; pero dicha simbolización parte, en primer lugar, con un trabajo —el trabajo de la muerte—, que demanda, reclama y pone en escena un cuerpo, es decir, un proceso concreto de corporeización final de quien ha entrado en el espacio de la muerte: El cuerpo prepara su viaje / antes de entrar en la tierra final / cubierto con una vela / encendida en la tierra áspera / (Yo cavo, Tú cavas y cava también el gusano) (55), como se vislumbra en el poema “Eslabones Judíos”, donde, de modo exacto, podemos revivir y recorrer el rito judaico de la muerte. Pero, ¿qué intenta la poeta con ello? Se trata, sin duda, de hacer eslabón con su origen y ascendencia judía, por parte de su padre, Alfonso Calderón, cuestión que ya viene sugerida, muy subrepticiamente en aquel epígrafe del poeta judío-romano, Paul Celan, que sirve de entrada al poema-eslabón: “Tú fuiste mi muerte. / Solo te tuve a ti / cuando todo se me iba”. De esta sugerente relación, entre los diversos nombres que componen esta cadena histórica y autobiográfica, ya da cuenta Thomas Harris en el “Prólogo” del libro Eslabones (2020).
De este modo, todo nos va diciendo que la misión de la poeta, el ímpetu de su poesía, es establecer eslabones enérgicos e incorruptibles con nosotros, sus lectores, pero antes también con sus propios muertos, con su pasado y, de forma paradójica, con lo que será su propia despedida, para entrar con su propio cuerpo en la muerte, pero con la frente en alto, bailando si se puede, riendo, gozando y desnuda; porque de eso se trata vivir y escribir hasta el borde mismo del silencio y la desaparición; en suma, entrar en la muerte siendo dueño de uno mismo o dicho de otra manera: morir libre o morir contento, tal como expone Maurice Blanchot en su lectura de los Diarios de Kafka. Pero para ello hay que ver la muerte y experimentar, en carne propia, el trémulo instante del lenguaje, en su límite: unas pocas palabras / esas con las que ahora escribimos / estos eslabones, estos epitafios entrelazados / con la muerte enamorada de la nada (60).
Así, los ritos de la muerte son absolutamente necesarios, pues sin ellos la angustia sería imposible de soportar; como también los son los ritos del amor, de la memoria, del recuerdo, y del “eterno retorno” al origen, al tiempo mítico del origen. En este sentido podemos leer el poema-eslabón “Mis serena revisitada”, donde la hablante Teresa Calderón, vuelve a su ciudad natal, la levítica Serena, para indagar con manos, ojos y palabras en ese instante primero y recurrente en el cual se corporalizó o, mejor dicho, se hizo carne el misterio de su propia existencia: Continúo caminando espacio tras espacio del museo: / y llego a las momias / Desde un tiempo sin tiempo / demasiado atrás de mi nacimiento / muy pero muy lejos de cuando mis padres / Alfonso y Lila tuvieron ese gesto extraño / de engendrarme, las miro, las observo. / ¿Qué me dicen con sus bocas en ese gesto de la Muerte? (64). La historia de la vida como una historia de muerte, irrevocablemente. El paseo por la memoria poética como un recorrido por un museo de muerte:
Recorro las salas del Museo Antropológico en la calle Cordovez. […] Sigo tras las vasijas, en busca de las momias. Esos cuerpos grises inmóviles en el momento de su muerte. Ya no les pregunto nada, porque sé que su silencio es eterno, el silencio de la muerte, el silencio de sus bocas mudas, ya que nadie podrá hablar por ellas. […]
Y las momias permanecen en silencio. Un silencio que habla del tiempo. Un silencio que es tiempo. Un silencio que no me dice nada, sólo que fui feliz en la ciudad del castigo. Y que me expulsaron. Y ahora mi regreso no es un regreso, solo una visita a un museo arqueológico (66).
El silencio, lo sabemos, es la marca de la muerte en Occidente: callamos ante la muerte y entramos en el gran silencio cuando dejamos de ser; por ello, la resistencia poética, en este libro de Teresa Calderón, es la misma voz que deviene canto y el poema que se convierte en baile o danza impúdica, donde el cuerpo se despoja de todas sus vestiduras para entrar plena y desnuda en el momento final, en un desenlace que bien podría ocultar y revelar, al mismo tiempo, un éxtasis poético y erótico -pero también místico-, que, por su gesto transgresor, recuerda los poemas alucinados -marcados por los embates de Eros y Thanatos-, de Georges Bataille.
De este modo, los últimos poemas del libro Eslabones (2020) actualizan, desde diversas fuentes y tradiciones —como la misma Danza de la muerte o Danza macabra— el acto de morir en tanto baile o danza; pero lo interesante es que la poeta logra situarse ella misma, con su propio cuerpo de mujer, como la bailarina central de su danza de muerte y, en este sentido, se dice que hay en estos poemas corporeización, es decir y, sobre todo, devenir cuerpo de la hablante de estos poemas. Se habla, en definitiva, desde el cuerpo que es llamado a la danza mortal, como en aquellos primeros poemas de Óscar Hahn. Pero, ¿por qué danzar si hemos de morir? Nos cuenta Teresa Calderón, en “Beijin Striptease”: “El baile conjura el miedo a la quietud o inmovilidad de la muerte […] para que los dolientes desvíen su atención del cuerpo muerto y se concentren en celebrar la vida con el baile” (67)[2]. Y luego, es la propia hablante la que baila, pero por amor al amor y a la vida, se entiende, en un poema que tiene, sobre todo, su primer destinatario, el amante que también fue y será, en esta ficción poética: Bailo para vivir por ti / mi piel pálida no es la piel de la muerte / mi pálida tez es la vida / que oculta el tránsito a la descomposición. […] para que mires hacia la vida vestida de la muere / y lamuerte desnudada de la vida […] Ve mi cuerpo amor mío. / Ve mi obscenidad. / Ve mis piernas y entrepiernas. / Ve cómo la seda se escurre por la piel […] No es otra cosa la muerte que un desnudo / que baila bajo la luna y el río. […] Mírame así de desnuda querido / blanca como la luna que fue y será. […] Y agoniza conmigo enmascarado en mi desnudez / y entre mis muslos sueña cuando fuimos amantes y felices (68-69).
Así la muerte, en los poemas finales de este libro, consiste en desnudarse y danzar sin pudor hasta el paroxismo de la última noche de fiesta y erotismo. Lo declara la hablante de modo enfático, antes de definir el ritmo, ahora lento o pausado, que encierra su invitación y su danza: mi cuerpo transita hacia el total desnudo / pero minuto a minuto segundo a segundo / el tiempo justo del desnudo absoluto no es fácil / no será fácil amor verme tan desnuda / ni mis pechos ni mis nalgas ni mi vientre / ten paciencia porque habrá toda un eternidad / antes que veas mi cuerpo así tan sin ropa (70-71).
Se muere, finalmente, danzando y diciendo algo, con un gesto claro: una escandalosa revelación —la verdad de la muerte en el límite de la experiencia erótica—, o un misterio que se oculta en esa “gruta del tigre blanco”. Se cierra el texto, se acaba la danza y se baja el telón de la obra con estos versos confesionales, íntimos y, en extremo, corporales: No me importa / mi cuerpo me dice danzad desnuda / ESE SERÁ MI BAILE FINAL / muslos desparramados y la gruta del tigre blanco / abierta y roja y húmeda solo para ti (76).
6. Telón, a modo de epílogo
Vladimir Jankélévitch, en su profundo y hermoso libro La muerte, nos induce a pensar en las diversas contradicciones, paradojas y aporías con las cuales filosóficamente se ha pensado la muerte en Occidente. Pero lo que se evidencia, entre otras muchas cosas, desde el libro de Teresa Calderón, es aquello señalado también por el filósofo, esto es, esta doble condición de la muerte cuando irrumpe en el curso de la vida humana, a saber:
por una parte es un misterio de dimensiones metaempíricas, es decir, infinitas, o mejor aún sin dimensiones de ninguna clase, y por otra es un acontecimiento familiar, un hecho de la empiria que tiene lugar en ocasiones ante nuestros ojos […] Pero al mismo tiempo este suceso no se parece a ningún otro suceso de la empiria: este suceso es desmesurado e inconmensurable en relación con los demás fenómenos naturales. (18-19)
Es lícito decir, pues, que la evidencia de la tragedia es, con propiedad, el acto en sí de protesta en contra de la banalización del fenómeno, pues la “mismidad” de la persona que muere -cada una(o) de las y los que han muerto- es irremplazable y nada podrá compensar su desaparición. Pero tal vez sí, el arte, como lo pensara Rene Char o la utopía que desde ahí se proyecta; pero también Franz Kafka, quien paradójicamente, según Blanchot, escribía para poder morir contento y, sobre todo, libre, siendo dueño de uno mismo. He aquí una última revelación, que bien podría considerarse como el secreto juego -o el misterio entre dicho- del libro Eslabones (2020) de Teresa Calderón.
Unos y otros (unas y otras) quieren que la muerte sea posible, éste para aprehenderla, aquellos para mantenerla a distancia. Las diferencias son insignificantes, se inscriben en un mismo horizonte que consiste en establecer con la muerte una relación de libertad (Blanchot, 2006: 181).
Para terminar, habla Teresa Calderón:
El Estado me dijo que no podía bailarte así mi amor
pero mi cuerpo me hace hacer cosas que el Estado prohíbe
así aunque me desenmascaro ante la muerte prohibida yo te danzo
me desnudo hoja a hoja ante ti para que me mires
cuando baje ante el pelotón de fusileros
primero danzo ante todos y me descalzo (75).
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Notas
[1] Hago aquí alusión al enfoque o mirada escénica con el cual Marta Contreras procedió a leer críticamente las obras de la dramaturga argentina Griselda Gambaro en su estudio: Griselda Gambaro. Teatro de la descomposición (1994). A partir de su perspectiva de análisis de las obras teatrales, se puede observar y descomponer un texto poético en “escenas” o “unidades escénicas”, para instalar una lectura crítica que, a su vez, proponga desplazamientos y puntos de observación del espacio poético creado, entendido ahora como espacio escénico donde acontecen las acciones y relaciones entre los personajes de la ficción. [2] El citado poema corresponde a una cita del sugerente ensayo de Alexander Mosquera: “El striptease en rituales funerarios chinos como máscara ante la muerte”, publicado en Sapientiae: Revista de Ciencias Sociais, Humanas e Engenharias, vol. 1, núm. 2, pp. 206-231, 2016.
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Bibliografía
-Blanchot, M. (2006). De Kafka a Kafka. México D. F.: Fondo de Cultura Económica.
-Calderón, T. (2020). Eslabones (2020). Santiago: Puerto de Escape.
-Jankélévitch, V. (2009). La muerte. Valencia: Pre-Textos.
-López Eire, Antonio. (2004). “Lenguaje, ritual y poesía”. Logo: Revista de Retórica y Teoría de la Comunicación. Año III, N° 7, diciembre, pp. 63-86. Salamanca: Asociación Española de Estudios sobre Lengua, Pensamiento y Cultura Clásica.
-Sontag, S. (2012) Contra la interpretación y otros ensayos. Buenos Aires: Debolsillo.
-Steiner, G. (1995) “El escándalo de la revelación.” Confines, año 1, número 1. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Misterio y revelación de la muerte en "Eslabones" (2020) de Teresa Calderón.
Por Pedro Aldunate Flores.
Publicado en MAPOCHO, N°89, Primer semestre 2021