La llegada del poeta Vicente Huidobro, desde Europa, acontecimiento que ocurrió en la década del treinta, fue en cierto modo augural. Aventó el polvillo de monotonía que el hacer doméstico iba depositando en nuestras almas. Traía nuevas ideas, propósitos lozanos de renovación, interrogantes que engastaban, como anillo al dedo, a los afanes de una extensa zona espiritual de la juventud. No sé hasta que punto su influencia fue beneficiosa para la formación de mucha gente; me atrevo a creer algunas veces que tal vez no estuvo bien su llegada para muchos. Es posible que haya contribuido a poner en nivel de zozobra y naufragio la incipiente ola que hacia balancear nuestras inquietudes. Algunos han quedado marcados con la nostalgia europea... Es verdad, era un tanto peligroso introducir los elementos del arte moderno, disociadores por excelencia en algunas almas ingenuas. Desde entonces, la juventud ha seguido tomando por modelo a Rimbaud o Lautremont, sin comprender que estos dos grandes poetas no tienen nada de paradigmáticos tanto en su actitud vital como en su obra. Son señeros y excepcionales en el más amplio e higiénico sentido de la palabra.
Con todo, Vicente Huidobro nos ayudó a movilizar conceptos que, de no haber contado con su sostén, habrían marchitado por falta de riego adecuado. Consideremos botánicamente las ideas que crecían en nuestras mentes por esos años. La verdad es que su casa, en Cienfuegos primero y la Alameda más tarde, concentró a una verdadera cohorte de almas ávidas de cultura europea. Yo no sé lo que pudo ser de ese grupo sin ese alero familiar, abierto a la fogosa discusión de ideas y al examen crudo de la realidad del país. Allí nos acostumbramos a mirar fríamente los lugares comunes de la literatura, de la sociedad y de la política chilenas. Sin embargo, aun añorando esos tiempos, no creo que ésa haya sido la mejor educación que pudiéramos haber obtenido. El examen frío no conviene a quién desea construir por medio del entusiasmo, base única de la poesía. Por lo contrario, contribuía a clausurarnos en el desdén.
Hubo una época en que por cada cien libros leídos, noventa y nueve eran leídos en francés y sólo la ínfima cuota del uno por ciento, en la sonora lengua de Darío.
Pongo el adjetivo sonoro para indicar una de las causas de esa repulsa automática al idioma patrio. Después del fugaz contacto que tuvimos con la poesía peninsular, en la antología de Gerardo Diego, pocas ocasiones tuvimos de reanudarlo. Por lo demás, la poesía allí recolectada, nos parecía insípida, de una insipidez casi aldeana. No he variado de opinión. El idioma francés, en cambio, nos proporcionaba los medios plausibles para solidificar la evaporada actitud de desdén y retraimiento vital que ya he anotado anteriormente. Lo exacto estaba en Eluard —no el Eluard comunista, sino el eterno— y lo único que importaba era acentuar la contradicción de la pareja antagónica de los sexos, expresada en las altas jerarquías del pensamiento. Amor - pasión —desgraciadamente alimentado en sueños y no en hechos reales— constituía el índice de nuestra actitud, cuya raíz, profundamente reaccionaria, pertenecía, como bien comprenderán, a la familia romántica.
Vicente Huidobro no era surrealista y miraba con acritud esa simpatía nuestra hacia el movimiento dirigido por Bretón.
Ante todo debemos aclarar por qué sucedía esto y por qué casi todo el grupo generacional aparecía imbuido de ideas surrealistas, en circunstancias que los realmente surrealistas nunca alcanzaron a superar en número los dedos de una sola mano. Me parece que el público —y hasta los que se consideran hombres cultos e informados— no saben lo que fue y es el surrealismo. Les bastó leer algunas páginas de Bretón, mal traducidas por lo general, o conocer una anécdota de Salvador Dalí, para adquirir nociones que sólo sirven para conversaciones de café.
Algo parecido ha pasado más tarde con la corriente existencialista, y la boga que ha tenido en ciertos grupos excéntricos. El surrealismo se proyectó deformado hacia la conciencia del público y no dio en el clavo, como vulgarmente se dice. Dar en el clavo habría sido, en buena plata, su más terrible expresión de fracaso. "Exijo la auscultación profunda del surrealismo”, pedía Bretón. El bien sabía el enorme peligro que debería afrontarse, cuando la deformación previsible de la idea permitiera su acceso a la mente de los públicos de Europa y el mundo.
Debemos considerar el surrealismo sin ningún género de prevención mental, reconocer el fenómeno como algo determinado localmente primero en Francia y generalizado después en Europa. Su traspaso a la lengua española, —me refiero a lo exclusivo literario, como veis— se hizo por intermedio de América Hispana. Escritores surrealistas, en el restringido sentido de escuela, no los hubo en España; pero sí en Perú y Chile. ¿Por qué?
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Por Teófilo Cid
Publicado en LA NACIÓN, 24 de marzo de 1957