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Teófilo y la teosofía
Por Oscar Hahn
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 8 de marzo de 2009
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A Teófilo Cid lo conocí muy poco. Se sabía que había sido funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, que era el hombre más elegante de Santiago y que de repente, sin que nadie pudiera explicarse por qué, se había transformado en una especie de indigente por decisión propia. Yo había leído su libro de cuentos oníricos titulado Bouldroud, sus crónicas del diario La Nación y algunos de sus poemas. Lo divisé varias veces, pero conversé con él en una sola ocasión. Eso ocurrió por ahí por 1961.
Nos habíamos puesto de acuerdo con Jorge Teillier y quedamos de juntarnos a comer en un restaurante que estaba en la calle Huérfanos, cerca del cine Rex. Ya habíamos hecho el pedido, cuando apareció alguien que le dirigió unas palabras a Jorge. "Es el poeta Carlos de Rokha", me dijo. Lo invité a que acercara una silla y se sentara con nosotros. Ahí estábamos los tres, cuando otra persona se aproximó a la mesa. Andaba con un traje que algún día fue elegante, pero ahora estaba muy sucio, gastado y lleno de manchas. Me pareció la encarnación misma de esa contradicción que podríamos llamar el dandy-clochard. Jorge y yo habíamos pedido un bistec a lo pobre y Carlos había dicho que no tenía hambre, así que sólo pidió un vaso de vino. Noté que la otra persona miraba los platos insistentemente, mientras conversaba con Jorge. Lo invité a sentarse y le pregunté si quería comer algo. Vaciló un poco, pero antes que contestara, Jorge le dijo: "No te preocupes, te estamos invitando". "¿Ustedes se conocen?", preguntó Teillier. "No tengo el gusto", dijo él. Me extendió la mano y se presentó: "Teófilo Cid". Carlos de Rokha no decía nada. Bebía su vino lentamente, como ensimismado, con la vista fija en la copa. Se acercó el mozo, miró a Teófilo con cierto estupor, como si mirara a un vagabundo al cual acabábamos de recoger de la calle, y dijo tratando de disimular su desagrado: "¿Y él va a comer?". "Por supuesto", contesté.
Teófilo y Jorge conversaban entre ellos. Noté que durante la conversación Teófilo me observaba de soslayo, lo que me puso muy nervioso. De repente me clavó los ojos y me preguntó si sabía quién era Madame Blavatsky". "No, no sé", le dije. "Y de la teosofía... ¿ha oído hablar de la teosofía?". "He escuchado el nombre", respondí desconcertado. "La teosofía es una disciplina seria, pero algunos la consideran esotérica, en el sentido negativo del término, porque no captan su verdadero significado", dijo. Empecé a inquietarme con ese interrogatorio cuyo propósito no lograba entender. "Helena Blavatsky fue la fundadora de la teosofía", continuó. Recordé que Teófilo había sido miembro del grupo surrealista "La Mandrágora", pero yo no estaba para diálogos surrealistas en un restaurante. "Perdone", insistió Teófilo, "quiero preguntarle algo más. ¿Sabe usted cuál era el verdadero nombre de doña Helena?". Me encogí de hombros. "Su nombre era Helena Hahn. Se llamaba igual que usted. Blavatsky era el apellido del esposo".
Teófilo ofreció una verdadera charla sobre la teosofía. Explicó que el libro canónico era La doctrina secreta, de Helena Blavatsky, y que los teósofos buscaban sumar todas las religiones existentes para llegar a la verdad y a la esencia de Dios. Lo sorprendente era que integraban también cosas tan incompatibles como las ciencias experimentales y el ocultismo. En este punto intervino Jorge Teillier para preguntar si era cierto que la dama en cuestión había sido acusada de fraude. "Ella cita miles de libros y es humanamente imposible que los hubiera leído todos", agregó. "A ver", corrigió Teófilo, "ella no dice que los leyó todos. Según la señora Blavatsky, gran parte de esos conocimientos le fueron transmitidos mientras dormía". "¿Mientras dormía? No sé, me parece poco creíble", dijo Jorge. "Claro, es difícil de creer, justamente porque rompe nuestros esquemas", repuso Teófilo. Yo podría haber aportado algo a la conversación, mencionando, por ejemplo, que el nombre Teófilo y la palabra teosofía tenían la misma raíz, pero no me atreví. Preferí callarme y seguir escuchando a esos interlocutores de lujo.