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UN MUNDO NUEVO Y DESPROLIJO


Por Claudio Maldonado
Perfil que aparece en el libro Niños en el río de Teófilo Cid.
Coedición Inubicalistas y Caxicondor, 2022.



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Todo partió por una lectura azarosa y universitaria que hice en un mirador del cerro Ñielol. Era una antología donde aparecía un cuento que trataba de un hombre que se convertía en cerdo en la cama de un hotel lujoso y que firmaba unos cheques millonarios para pagarle a una corporación. Consciente de su tragedia, «El chancho burgués» terminaba por hundirse en su miseria. Por un buen tiempo fue mi relato de cabecera y me gustaba conectarlo con la sumisión de Gregorio Samsa o el suplicio gore de la mosca de Cronenberg. Esto pasaba a mitad de los 90. Ochenta años atrás nacía en Temuco el autor de este cuento, era Teófilo Cid Valenzuela, uno de los hombres de letras más interesantes que ha dado la literatura chilena en el siglo XX y que seguro, cuando niño, subió más de alguna vez a jugar al Ñielol, antes que lo convirtieran en un parque nacional, cuando quizás todavía quedaban vestigios del árbol de temu, entre los robles, canelos, mañíos y boldos. ¿Habrá sido la fuerza protectora del Ngen que le dio las primeras semillas de poesía? ¿o tal vez la señal que, cuando ya fuera hombre grande y escritor conocido, debería dar cuenta del Konun Wenu arrasado? Lo hizo. En su libro Camino del Ñielol (1949) (pdf) plasmó versos como este: «Todo fue jardín cuando en esta ciudad vivía/y mis sueños eran cosas todavía/cosas vírgenes del tacto personal que nos apresa/nos aduna y nos aqueja, llenándonos de melancolía»

 

 

Por el trabajo de su padre, que era un funcionario ferroviario, su primera juventud la vive en Talca. En el liceo de la ciudad conoce a Braulio Arenas y a Enrique Gómez Correa. Se hacen amigos y se enferman de literatura, discuten sobre el presente y futuro del arte, arman tertulias, memorizan y declaman los cantos de Lautréamont. Con el premio de los Juegos Florales talquinos le dice adiós a la ciudad. A sus 19 años viaja a Santiago para seguir la carrera de Pedagogía en Castellano. Todo parece marchar muy bien, porque luego consigue un cargo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, que deja tirado, porque en su interior la bohemia intelectual santiaguina lo hace abrazar las filas del surrealismo. A esta empresa se une su amigo Braulio, Enrique y Jorge Cáceres. Forman el grupo Mandrágora. Intentan hacerlo todo, le dan duro al bombo y los platillos, pregonan a gritos la necesidad de abrir puertas nuevas para la entrada de una realidad que se mancha día a noche de guerra, recesión y demencia dogmática. Le queman un discurso a Neruda, sacan revistas donde prima la utopía de estar, pero desde otra esfera, desde otros paraísos creativos, como lo soñaron tantos otros y otras: Gabriela Mistral, Pedro Antonio González, Hugo Correa, o Jorge Teiller, al que, en un atardecer helado de 1996, junto a otros compañeros de Facultad, le dijéramos adiós con un temblor de vinos, diaporamas y un pobre micrófono zumbando poesía.

De su experiencia mandragórica nace el primer libro de Teófilo, Bouldroud (1942) (pdf). Recuerdo de aquel libro «El rosal vertiginoso», «Una lectora de Ovidio», «La mujer negra». Sí, no hay duda, Teófilo era una rara avis, un descreído del querer tener poder, un pariente lejano de Bartleby, pero sin el desgano de no querer hacer y sin el «nopodernimiento» del Ferdydurke. Yo lo imagino como ese niño de Temuco, que no sabía que cambiaría la surrealidad por el creacionismo, y que sólo llegaba a casa lanzando el bolsón al aire, desgarrando el uniforme a tirones, evadiendo la sopa materna y corriendo desbocado al patio de juegos, escapando del futuro, donde ya de hombre grande un día lo verían llorando bajito por la demolición del Café Sao Paulo, para luego ir a beberse las calles, que, aplanadas, poco entenderían que una leyenda deshojara su cuerpo en la humedad invisible de la noche y que, más encima por ese despojo, el mundo lo marcaría a fuego con el mote de Máster de la noche o Dandy de la miseria.

¿Habrá siempre que desconfiar de un epitafio? Alguna vez Teófilo dijo que la vida era variable como el Euripo, y que cuántos soles de mierda, cuántas sangrías y cuántas costumbres nos ataban a seguir viviendo, a pesar de la tristeza y a la espera de seguir en el cobijo de una borrachera que nos acunara con una canción tonta y pasada de moda. Teófilo tenía una verdad, la vida era como el Euripo y por lo tanto la vida era una ruma de maletas por hacer. Lo hizo. Colaboró en diversos semanarios, publicó la novela El tiempo de la sospecha (1952) (pdf), donde no transa con los horrores de la dictadura de Ibáñez. Fue conferencista en programas radiales, viajó por Estados Unidos, escribió crónicas, obtuvo el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral con Alicia ya no sueña (1964) (pdf), donde, inspirado en la obra de Lewis Carroll, incursionó por primera vez en la dramaturgia. Teófilo nunca le temió al absurdo y fue nombrado secretario técnico de la Sociedad de Escritores de Chile. Hasta fue reconocido en vida, cuando en 1963 recibe el Premio Nacional del Pueblo de la comuna de San Miguel, por el conjunto de su obra poética.

Sobre sus últimos días se dice que su vida se redujo al vino turbio de los bares pobres, levitando entre la bruma del banco de una plaza, perdiendo las llaves de las piezas que le arrendaban los amigos. Alguien dijo que murió de frío frente a la Biblioteca Nacional, pero la verdad fue menos lírica. Con el cuerpo gastado de tanto vivir, fue hospitalizado en el pensionado del José Joaquín Aguirre. Un cáncer en expansión lo hizo desaparecer una semana antes de comenzar el invierno del 1964. Se fue su cuerpo, pero no la belleza vitalista de su aguante, que siempre estaba ahí, y que yo la volví sentir un año antes de irme de su tierra natal. Era el 2012 y participaba en la organización de un encuentro poético que llevaba su nombre: Encuentro poético nacional Teófilo Cid. De aquello, ya olvidado, quedó una fotografía grupal de la última jornada. En la instantánea posan felices: José Ángel Cuevas, Egor Mardones, Juan Wenuan, Juan Cameron, Guido Eytel, Luis Marín y Maha Vial. Recuerdo que la música rebotaba y se acoplaba en los parlantes del instituto que servía de local, tiritaban las botellas, rechinaban los vasos. De fondo sonaba «Sucio y desprolijo» de Pappo’s blues.





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UN NUEVO MUNDO Y DESPROLIJO.
Por Claudio Maldonado.
En "Niños en el río", de Teófilo Cid.
Coedición Inubicalistas y Caxicondor, 2022.