Por Jorge Teillier
I
He oído decir alguna vez que poesía es lo que hace el poeta. La tarea
es partir desde ese lugar y tratar de establecer qué es poesía para
quien ejerce ese "monótono oficio o arte".
En un principio poesía eran para mí los
extraños trozos de pareja tipografía medida y rimada que aparecían en
los libros de lectura, esos versos que hay que aprender de memoria
(y no de corazón como se dice en francés); de donde surgen
el caballo blanco que nos va a llevar de aquí, las loas a los padres
de la patria, los versos a la madre que el mejor alumno declama en el
proscenio.
Para empezar entonces,
la poesía es lo distinto al lenguaje convencional, por una parte, y
por otra, lo "bello", lo idealizado como las cuatro estaciones en los
cuadros donde se aprende idioma. Dos son las poesías escolares que aún
recuerdo: una me atrajo por la anécdota: "La canción del pirata" de
Espronceda ("La luna en el mar riela / y en la lona gime el viento"),
y la otra de García Lorca: "Naranjita de oro / de oro y de sol", donde
las palabras me sonaban como un encantamiento análogo al de las rondas
entonadas por las vecinas al atardecer.
No recuerdo haber intentado escribir poema alguno hasta los
doce años de edad. La poesía me parecía algo perteneciente a otro
mundo y prefería leer en prosa. Leía como si me hubiesen dado cuerda,
así como relata Pasternak que veía leer a los moscovitas en los trenes
en 1941 ajenos al cañoneo alemán venido de unos pocos kilómetros. Leía
de todo, desde cuentos de hadas y "El Peneca" hasta Julio Verne, Knut
Hamsun y Panait Istrati por quien aún vuelan los cardos en el Baragán.
Desde los doce años escribía prosa y poemas, pero en Victoria, ciudad
donde aún suelo vivir, fue donde escribí mi primer poema verdadero, a
eso de los dieciséis años, o sea, el primero que vi, con incomparable
sorpresa, como escrito por otro.
Sobre el pupitre del liceo nacieron buena parte de los poemas
que iban a integrar mi primer libro Para Angeles y
Gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo
donde también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir
para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las
nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras
de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel
poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del
desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro
encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún
se narran historias sobre la fundación del pueblo. Y también aparecían
los poetas; el primero de todos Paul Verlaine, cuyos versos rimaban
con las campanas y los pájaros y cuya poesía fue la primera que
aprendí a ver viva sin necesitar otra cosa que el sonido, y luego
Rubén Darío, López Velarde y Luis Carlos López, provincianos cursis y
universales, y también los chilenos: Vicente Huidobro, cuya antología
leía en la Pascua de 1949, y Omar Cáceres que me fue descubierto por
Miguel Serrano en su "Ni por mar ni por tierra" ("La brújula del alma
señala el sur"), y Pezoa Véliz y Alberto Rojas Giménez y Romeo Murga
que hablaba por nosotros a las muchachas con las que no podíamos
hablar.
Sin embargo, aclaro que
nunca hubo para mí distinción entre poetas chilenos y poetas
extranjeros. Se es o no se es poeta, y allí no caben las
nacionalidades. Más aún, creo que es un signo de madurez no
preguntarse ya "qué es lo chileno". Las personas adultas no se
preguntan quién son, sino como van a actuar. También las
colectividades adultas, me parece.
Nuestra poesía siempre ha tendido a la universalidad, que
fundamentalmente se obtiene por el lenguaje imperecedero de la imagen.
"La muerte que está ante mí como el chubasco que se aleja" del arpista
del Antiguo Egipto es también, "la muerte es grande y somos los suyos"
de Rilke, y la misma nieve recuerda a las damas de antaño de Villon y
es como la soledad en Rilke, y el tiempo es un río en Heráclito y
Jorge Manrique.
Pero vuelvo a 1953... cuando como todo provinciano debí hacer
el viaje bautismal de hollín de trenes de entonces a Santiago,
atravesando la noche como en un vientre materno hasta asomarme a la
lívida madrugada de boca amarga de la Estación Central. Por esos años
el héroe poético de mi generación era Pablo Neruda, que perseguido por
el Traidor se dejaba crecer barba y atravesaba a caballo la Cordillera
y desde México lamentaba que los jóvenes leyeran "Residencia en la
tierra" y llamaba a cantar con palabras sencillas al hombre sencillo y
en nombre del realismo socialista convocaba a los poetas a construir
el socialismo. Hijo de comunista, descendiente de agricultores
medianos o pobres y de artesanos, yo sentimentalmente sabía que la
poesía debía ser un instrumento de lucha y liberación y mis primeros
amigos poetas fueron los que en ese entonces seguían el ejemplo de
Neruda y luchaban por la Paz y escribían poesía social.
Pero yo era incapaz de
escribirla, y eso me creaba un sentimiento de culpa que aún ahora
suele perseguirme. Fácilmente podía ser entonces tratado de poeta
decadente, pero a mí me parece que la poesía no puede estar
subordinada a ideología alguna, aún cuando el poeta como hombre y
ciudadano (no quiero decir ciudadano elector, por supuesto) tiene
derecho a elegir la lucha a la torre de marfil o de madera o cemento.
Ninguna poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social,
pero su belleza puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias.
Yo escribía lo que me dictaba mi verdadero yo, el que trato de
alcanzar en esta lucha entre mí mismo y mi poesía, reflejada también
en mi vida. Porque no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o
malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo
cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los
valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats,
que da alegría para siempre. De qué le vale escribir versos a tanto
personaje resentido y sin puerta de escape que vemos deambular por el
mundo literario.
II
A
su debido tiempo, me parece que todo poeta en esta sociedad se suele
considerar un sobreviviente de una perdida edad, un ente arcaico. La
poesía es una enferma grave, a la que se le toleran algunos caprichos
en espera de su futura muerte, y también la Cenicienta (para editores)
de los géneros literarios aun cuando la novela sea "la poesía de los
tontos" según dice mi amigo el poeta Molina Ventura.
La burguesía ha tratado de matar a la
poesía, para luego coleccionarla como objeto de lujo. Me parece un
signo de estos tiempos ver cómo medio mundo reúne cosas que nunca
usarán: volantines que jamás se enredarán en un árbol, botellas que
nunca recibirán vino, redes de pescadores que no sirven para atrapar
un pez, llaves mohosas para ninguna puerta, "posters" con efigies de
muertos que de algún modo se contribuyó a matar. El poeta es un ser
marginal, pero de esta marginalidad y de este desplazamiento puede
nacer su fuerza: la de transformar la poesía en experiencia vital, y
acceder a otro mundo, más allá del mundo asqueante donde vive. El
poeta tiende a alcanzar su antigua "conexión con el dínamo de las
estrellas", en su inconsciente está su recuerdo de la "edad de oro" a
la cual acude con la inocencia de la poesía. Si soy extraño en este
mundo no soy extraño en mi propio mundo, reflexiona el creador, y a la
larga, en poesía, "lo que no es práctico resulta ser lo práctico" como
escribía Gunnar Ekelof. Pienso en dos poetas chilenos ya fallecidos
que pagaron con su vida su calidad de poetas: Teófilo Cid y Carlos de
Rokha, ambos "amateurs de la lepra", en nuestro medio.
Sí, la poesía considerada como la lepra en
este mundo en donde está muriendo la imaginación, en donde la
inspiración está relegada al desván de los muebles viejos. Astronautas
antisépticos y en esterilizados vehículos llegarán a la luna a plantar
sus pequeñas banderas, y a transmitir mensajes sin sentido, serán
artistas de circo en la "caja de los idiotas" de la TV. Al contrario,
pienso en los verdaderos conquistadores como Cristóbal Colón que parte
sin mapas junto con un equipo de locos y presidiarios hasta que
aparece el Nuevo Mundo que surge gracias a su visión; en Ponce de León
muriendo en pos de la Fuente de la Juventud; Gonzalo Pizarro yendo
hacia El Dorado; el Padre Meléndez en estrechas chalupas bogando por
los canales hacia la Ciudad de los Césares. Que puede ver el ciudadano
del Siglo XX en la luna sino un pequeño satélite cuya probable
utilidad será la de depósitos de perfeccionados proyectiles nucleares,
allí donde las jóvenes irlandesas veían al rostro de su futuro amado,
los puritanos de Boston a un duende maléfico, los nativos de Samoa una
anciana hilando nubes, los niños de hace treinta años a la Sagrada
Familia rumbo a Egipto. El poeta es el guardián del mito y de la
imagen hasta que lleguen tiempos mejores.
III
Creo que todos mis libros forman un solo libro, publicado en
forma fragmentaria, a excepción de "Crónica del Forastero". Me
parece que difícilmente uno tiene más de un poema que escribir en su
vida. Hay varias tendencias en mis libros que van de "Para ángeles
y gorriones" (1956) hasta "Poemas del País de Nunca Jamás"
(1963); una la descriptiva del paisaje visto como un signo que esconde
otra realidad (como en los poemas "El aromo" o "Molino de madera"),
otra como la historia de un personaje contada con un marco de
referencia que es siempre la aldea (así en "Historia de hijos
pródigos"), otra como el afrontar el problema del paso del tiempo, de
la muerte que subyace en nosotros revelada como el fuego revela la
tinta invisible por medio de la palabra (los poemas "Domingo a
domingo" u "Otoño secreto"). En este sentido quiero hacer destacar que
para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo, y un
intento de integrarse a la muerte, de la cual tuve conciencia desde
muy niño, a cuyo reino pertenezco desde muy niño, cuando sentía sus
pasos subiendo la escalera que llevaba a la torre de la casa donde me
encerraba a leer. Sé que la mayoría de las personas que conozco y
conocemos están muertas, que creo que la muerte no existe o existe
sólo para los demás. Por eso en mis poemas está presente la infancia,
porque es -para mí- el tiempo más cercano a la muerte y en donde
verdaderamente se entiende lo que significa. Por otra parte, yo no
canto a una infancia boba, en donde está ausente el mal, a una
infancia idealizada; yo sé muy bien que la infancia es un estado que
debemos alcanzar, una recreación de los sentidos para recibir
limpiamente la "admiración ante las maravillas del mundo". Nostalgia
sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado, pero debiera
pasarnos.
Siguiendo con mis
libros, "Los trenes de la noche" es un solo poema escrito
también de un solo golpe, en un viaje de Santiago a Lautaro, mirando
por la ventanilla del tren nocturno, escribiendo unos versos en un
cuaderno de croquis tras salir a respirar a la pisadera del carro,
tras bajarme rápidamente en las estaciones de donde parten los
ramales, a tomar un vaso de vino. El paso del tren representa el
tiempo que las locomotoras van dividiendo en forma implacable en el
pueblo natal que atraviesan por la mitad. Alguna vez correrá un último
tren, pensaba yo, cuál será ese último tren, así como tantas veces
pienso quién pronunciará por última vez mi nombre, quién leerá por
última vez un poema mío.
"Crónica
del Forastero" es un libro con menos revelación, menos visión lírica,
un intento fallido talvez de cambiar mi expresión habitual por el
relato, a costa unas veces del relato, otras de la tensión lírica.
Pero uno muchas veces no es responsable de lo que hace. Mi intención
era el de revivir a través de un personaje lírico la historia o mejor
dicho la intrahistoria de la Frontera, nuestro Far West, donde nace en
el siglo XVI la poesía chilena con Pedro de Oña y Ercilla; esa zona
tan singular nacida de la fusión de tres razas; revivir a los (y mis)
antepasados, proyectar una historia mítica en un presente que debe
cambiarse. Yo debía transformarme en una especie de medium para que a
través de mí llegara una historia, y una voz de la tierra que es la
mía, y que se opone a la de esta civilización cuyo sentido rechazo y
cuyo símbolo es la ciudad en donde vivo desterrado, sólo para ganarme
la vida, sin integrarme a ella, en el repudio hacia ella. Es posible
que esta "Crónica" sea un primer intento que alguna vez retomaré, un
primer paso hacia un poema épico para el cual todavía no estoy
preparado. Mi trabajo actual está orientado en otro sentido, que no
creo del caso hablar ahora, para utilizar figuras manidas, la
primavera trabaja mudamente las raíces del trigo que va a aparecer.
Tal vez sí apunte a una contradicción de mí mismo, una contradicción
dolorosa, porque yo no soy poeta de la aventura, sino del orden, aun
cuando admire a los innovadores auténticos, por supuesto. Pero sí,
quiero establecer que para mí lo importante en poesía no es el lado
puramente estético, sino la poesía como creación del mito, y de un
espacio y tiempo que trasciendan lo cotidiano, utilizando muchas veces
lo cotidiano. La poesía es para mí una manera de ser y actuar, aun
cuando tampoco puedo desarticularla del fenómeno que le es propio: el
utilizar para su fin el lenguaje justo para este objeto. Mi
instrumento contra el mundo es otra visión del mundo, que debo
expresar a través de la palabra justa, tan difícil de hallar. Porque
el poema no debe (como dice Archibald McLeish) "Significar sino ser".
Tal vez lo que importa no es dar en el blanco, sino lanzar la flecha.
Y de nada vale escribir poemas si somos personajes antipoéticos, si la
poesía no sirve para comenzar a transformarnos nosotros mismos, si
vivimos sometidos a los valores convencionales. Ante el "no universal"
del oscuro resentido, el poeta responde con su afirmación
universal.
IV
Nunca he pensado escribir una poesía original, ni me tengo por
un ser sin antepasados poéticos. Cada poeta tiene una línea que va
siguiendo. Es la mía la de Francis Jammes, Milocz en algunas de sus
etapas, René Guy Cadou -un poeta con cuya visión del mundo creo tener
afinidad-, Antonio Machado, para citar a los poetas principales, y en
las lenguas que puedo leer en versiones originales, lo que me parece
fundamental. En prosa, la línea de Robert Louis Stevenson, Alain
Fournier, Selma Lagerlof, cierto Knut Hamsun, Edgard Allan Poe
("Arturo Gordon Pym"). En Chile, alguna vez me adscribí a un cierto
sentido de la poesía que yo mismo llamé "lárico" (ver "Boletín de la
Universidad de Chile", número 56, 1965, mi trabajo "Los poetas de los
lares"), y en donde están, entre otros, Efraín Barquero y Rolando
Cárdenas, para citar sólo a mis coetáneos. A través de la poesía de
los lares y yo sostenía una postulación por un "tiempo de arraigo", en
contraposición a la moda imperante e impuesta por ese tiempo, por un
grupo ya superado, el de la llamada Generación del 50, compuesto por
algunos escritores más o menos talentosos, por lo menos en el sentido
de la ubicación burocrática, el conseguir privilegios políticos, el
iniciar empresas comerciales, representantes de una pequeña burguesía
venida a menos. Ellos postulaban el éxodo y el cosmopolitismo,
llevados por un desarraigo, su falta de sentido histórico, su egoísmo
pequeño burgués. De allí ha nacido una literatura que tuvo su momento
de auge por la propaganda y autopropaganda, pero que por frívola y
falta de contacto con la tierra, por pertenecer al oscuro mundo de la
desesperanza ha caducado en pocos años. La pretendida crisis de la
inautenticidad, de renuncia a las raíces, incluso a las de nuestra
tradición literaria, por pobre que sea. En cambio, la mayor parte de
nuestros poetas se mantienen fieles a la tierra, o vuelven a ella,
como es el caso desde Neruda y Pablo de Rokha a Teófilo Cid y Braulio
Arenas, ex surrealistas; o como en los más destacados poetas de la
última generación, la poesía es expresión de una auténtica lucha por
esclarecerse a sí misma, o por poner en claro la vida que la rodea.
Pero mejor que yo, lo dice Rilke: "Para nuestros abuelos una torre
familiar, una morada, una fuente, hasta su propia vestimenta, su
manto, eran aún infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en
la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí
que hacia nosotros se precipitan llegadas de EE.UU. cosas vacías,
indiferentes, apariencias de cosas, trampas de vida... Una morada en
la acepción americana, una manzana americana, o una viña americana
nada tienen de común con la morada, el fruto, el racimo en los cuales
había penetrado la esperanza y la meditación de nuestros abuelos...
Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en
nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser
reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas.
Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente
su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y
lárico". Hasta aquí Rilke (1929). Y no se debe añadir nada más. Dentro
del mismo Estados Unidos los movimientos de los beatniks y los hippies
recuperan también este mundo del "lar".
V
Lo
he dicho entre líneas, pero ahora quiero hacerlo explícito: el
personaje que escribe no soy necesariamente yo mismo, en un punto
estoy yo como un ser consciente, en otro la creación que nace del
choque mío contra mi doble, ese personaje que es quien yo quisiera ser
tal vez. Por eso el poeta es quizás uno de los menos indicados para
decir cómo crea. Cuando el poeta quiere encontrar algo se echa a
dormir, me parece que lo dice León Felipe. Habitualmente el poema nace
en mí como un vago ruido que debe organizarse alrededor de la palabra
o la frase clave o una imagen visual que ese mismo ruido o ritmo mejor
dicho, concita. No puedo concebir luego el poema en la memoria, sino
que debo escribir la palabra o frase clave en un papel, y ver cómo se
van organizando alrededor de ella las demás. Nunca corrijo, sino que
escribo varias versiones, para elegir una, en la cual trabajo. A veces
queda limpia de toda intervención posterior, otras veces empiezo a
podar y corregir en exceso, quitando espontaneidad. Creo que algo de
eso me ocurrió en la "Crónica del Forastero". Pero en realidad, nunca
sé en verdad lo que voy a decir hasta que no lo he dicho.
VI
Releo este trabajo, y como de costumbre me siento disconforme de él,
pero hemos llegado a un fin y eso no carece de importancia.
Me molesta el tono impostado y dogmático
que he solido adoptar. De veras, muchas veces no sé si soy poeta o no,
no sé si sobrevivirá de lo que he escrito por lo menos "algunas
palabras verdaderas" como pedía Machado. Pero "nuestra duda es nuestra
pasión y nuestra pasión es nuestra tarea". No soy humilde, al estilo
de los que dicen, como decía la Violeta, "a humilde a mí no me la gana
nadie", pero tampoco seguro de si lo que escribo vale ante los demás y
ante mí mismo. Tal vez alguna vez ya no escriba más poesía, tal vez
siga en esta tarea que nadie sino yo mismo me he impuesto, no para
vender nada, sino para salvar mi alma, en el sentido figurado y
literal.
Bien, si difícilmente he
podido comunicar algo pido disculpas afirmando como lo hace Humpty
Dumpty en "Alicia a través del espejo" que las palabras no significan
sino lo que nosotros queremos que signifiquen. De todos modos, para
terminar diré que "el vino y la poesía con su oscuro silencio" dan
respuesta a cuanta pregunta se le formule y que si mi amigo el poeta
Nicanor Parra escribe "Total cero" en un "artefacto" de epitafio a
Pablo de Rokha yo prefiero decir con Paul Eluard que "toda caricia,
toda confianza sobrevivirá", y con René Char: "A cada derrumbe de las
pruebas el poeta responde con una salva por el porvenir".
Valdivia - Santiago, octubre
1968