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Jorge
Teillier POETA FRONTERIZO
Eduardo Llanos Melussa (Prólogo
de "Los dominios perdidos"
1996)
En varias
ocasiones, y aun sabiendo que la opinión incomoda a muchos, he
manifestado que la generación de poetas
chilenos nacidos alrededor de 1930 es, por su diversidad —y no a pesar
de ella—, un fenómeno especial en nuestra tradición y en el contexto
de la poesía coetánea del continente. No se trata ya, por cierto —y
por suerte—, de esos padres tutelares que marcaron nuevos rumbos para
el genero en el habla hispánica (la Mistral, Huidobro, de Rokha,
Neruda, Parra); tampoco se trata de figuras que se hayan sentido en la
obligación de romper con aquellos antepasados (o con otros, como
Anguita o Gonzalo Rojas). Se trata de un grupo que, si bien no parece
propiamente una generación, constituye un estadio de consolidación de
lo que durante la primera mitad del siglo venía articulándose como
nuestra tradición poética y que, en buenas cuentas, es una especie de
antitradición: un espacio amplio y libertario en que diversos poetas,
de concepciones y actitudes a veces contrapuestas, practican una
coexistencia más o menos pacífica y, sobre todo,
productiva.
En efecto, durante los años sesenta se dio en Chile una
indiscutible expansión no sólo de la escritura, sino también de la
crítica (en muchos casos ejercida por los escritores mismos), de cuyo
maridaje son expresión inequívoca las varias revistas amigas —no
competitivas—, los encuentros intergeneracionales y los congresos. Y
aunque hubo también escenas de desencuentros y rivalidades, estos
poetas contaban —y cuentan todavía— con lectores comunes, atentos más
al valor intrínseco de las obras que a las manifestaciones
extralilerarias. Junto a Enrique Lihn (1929-1988) y Jorge Teillier
(1935), el espacio poético contaba con la presencia activa y
enriquecedora de otros poetas de evidente oficio y no poco admirados:
Miguel Arteche (1926), Alberto Rubio (1928), Efraín Barquero (1931) y
Armando Uribe (1933). La lista podría ampliarse con Carlos de Rokha
(1920-1962), Alfonso Alcalde (1921-1992), Fernando González Urízar
(1922), Jorge Cáceres (1923-1949), Eliana Navarro (1923), Cecilia
Casanova (1926), Raúl Rivera (1926), David Rosenmann Taub (1926), Luis
Vulliamy (1929-1989), Sergio Hernández (1931) y Rolando Cárdenas
(1933-1990). Más allá de lo discutible de una mención tan enumerativa,
está el hecho concreto de una actividad poética diversa, cultivada en
un ambiente de relativa tolerancia mutua y en que casi todos tenían
conciencia de pertenecer a un mundo que estaba haciéndose (no
deshaciéndose) y que recibía sus publicaciones de manera silenciosa y
acaso no muy entusiasta, pero seguramente con mayor profundidad y
sinceridad que las apreciables hoy en esas audiencias acríticas que
confunden la poesía con el estrellato publicitario.
En ese
mismo contexto, los poetas jóvenes (Floridor Pérez, Hahn, Silva
Acevcdo, Waldo Rojas, Bertoni, Millán) heredan tempranamente e
intensifican ese sentido de la fraternidad y esa conciencia del
trabajo colectivo; sólo que su desarrollo se vio tronchado
dolorosamenle por el golpe militar y varios de ellos sufren la prisión
política, el exilio o el autoexilio (cesantía,
marginación).
Finalmente, en el caso de mi hornada, aunque ha
producido obras que obviamente enriquecen el acervo poético nacional,
creo que muestra como promedio un nivel de oficio
comparativamente bajo, que resulta dramático si se lo relaciona
con los ambiciosos proyectos neofundacionales que animaban a algunos
de ellos y que, hace un lustro o menos, se tenían por renovaciones
indiscutibles.
Esta visión un tanto sombría de nuestro panorama
poético no me parece, sin embargo, atrabiliaria, sino más bien
realista, y creo que depende más bien del contexto histórico que de mi
subjetividad. Ciertamente, no se me oculta la existencia de ciertos
hechos (invitaciones internacionales, traducciones, premios, juicios
laudatorios de críticos prestigiados) que parecen contradecir el
diagnóstico de involución que he venido trazando y que preferiría que
fuera más optimista. El problema es que también la poesía que
actualmente se está publicando en nuestra lengua es, como globalidad,
inferior a la que surgía en los años sesenta, cuando campeaba una
creatividad formidable por todos o casi todos los ámbitos de la
cultura latinoamericana.
Pues bien: la poesía de Teillier era
parte relevante de esa nueva ola, de cuya salud expresiva —prodigada
en numerosos grupos y revistas por todo el continente— no se ha hecho
aún un registro antológico representativo. Pero, aunque en su gran
mayoría las antologías hispanoamericanas de la última década omitan a
Teillier (1), lo cierto es que debería figurar en ellas por derecho
propio. De veras haría bien leer sus mejores poemas junto a los de
nuestro querido e indómito Enrique Lihn, Ernesto Cardenal, Roberto
Juarroz, Jaime Sabines, Carlos Germán Belli, Francisco Madariaga, los
cubanos Elisco Diego y Fayad Jamís (con los que tiene notorias
afinidades), Juan Gelman, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla, Roque
Dalton, Alejandra Pizarnik, para nombrar a algunos de los poetas
hispanoamericanos de su generación.
Cuando la editorial Fondo
de Cultura Económica me solicitó un artículo sobre Teillier, pensé que
el poeta contaba con plumas más idóneas que la mía para tal tarea (que
por cierto es honrosa). Sin embargo, he aceptado de buen grado
hacerlo, tras cerciorarme de que lo esperado no es tanto un estudio
crítico, cuanto el testimonio de un (no el) poeta de
esta generación de treintañeros que yo integro. Generación que, por
otra parte, no será tal si no suma a sus obras un vínculo activo con
la producción poética anterior. Huelga explicitar que nuestra actitud
no tiene por qué ser panegírica ni mitificante: sólo se pide que no
sea amnésica ni edípica (sobre todo si se tiene en cuenta la
pretensión fundacional del régimen militar y sus ideólogos y
disimulados agentes, todos aplicados a la misión de persuadirnos de
que con ellos nuestra sociedad renacía desde las
cenizas).
Desde esta perspectiva intergeneracional, debo decir
en primer lugar que, más que en otros casos, la poesía de Teillier me
resulta indiscernible de su persona. Quiero decir que su subjetividad
y su mundo impregnan de tal manera su lírica, que ésta ofrece una
especial esfericidad, una atmósfera propia que uno reconoce de
inmediato teilleriana:
Cuando todos se vayan a otros planetas yo quedaré
en la ciudad abandonada bebiendo un último vaso de
cerveza, y luego volveré al pueblo donde siempre
regreso como el borracho a la taberna y el niño a
cabalgar en el balancín
roto.
Aproximándose un
poco más a esta obra, uno descubre una coherencia secreta. Como muy
bien expresa Jaime Giordano, los lectores que hayan seguido el
itinerario de Teillier "tienen dos alternativas: lamentarse de que el
poeta siga 'en lo mismo', que no haya cambiado, como si los poetas
tuvieran que estar siempre sorprendiendo a un lector viciado por la
insaciabilidad consumista actual, o felicitarse por lo mismo, por el
hecho de que el poeta no se haya corrompido ni haya renegado de su
mundo" (Dióses, Antidioses... Ensayos críticos sobre poesía
hispanoamericana. Ediciones LAR, Santiago, 1987, p.
290).
Personalmente, el principal motivo por el cual releo y
valoro la poesía de Teillier es precisamente la certeza de reencontrar
allí el eslabón perdido de esa larga cadena de esfuerzos por ofrecer
una alternativa ética y estética en un área cada vez más asediada por
el mercantilismo y el dogmatismo instrumentalizador. Véase,
por ejemplo, este fragmento de "El poeta de este mundo", en que
Teillier dialoga con el poeta francés René-Guy Cadou —citándolo—, pero
al mismo tiempo hilvana una suerte de declaración de
principios:
Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que
nos desborda, que no significa nada si no permite a los hombres
acercarse y conocerse. La poesía debe ser una moneda
cotidiana y debe estar sobre todas las mesas como el canto
de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo. Sabías
que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los
árboles, que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a
vender a los mercados [...]
Esta oscilación
entre el mundo propio y el trasmundo (Cadou murió en 1951), entre la
realidad propia y la ajena, entre la vivencia y la memoria, entre la
circunstancia precaria y la plenitud de un paraíso perdido y a medias
recobrable, es lo que mejor caracteriza a su poesía. Pero ello se deja
entrever tras unas nieblas que pueden llamar a engaño. En rigor, ese
paisaje de la Frontera (con sus bosques y sus aldeas atravesadas
melancólicamente por trenes nocturnos) pertenece y no pertenece a
Chile; esa niñez perdida (la única patria de la que todos fuimos
exiliados, según Rilke) y esa vida provinciana son y no son el objeto
de la añoranza. Así, la poesía de Teillier es fronteriza en un sentido
más profundo: en ella se asiste a un movimiento que parece efectuarse
y anularse simultáneamente, y que en todo caso compatibiliza
polaridades aparentemente antinómicas: marginación y participación
profundas; retraimiento y cálida proximidad; introspección y diálogo;
paisaje e interioridad; conciencia viva del aquí-ahora y eterno
retorno al País de Nunca Jamás; resignación y alegría; aceptación del
propio sino y evasión nostálgica hacia un pasado o un trasmundo
mítico, inalcanzable, que —como el horizonte— retrocede a cada paso
con que el hijo pródigo se le aproxima.
La autenticidad del
esfuerzo por superar la escisión poesía-vida, cada vez más dolorosa e
inevitable, es lo que permite, en mi opinión, comparar a Teillier con
Lihn. Más allá de sus obvias diferencias, ambos representan los
últimos y más denodados agonismos poético-existenciales de nuestro
país. La lealtad hacia sí mismo no es en ellos mera tozudez u orgullo
narcisista; es una vigilia que en medio del tráfago del progreso
postmoderno puede, paradojalmente, parecer ensueño o somnolencia, pero
que en realidad constituye el cumplimiento de una misión
irrenunciable. De ahí ese continuo giro meta-poético (propio, según
Heidegger, de quien oficia como poeta en tiempos de penuria): "Porque
no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino
transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar
contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean
poéticos [...]".
En la poesía de Teillier, los diálogos son
silenciosos y los silencios son dialogantes. Y no estoy haciendo un
juego de palabras ni denunciando una ambigüedad, sino indicando los
signos de una integridad, de una coherencia que se tiende y reposa
sobre la realidad tan vastamente, que se deja sentir con un peso
centrípeto: un arraigo inefable que hasta se resiste a la
verbalización, como un felino capaz de movimientos rápidos y
elegantes, pero que se siente mejor en el sosiego. Paradojalmente,
desde la profundidad vivencial de ese arraigo surge la contemplación
activa: "El invierno trae caballos blancos que resbalan en la helada".
¿De dónde proviene la fuerza poética de esa imagen? Precisamente, de
ese carácter fronterizo, de ese oscilar en la colindancia de lo visto
y lo imaginado, en que tanto el invierno como los caballos blancos
resbalando en la helada son elmentos reales y al mismo tiempo signos
de otra realidad: el trasunto lírico de un estado de alma individual y
arquetípicamente colectivo.
Más que un rigor verbal (que no me
parece en él muy marcado), más que una artesanía del ritmo y la
sintaxis (en que otros poetas destacan con más evidencia), en Teillier
se admira su atmósfera, su capacidad evocadora y comunicante, su
congruencia, su lealtad hacia sí mismo y hacia el oficio. "El poeta
—expresa— es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen
tiempos mejores".
En verdad, cualquier tiempo es propicio para
leer a un poeta genuino, y una ocasión como ésta, en que se tiene ante
la vista una recopilación antológica, es mejor que otras. Quisiera
finalmente expresar que, pese a la redondez de todas sus obras. El
árbol de la memoria (1961) me sigue pareciendo precozmente maduro
y representativo. ¿Cuántos poetas de las generaciones posteriores han
llegado a los veinticinco años a la pareja calidad de ese, libro?
Citemos, entonces, de ese texto —ligeramente modificado en dos
versiones posteriores— el último poema, el más teillierano —si cabe—
de ese libro juvenil:
Me despido de una muchacha que sin preguntarme si la
amaba o no la amaba caminó conmigo y se acostó
conmigo cualquiera tarde de esas en que las calles se
llenan de humaredas de hojas quemándose en las
acequias.
Me despido de una muchacha cuyo rostro suelo
ver en sueños iluminado por la triste mirada de trenes que
parten bajo la lluvia.
Me despido de la memoria y me
despido de la nostalgia —la sal y el agua de mis días sin
objeto— y me despido de estos poemas: palabras, palabras -un
poco de aire movido por los labios- palabras para ocultar
quizás lo único verdadero: que respiramos y dejamos de
respirar.
Compartamos, pues,
esa actitud, y dejemos al lector respirando a su vez esta poesía, que
"es un respirar en paz/ para que los demás respiren".
Santiago de Chile,
1992.
NOTAS
(1) Ver las antologías de Rodríguez Padrón (Espasa
Calpe, 1984), Cobo Borda ( Fondo de Cultura Económica, 1985),
Eyzaguirre y Lastra (INTI, 1984), Escalona (Ayacucho, 1985), Ortega
(Siglo XXI, 1987), Francesco Tentori (Tascabili Bompiani, Milán,
1987).
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