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LOS POETAS
OLVIDADOS
Por
Jorge Teillier en En
Viaje Nº345, julio de 1962
En las historias literarias
siempre se ha registrado el hecho de que de pronto se oscurecen y
ocultan las voces de verdad importantes y significativas, y sólo se
oye el graznido más estridente entre la bandada de los poetas. Por una
o dos generaciones se olvida el nombre de los auténticos creadores,
pero a la larga son de nuevo descubiertos y aparecen a la superficie
llenos de vida, como las raíces que permanecieron heladas, durante la
primavera. El caso del conde de Lautreamont es un ejemplo clasico. En
Chile -y guardando las debidas distancias- ha ocurrido esto. Existe un
grupo de poetas olvidados, cuya obra sin embargo merece ser recordada
muchisimo más que la de numerocos vates que inundan las antologías e
historias literarias. Queremos referirnos brevemente a tres de estos
poetas olvidados: Alberto Valdivia, Juan Egaña y Alberto Moreno, a los
que podríamos agregar otros como Romeo Murga, Armando Ulloa, Joaquin
Cifuentes Sepúlveda, Oscar Sepúlveda (Volney), Alejandro Galaz,
etc.
“Todo se irá, la tarde, el sol, la vida. . .”, así decía a
los veinte años Alberto Valdivia. Y a esa edad aparecía en el
“circulo de oro” de los mejores poetas de esa inolvidable antologia
-la más completa realizada hasta ahora- “Selva Lirica”. Alli era
comparado Alberto Valdivia con Juan Ramón Jiménez, comparación
peligrosa, pero que no resultaba desmedida. Basta para ello escuchar
la voz de Valdivia:
TODO SE IRA
Todo se irá, la tarde el
sol, la vida, será el triunfo del mal, lo
irreparable; sólo tú quedarás, inseparable hermana del
ocaso de mi vida.
Se tornarán las rosas en un
cálido ungüento de otoñales hojas muertas; rechinarán las
escondidas puertas del alma y será todo mustio y
pálido.
Y tú también te irás, hermana mía. Condenado a
vivir sin compañera, he de perder hasta la pena un
día, para acechar, cual triste penitente, a través de mi
pálida vidriera el último milagro de la
fuente.
En 1922 Alberto
Valdivia publicó “Romanzas en gris”, libro hoy dia inhallable y que en
ese tiempo pasó inadvertido. Quizás de ese tiempo empieza la tragedia
de Alberto Valdivia, herido por la indiferencia ante el libro en donde
entregaba sus sueños y su sangre. “Yo no escribo sino a riesgo de
morir”, dijo una vez, como recuerda Andrés Sabella en sus “Cuatro
patas del vino”. La poesía y la música -fue un eximio violinista- no
lo salvaron de una caída implacable. Al final de sus días conoció la
más extrema miseria: la de Ias hospederías, los hospitales de
indigentes. Vagaba por las calles de la ciudad como un fantasma de si
mismo, víctima, además, de la morfina: "si no fuera por esta
jeringuilla bondadosa enloquecería”, declaraba. En ello encontró su
muerte, el año 1938, a los cuarenta años de edad. Todavía sus poemas
esperan su resurrección.
Juan Egaña, “el palido”. Asi lo
llamaban sus amigos. Miramos su retrato y vemos en ese rostro tan extrañamente parecido al rostro de tantos poetas de otra
época, el rostro de toda una juventud, de toda una generación perdida,
aquella de los poetas del año 20. Juan Egaña aún está vivo en el
corazón de los sobrevivientes de esa generación. Fue uno de los
fundadores de la valiente revista “Numen” y colaborador de “Claridad”,
la gran revista de la Federación de Estudiantes. De su personalidad
habla con cierta amplitud Gonzalez Vera en “Cuando era muchacho”.
Cuenta cómo Juan Egaña recibía una mesada de algún pariente adinerado,
la que gastaba con presteza. Luego de eso, permanecía una larga
temporada en el lecho, enviando un mozo “que conservaba por atavismo
aristocrático” -como dice González Vera- a comprar a crédito bebidas y
cigarros, cuando lo visitaban sus amigos. Lo imaginamos escribiendo
entonces ese poema “A la hora del Angelus”, que algunas antologías han
recogido :
“A la hora del Angelus vendrá el amigo bueno y su
charla bendita disolverá mi mal. A la hora del Angelus vendrá
el arnigo bueno y yo estaré cansado de
llorar..."
Melancólica figura
la de este Juan Egaña muerto a los treinta y dos años de edad, en
1928, ya hace más de treinta lejanos años. Su poesía sin ningun
aderezo, salida directamente de las llagas, del corazón, aún no
ha encontrado quien la recoja en un volúmen.
Baudelaire
habla en su prólogo a las obras de Edgard Allan Poe, que hay seres que
llevan escrito “mala suerte” en algún pliegue misterioso de la frente.
Uno de ellos fue su discípulo chileno Alberto Moreno, nacido en Chañaral en 1886 y muerto en 1918. Alberto
Moreno, que llevó su devoción hacia Baudelaire hash el punto de
traducir integras “Las flores del mal” con el objeto de -como decía en
el prólogo a la traducción- “dar derroteros de salud al organismo
anémico y vulgar de nuestro arte, nutrido con la yerbabuena de la
rutina y la hoja rastrera y pródiga que mascan los rebaños”. Por
desgracia esta traducción -la primera en Hispanoamérica (1915)- no se
publicó nunca.
Alberto Moreno residió durante casi toda su vida
en Valparaíso, en donde fue amigo de Carlos Pezoa Véliz, Zoilo
Escobar, Victor Domingo Silva, Juan Egaña, quien perdió en un tranvía
el primer libro de poemas de su amigo, etc. Hombre, sin embargo,
orgulloso y solitario, no se preocupó de la nombradía ni de las
publicaciones. Sólo en 1926 se publicaba “De las zonas virgenes”,
conjunto de poemas con prólogo de Neftali Alberto Moreno Agrella. Eran
sólo algunos de los poemas salvados del “viento de la despreocupación”
que se había llevado los demás, según el decir de Agrella. Pese a
ello, tal libro lo deja definitivamente establecido como un poeta de
verdad, un poeta indispensable en un recuento de la poesía chilena.
Una obra donde brilla un “sol extraño de patologia”, impar en nuestra
expresión lírica. Recordemos alguna estrofa de su poema más difundido,
aquel “Mi Giganta”, en que parangona su “monstruo” que lo libra de su
“gran fastidio y sus torturas secretas”, con la giganta que añorara el
poeta de “Las flores del mal” para dormir “como una pobre aldea al pie
de una montaña”.
Maestro:
Yo no sueño con las gigantas tuyas;
tengo una mujer viva, más
real y fabulosa; es moderna, vibrante -para que tú la
instruyas de los raros progresos de esta edad
contagiosa.
Mi giganta no tiene las perezas
serenas, no es patrona ni diosa, ni estatua
simbolista; sus carnes, sus ensueños, sus linfas y sus
venas, son savias, floraciones, de una magia
realista. .................................................................... Poeta:
No la quiero como fría giganta, como tú, al desear los
encantos serenos, los pródigos regazos de una ternura
santa y al dormirme besando la sombra de sus senos. La
quiero como un monstruo bendito y formidable de estas pobres
ciudades, de estos pobres poetas: su fenómeno adoro -bálsamo
saludable para mi gran fastidio, mis torturas
secretas.
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