Proyecto Patrimonio - 2005 | index | Tomás 
              Harris | María Inés Zaldivar  | Autores |
             
            
            
             
            Presentación:
              Tres miradas a "Tridente" de Tomás Harris
              Ril 
                Editores, 2005. 144 páginas.
                
                
                Por María Inés Zaldívar
                 Agosto de 2005
             
          
          
          Tridente de Tomás Harris, al igual como su nombre 
            lo indica, es un poemario compuesto por dos dientes largos en los 
            extremos, y uno corto al centro. Uno de los largos es “Edipo Androide 
            en la blanca Colono”, por un lado, y “Las jornadas del sordo”, por 
            el otro, más el terciario diente (como el terciario brazo de 
            Vallejo), el breve, el del medio, titulado “Balada del condenado de 
            Oklahoma”.
            
            La primera parte es un epistolario a dos voces, entre el ciego y viejo 
            Edipo “viejo poeta de mil años que reencarna y reencarna” (27) 
            desterrado en la blanca Colono, y su enamorada Aurelia que quedó 
            se supone en Tebas, pero que responde ya sea buscándose así 
            misma en las pantallas grises de los computadores, o desde sueños 
            improbables sin fecha. La blanca Colono, yerma y desértica, 
            que rescribe la original, esa de Sófocles, la que por boca 
            de su hija lazarilla Antígona: “está cubierta de laureles, 
            olivos y viñas, y muchos son los ruiseñores que dentro 
            de él cantan melodiosamente”, está descrita con profusión 
            y detalle. La Colono de Harris, en una anticiudad, donde “Los habitantes 
            vagan como los miembros de una expedición polar perdida, harapientos,/ 
            febriles, musitando letanías ininteligibles por los sordos/ 
            témpanos, bajo las estacas iridiscentes de los picachos,/ y 
            el sordo traqueteo del agua bajo lo hielos.”(50). Y en Colono, “todos 
            los sitios llevan el nombre de la ciudad”, la taberna, el cine que 
            es como una “caverna postplatónica de sueños de marfil”, 
            la estación, etcétera, y hasta “el perro vagabundo supurante 
            y baboso,/ al que todos lo habitantes de la ciudad le dicen,/ Colono, 
            Colono, y cuando se acerca, algunos le patean/ el hocico y otros le 
            tiran hogazas de pan duro”, como puede apreciarse detalladamente en 
            el poema “Edipo medita sobre algunos aspectos onomásticos de 
            Colono, la ciudad blanca”(52-53). Pero, en definitiva, aparte de la 
            geografía, ambas Colonos, la de Sófocles o la de Harris, 
            son las ciudades para ir a morir (no nos olvidemos que Sófocles 
            nació allí y escribió esta tragedia a los 94 
            años, en honor a su ciudad natal y que murió antes de 
            que la obra fuera presentada en público). Son semejantes también, 
            porque tanto en la tragedia clásica como en Tridente, 
            Colono es la ciudad donde aparecen todos los peores sufrimientos: 
            la enfermedad, la discordia y traición entre hermanos, el incesto, 
            la guerra, la vejez y el destierro bajo, la mirada atenta de la sombra 
            de la Esfinge.
 
            en las pantallas grises de los computadores, o desde sueños 
            improbables sin fecha. La blanca Colono, yerma y desértica, 
            que rescribe la original, esa de Sófocles, la que por boca 
            de su hija lazarilla Antígona: “está cubierta de laureles, 
            olivos y viñas, y muchos son los ruiseñores que dentro 
            de él cantan melodiosamente”, está descrita con profusión 
            y detalle. La Colono de Harris, en una anticiudad, donde “Los habitantes 
            vagan como los miembros de una expedición polar perdida, harapientos,/ 
            febriles, musitando letanías ininteligibles por los sordos/ 
            témpanos, bajo las estacas iridiscentes de los picachos,/ y 
            el sordo traqueteo del agua bajo lo hielos.”(50). Y en Colono, “todos 
            los sitios llevan el nombre de la ciudad”, la taberna, el cine que 
            es como una “caverna postplatónica de sueños de marfil”, 
            la estación, etcétera, y hasta “el perro vagabundo supurante 
            y baboso,/ al que todos lo habitantes de la ciudad le dicen,/ Colono, 
            Colono, y cuando se acerca, algunos le patean/ el hocico y otros le 
            tiran hogazas de pan duro”, como puede apreciarse detalladamente en 
            el poema “Edipo medita sobre algunos aspectos onomásticos de 
            Colono, la ciudad blanca”(52-53). Pero, en definitiva, aparte de la 
            geografía, ambas Colonos, la de Sófocles o la de Harris, 
            son las ciudades para ir a morir (no nos olvidemos que Sófocles 
            nació allí y escribió esta tragedia a los 94 
            años, en honor a su ciudad natal y que murió antes de 
            que la obra fuera presentada en público). Son semejantes también, 
            porque tanto en la tragedia clásica como en Tridente, 
            Colono es la ciudad donde aparecen todos los peores sufrimientos: 
            la enfermedad, la discordia y traición entre hermanos, el incesto, 
            la guerra, la vejez y el destierro bajo, la mirada atenta de la sombra 
            de la Esfinge.
            
            La segunda parte del texto es la triste canción del soldado 
            condenado a muerte, que espera ser ejecutado con una inyección 
            letal, y cuya espera tiene, entre los muchos testigos establecidos 
            por la ley en USA, a este otro que desde las alturas de un departamento 
            en “Santiago de Chile, Sudamérica”,“como buen mirón 
            de la muerte” (86), espera la hora señalada en “este finis 
            terrae desde donde profiero mi asco, mi ascua” (86), y que matiza 
            la demora de la ejecución, mirando a una joven “enfundada en 
            un body blanco sobre su cuerpo rosa” (75), que se pasea tras los inalcanzables 
            cristales de un departamento colindante, como “un cisne urbano”(87).
            
            Y en el tercer diente, el del otro extremo, Francisco de Goya y Lucientes, 
            al que Harris le dedica el libro, “aunque privado del paraíso 
            de la oreja” pero instalado en el “infierno de la visión”, 
            se pasea solo, sordo y progresivamente loco, por su quinta pintando 
            los últimos cuadros, “quizá como una manera/ de desnudar 
            nuestra razón/ quizá como una mala manera/ de trozarnos 
            los corazones” (91). 
            
            Pero este poemario, no sólo por su forma es un Tridente, 
            pues en ese caso bien podría llamarse Tríptico, sino 
            también porque estos tres dientes se clavan en el lector, sin 
            piedad. Digo que se clava, puesto que el texto, siguiendo la estética 
            de los libros anteriores de Harris, contiene una lectura que estremece, 
            que duele, que da rabia, impotencia, hasta asco, que a veces se mezcla 
            con bocanadas de ternura y algo de risa reprimida que se avergüenza 
            de brotar, pero que al final es risa y qué, como respuesta 
            a ese humor negro, construido a base de una ironía letrada 
            e inteligente. Pero, a pesar de ese humor corrosivo, ante expresiones 
            como:
           
            Cuando desperté, aún estaba 
              ahí.
              El pelo -¿serpientes, cenizas?- se adhería a la almohada
              por la flema reseca, los residuos de vómito orgiástico,
              ¿suyo, mío, o de ambos entrelazados como efluvios 
              del aquelarre? (37),
          
          al igual que nosotros, Aurelia frente a las cartas del viejo Edipo, 
            su amor, inquiere: ¿“Por qué me haces llegar poemas 
            así de decadentes” (39), mas ante esta réplica el ciego 
            enamorado le y nos confidencia en un fragmento de su diario escrito 
            durante el destierro, que su vida a sido más de agraz que de 
            dulce:
           
            Cómo detesto repetir el parlamento 
              manoseado 
              de mi Destino: me eché al viejo, me culié a mamá, 
              
              los vecinos estaban cabreados y llamaron a la poli
              y en mi destartalado Mustang me fui de carreteras,
              con mis dos hijas sin madre que les enseñara
              a bordar, a respetar sus cuerpos,
              a no andar mostrando el culo solo porque aún son jóvenes. 
              (45-46)
          
          Mezcla de tragedia y comedia, este Edipo posmoderno, monologa en 
            la antesala del infierno, donde no hay consagración, y donde 
            trabaja como un “demonio estatal, como un “diablo de segunda categoría/ 
            con este paletó gris y la ridícula corona de laurel/ 
            que rememora a mi predecesor”, lo que vendría a ser lo mismo 
            a convertirse otro de los “poetas autoeditados/ falsarios y plagiadores, 
            profanadores de cadáveres ilustres” (65). 
            
            En otras palabras, la estética de este nuevo poemario de Harris (“Museo de lo Freak”(64) dice Edipo en el “Monólogo de Edipo 
            en el infierno”) siguiendo la línea de los anteriores, es desacralizadora 
            de lo bello, es una estética feísta, si pudiese utilizar 
            esta expresión, como ladel expresionismo europeo, principalmente 
            el alemán de principios de siglo tal como el de las obras de 
            George Grosz, quien pinta toda la decadencia post Primera Guerra Mundial, 
            o las creaciones de Emil Nolde, las del austríaco Oskar Kokoschka, 
            o bien las de E. L. Kirchner, entre otros, donde pueden verse creaciones 
            con una deformación deliberada de la realidad con el fin de 
            acentuar ciertos rasgos (Picasso en las señoritas de Avignon). 
            O bien podría pensar, dentro del ámbito de la literatura 
            y en una especulación al pasar, en una estética coherente 
            con el más duro Naturalismo, ese de Zola y Maupassant, y bautizarlo 
            provisoriamente como un naturalismo retro, dark. Pero es interesante 
            anotar que, junto con este expresionismo punzante, hay gestos intensamente 
            líricos, en todo el sentido de la palabra, en expresiones tales 
            como: "Ella era una bailarina de ojos negros y zapatillas rojas,/ 
            no había nadie como ella con pies tan ágiles, / liviana 
            como una alondra en la ventisca" (359), que hacen de contrapunto 
            acentuando la especificidad e intensidad de la oposición entre 
            ambos tipos de expresión. Considero, por tanto, que la lectura 
            de los textos de Tomás Harris despiertan intensidades de variados 
            tipos, que incluso pueden producir en algunos momentos la tentación 
            del bloqueo para no ver ni sentir lo que incomoda o desajusta más 
            allá de lo tolerable.
 
            (“Museo de lo Freak”(64) dice Edipo en el “Monólogo de Edipo 
            en el infierno”) siguiendo la línea de los anteriores, es desacralizadora 
            de lo bello, es una estética feísta, si pudiese utilizar 
            esta expresión, como ladel expresionismo europeo, principalmente 
            el alemán de principios de siglo tal como el de las obras de 
            George Grosz, quien pinta toda la decadencia post Primera Guerra Mundial, 
            o las creaciones de Emil Nolde, las del austríaco Oskar Kokoschka, 
            o bien las de E. L. Kirchner, entre otros, donde pueden verse creaciones 
            con una deformación deliberada de la realidad con el fin de 
            acentuar ciertos rasgos (Picasso en las señoritas de Avignon). 
            O bien podría pensar, dentro del ámbito de la literatura 
            y en una especulación al pasar, en una estética coherente 
            con el más duro Naturalismo, ese de Zola y Maupassant, y bautizarlo 
            provisoriamente como un naturalismo retro, dark. Pero es interesante 
            anotar que, junto con este expresionismo punzante, hay gestos intensamente 
            líricos, en todo el sentido de la palabra, en expresiones tales 
            como: "Ella era una bailarina de ojos negros y zapatillas rojas,/ 
            no había nadie como ella con pies tan ágiles, / liviana 
            como una alondra en la ventisca" (359), que hacen de contrapunto 
            acentuando la especificidad e intensidad de la oposición entre 
            ambos tipos de expresión. Considero, por tanto, que la lectura 
            de los textos de Tomás Harris despiertan intensidades de variados 
            tipos, que incluso pueden producir en algunos momentos la tentación 
            del bloqueo para no ver ni sentir lo que incomoda o desajusta más 
            allá de lo tolerable.
           ***
          Vamos ahora al objeto Tridente ¿Cómo se nos 
            presenta? 
            
            Diría que es un objeto, que también siguiendo la tradición 
            de sus poemarios anteriores, requiere ser leído como un poema 
            narrativo, con sus tres historias y sus personajes. No quisiera detenerme 
            en este punto, pero sí mencionar a tres de ellos, a Aurelia, 
            a la enamorada de Nerval, antigua visitante de los textos de Harris, 
            que desde el romanticismo, nos lleva al Amour Fou de los surrealistas, 
            que también habita en la nada en este texto, y que no puedo 
            dejar de ligar por su invisibilidad y fugacidad con la Nadja de Breton. 
            Luego al condenado a muerte de la segunda parte, que a pesar de tener 
            al Imperio más temible sobre él y finalmente dentro 
            de sus venas hecho veneno letal, deja como herencia por boca prestada 
            de otro, el poeta William Ernest Henley un legado de libertad, al 
            estilo más castizo de Espronceda: 
           
            No importa cuán angosta sea la puerta
              Ni cuán lleno de castigos esté el pergamino
              Yo soy el dueño de mi destino:
              Yo soy el capitán de mi alma
          
          Y por último el bendito sordo, el Demiurgo, Francisco de Goya 
            y Lucientes, en cuya mente, en cuya sombra podría estarse gestando 
            todo el libro.
            
            Ahora bien, la pregunta acerca de la materia que lo conforma, del 
            cómo está construido Tridente podría tener 
            una respuesta de varias decenas de páginas. Es por ello que 
            prefiero en esta ocasión, más que una mirada analítica 
            literatosa, intentar responder a la pregunta de, cuál sería 
            el proceso alquímico que lo conformó en esta arma tan 
            punzante? 
            
            Empecemos diciendo lo más obvio, que Tridente, al igual 
            que los poemarios anteriores de Harris, es una construcción 
            de poesía narrativa que encierra un abarrotado, riquísimo 
            y sorprendente tejido intertextual; en este caso diría que 
            conforma un verdadero tapiz en el que se presentan variadas figuras 
            que casi no dejan espacio para respirar por sus intersticios. Y me 
            surgen dos imágenes cuando me asomo al mundo de Tridente, 
            por una parte me parece estar frente a un friso medieval, pero de 
            esos que en los templos estaban escondidos, y que solo muy pocos, 
            seguramente su autor o autores más un círculo secreto 
            sabían descubrirlo, donde se mezclaba lo sagrado y lo profano, 
            lo obsceno y lo sublime, lo bello y lo horrible. Tridente no 
            está escondido en el templo (esperemos que al menos lo esté 
            en las librerías y bibliotecas), y en el friso que nos presenta 
            descubro, si no gárgolas, serpientes y monstruos apocalípticos 
            mezclados con uvas, trigo, palomas, vírgenes y santos, otros 
            seres y objetos tales como androides, putas, ovejas eléctricas, 
            junto a mutantes, margaritas radioactivas, “califas/, Dictadores, 
            zombies, emperadores,/ Vampiros y miserables freaks de toda laya/ 
            Con sus falos relucientes/ De esmeraldas como cornucopias electrónicas 
            y fluorescentes” (117).
            
            Considero también, que Tridente podría pensarse 
            como la actualización de un friso medieval, pero con la estética 
            del cómic, y del cómic dark, para adultos (o quizá 
            se podría decir, siguiendo la propuesta del poemario, que el 
            friso medieval es el que recoge la estética del cómic 
            del siglo XXI), donde vertiginosamente se mezclan tiempos y espacios, 
            y por lo tanto tenemos un Edipo androide, que escribe a su amada Aurelia 
            desde Colono en abril del año 6294, desde “Colono, la blanca, 
            mirando el horizonte y la frontera de Atenas, USA” (15), o un Goya 
            que agobiado “Por el tiempo de los fusilamientos de la Moncloa,/ Decretados 
            por el Khan” (111), se pasea por su quinta pintando frenéticamente 
            sobre los muros albicantes. 
           ***
          Hemos visto la forma de este poemario de Tomás Harris que 
            se resuelve en tridente, la aguda manera en que penetra en el lector 
            a través de sus envolventes y filudas páginas, para 
            luego mirar con algo de atención la alquimia que produjo esta 
            narración poética, o si se quiere poesía narrativa. 
            Pero este tenedor, friso postmedieval, tapiz intergaláctico, 
            es a color. No a todo color, sino a una gama de colores compuesta 
            por rojo y blanco, más pintas de otros que le hacen el retocado 
            a la foto. Quizá podría decirse, de otro modo, que el 
            friso fue tallado y pintado, y la alfombra teñida y tejida, 
            básicamente en rojo y blanco, con algunos motivos de otros 
            colores, pero solo por aquí y por allá. 
            
            Toda la primera parte del poemario transcurre en la blanca Colono, 
            ese es el escenario, el de una ciudad blanca que se refleja en las 
            cuencas vacías del ciego Edipo, que al mirar el cielo en busca 
            del azul, este “tenía el color de una pantalla/ de televisor 
            sintonizada/ en un canal muerto (11). Este es un blanco que juega 
            dentro la gama de los blancos, hacia al gris de las pantallas “de 
            los computers” (17), hacia el blanco de los sueños, hacia el 
            sin color de la nada, del vacío, hacia el blanco cera de la 
            piel de los cadáveres, hacia una “turbia transparencia” (39), 
            hacia el blanco burbujeante de la espuma que sale “por los hocicos” 
            (57), o bien las como “albas capas del Klan” (57).
            
            Este color, ausencia de tal, se intensifica en la segunda parte del 
            poemario con el condenado a muerte de Oklahoma, aquí mientras 
            se espera ver en las pantallas de tevé que ahora derivan a 
            un blanco verde-gris (como los uniformes de los soldados en la guerra), 
            y se pasa la noche en vela, en blanco, con una luna blanca que vigila 
            la ciudad al más puro estilo García Lorquiano, anunciando 
            el blanco eterno. Es el blanco de la muchacha cisne urbano, dentro 
            de su body, que “se distiende como una anémona borracha bajo 
            el agua salada”, mientras que “el cuerpo del condenado de la masacre 
            de Oklahoma,/ se distiende como una anémona impávida 
            bajo la luz implacable/ de un foco neutro” (72). Y es sobre todo, 
            el blanco líquido aquel que provocará lo que todos esperan 
            cuando:
           
            En la aséptica sala del circuito cerrado 
              de T. V.,
              los vengadores mirarán el acontecimiento
              en sacro,
              profundo, silencio,
              el silencio de la venganza
              blanca y aséptica (75)
          
          Y en la tercera parte del poemario, el divino sordo, “Nuestro Demiurgo 
            sordo/ Como una tapia, sordo como los blancos muros de su quinta” 
            (111), está envuelto por las blancas murallas de su casa. Rodeado 
            por ese blanco que es el blanco hacia donde se dirige su angustia 
            y su locura, y donde ambas, con magnífica puntería, 
            se resuelven en oscuros trazos inmortales. Y como “Su metástasis 
            es producto de lo blanco de su quinta” (97), hacia su interior también 
            está colmado de fantasmas, pues “por la sordera y la blancura 
            enloqueció” (97).
            
            Decía que blanco y rojo, vamos al rojo. Lo encontraremos casi 
            siempre definiendo al blanco, como su negativo, incluso podría 
            pensarse que como analogía del blanco y negro. Vemos que bajo 
            la sombra de la blanca Colono hay crímenes rojos de sangre, 
            cartas apasionadas de amour fou, el cuerpo de la enamorada 
            “En su desnudez lunar respiraba como implorando: “mátame”/ 
            bajo los haces de los vitrales de un templo en ruinas” (37), y la 
            unión de la sangre de la amada de cercenadas zapatillas rojas 
            y ojos negros, con el manco poeta mediocre deja “sus huellas carmesí 
            por los caminos polvorientos” (36). Este rojo que surge de lo blanco 
            y viceversa tiene, literalmente, una matriz donde se gesta la dualidad, 
            esta es la de la madre, esa que Edipo busca incansablemente para el 
            ayuntamiento:
          
            [...] para que por fin
              de a dos sea la cópula, para que recibas mi falo nuevo
              esplendente, en tu abertura aún sangrante, húmeda 
              de parto
              y placenta, y continuemos la rueda que nos aleja de la muerte,
              la rueda de fuego, por una noche, diosa blanca, madre felina;
              la rueda de hielo, por una noche, hijos del Todo y de Nadie. (34)
          
           En la segunda parte del poemario, “¿qué caminos de 
            seda sangrienta dejaron sus codos, sus rodillas?” (73) de piel blanca 
            de “anglosajón y de los del Klan” (79), se pregunta el hablante 
            que espera el ajusticiamiento del ex combatiente del Golfo. Ese soldado 
            otrora héroe que estuvo, no el Bagdad de Las mil y una noches, 
            sino en “las lejanas llamas de los pozos de petróleo como llagas 
            de sal” (79), y que alucina en medio de “una puta extensión 
            de Nada miserable”, con hot dogs y muchachas que derraman en su “boca 
            sedienta/ pop-corns sangrientos” (82).
            
            Y en la tercera parte, Goya con sus “sombras reunidas junto al fuego” 
            (99) les repite que “Por favor lean los letreros rojos” (95), y pinta 
            “Aquelarres, luchas cuerpo a cuerpo en la soledad/ De los pámpanos 
            y el barro, fusilados/ Tinieblas, tauromaquia, carnicerías, 
            caprichos/ Y autos de fe” (100), con “su pincel cargado de rojo ardiente” 
            (107).
            
            Si el blanco es la ciudad, el veneno, son los muros, las pantallas, 
            los fantasmas, el hielo, la nieve, todo esto deriva en la locura, 
            la nada, el día eterno, la muerte. Si el rojo es la sangre, 
            son las vísceras, las membranas, la lengua, el falo, el vino, 
            en un gesto de desplazamiento metonímico todo se coagula como 
            la sangre, y deriva en lo oscuro: en el barro, en la extraña 
            fruta negra, la diosa trágica Billie, en la Pintura Negra, 
            en la noche eterna, en la otra cara de la muerte. En definitiva, los 
            personajes, imágenes, objetos, que se mueven o están 
            pintados, tejidos o grabados en este friso, tapiz y, al igual que 
            Goya, los percibimos: “Deambulando en blancas paredes/ Escupidas de 
            sangre y barro”(107).
            
            Decía también que en esta estética dual del blanco 
            y rojo se percibían otros colores. Estos son una pizca de verde 
            y azul, y algo más contundente de amarillo. El verde en toques 
            muy breves, pero no menos poderosos, pintando, por ejemplo, el dinero 
            para abrir “a dólar de Cipango/ Las piernas de Moncloa muros 
            adentro sin orgasmo” (117) y los uniformes de los soldados del Imperio 
            en la guerra del Golfo. Luego, el amarillo, que al parecer de alguna 
            manera deriva del blanco pues, “la luna comenzó a chorrear 
            aceite de plata” (136), es el de la mítica, bella y horrible 
            ciudad de oro, el de las doradas, tarjetas de crédito, de las 
            cartas olvidadas de los enamorados, de la pus, de las legañas, 
            del vómito, ... ¿podríamos decir que el de la 
            decadencia, la descomposición, el desecho? Y, por último, 
            con una que otra breve pincelada porque “no hay mal que dure cien 
            mitos” (13), menciono el azul, aunque sea un blue velvet (38), 
            que persiste en estar ahí como el cordón umbilical de 
            un recuerdo, o como el “password del placer: “Ojos de perro 
            azul” (60). Aunque prefiero destacar a ese azul que, “Es como un solo 
            de saxo frente al mar,/ Un solo de saxo del Saxofonista de Hamelin,/ 
            La respiración hecha música ante el incomprensible movimiento/ 
            Del oleaje” (132), ese azul metapoético que encuentra en la 
            creación, en el arte, un bien capaz de derribar cien mitos.
           ***
          Por último, la otra imagen que me da vueltas, derivada directamente 
            del tapiz, es la de una alfombra voladora, como una de las de Bagdad, 
            de ese Bagdad que aparece en el diente del medio del Tridente, 
            en “La balada del condenado de Oklahoma” y que, como sabemos, no tiene 
            nada que ver con el de Las mil y una noches. Una alfombra voladora 
            tejida de múltiples voces y algunos colores que se desplaza 
            hacia la primera y tercera parte del texto, sobre la que está 
            subido el hablante de todo el poemario y a la que nos invita a sus 
            lectores a treparnos y mirar hacia abajo, hacia arriba o hacia donde 
            sea, y apreciar con la capacidad de visión que da la sordera 
            cuáles son los verdaderos contornos de la realidad que nos 
            rodea. Quién sabe si esta mirada nos lleve a planear sobre 
            la tierra y construir una propia órbita, una propia realidad, 
            una propia vida, paralela, para sobrevivir, o si nos sumerge en el 
            friso como otra más de sus figuras apocalípticas, porque 
            no puedo dejar de percibir a Tridente como una red intertextual, 
            de corte posmoderno, coherente y cohesionada, que cuenta de una realidad 
            literaria, metatextual de punta a cabo, pero al mismo tiempo como 
            un tenedor del demonio que se nos clava con agudeza inusitada, puesto 
            que quizá es un tenedor eléctrico, que a su vez está 
            conectado a un micrófono, cuadrofónico, multifónico, 
            diría, que trae las voces de muchos poetas, escritores pintores, 
            músicos, demonios, etc. (y aquí es donde uno podría 
            extenderse y extenderse detallando voces, giros y sonidos). Pero en 
            vez de dilucidar los efectos de este Tridente en sus lectores, 
            propongo investigar la ubicación de esta alfombra voladora. 
            Y, es fácil, porque el texto mismo nos lo indica: no está 
            arriba ni abajo, sino dentro y, específicamente, dentro de 
            la mente del sordo, porque esta alfombra, como afirma el hablante 
            en el poema “El conjuro” fue una “cosa gestada en el útero 
            de la mente de Goya”(128), y ya hay indicios en la poesía de 
            Tomás Harris de esta construcción de mundos mentales. 
            En el primer epígrafe de Cipango (1992), tomado de Germán 
            Belli, se afirma: “Todo lo narrado transcurre/ en las veladas aguas 
            cristalinas/ del exclusivo coto de la mente”. Y es así como 
            en Tridente, la sangre que “Representa la sangre, aunque no 
            sea sangre”(131), y todos los demás horrores, duelen igual 
            gracias a la maestría del poeta que los convoca sobre la página.
            
            Y quisiera cerrar esta lectura del poemario diciendo que este notable 
            friso/ tapiz/ alfombra voladora, en blanco y rojo con una pinta de 
            color, está compuesto por “Hilachas” (120), entre las cuales 
            nos entretejemos y entreveramos a través de su lectura, y nos 
            convertimos en costurones, apostillas, “trazas deshilachadas de pensamiento/ 
            Y manchones sobre un lienzo que evidencia el temblor del pincel” (120).
          María Inés Zaldívar
            Agosto 2005