Nadja bajo la lluvia de Ítaca
Yo, el Malcom Lowry de Chiguayante, el de la torre abolida,
y el de los proverbiales infiernos,
creyendo enfilar hacia la misma Ítaca,
no sabía que estábamos varados en la propia Ítaca,
y por más cera que pusiera en mis oídos,
igual escuchaba el mar entre los eucaliptos y los hualles
y la Billy Holliday era la única sirena negra, la Black
Velvet,
girando el vinilo chicharriento su voz de mar cascado,
de frutas extrañas desollados colgando de la higuera,
y nuestra casa era una choza medieval el pie de los Cárpatos,
un Condado lejano y cercano del castillo del Can;
en las noches cuando los brutales dedos de la lluvia
tocaban su rag miserable, su quebrado estribillo,
Down rushd beating his wings in vain...
Down rushd beating his wings in vain...
yo me paseaba por el Arca de Noé,
repitiendo, ah!, este maldito rag poeiano.
II
Siempre llovió en Ítaca y, tal vez, continúe
lloviendo allá.
Ítaca y la lluvia eran lo mismo, parónimos
que, sin rimar, dejaban huellas de sangre,
fuertes moretones en el Deseo,
no sé si la lluvia era Ítaca o Ítaca era
la lluvia.
Entonces, le contaba un cuento a Simón, "El Gato negro",
que rondaba tuerto mi desaliento y mi alcoholismo:
ah!, ese maldito rag poeiano:
cómo iba a saber que las notas quebradas materializarían
su blue,
de la planta de marihuana a una gata negra y escaldada,
que apareció súbita al pie del monte,
y se filtró como una hada nocturna en nuestra choza medieval,
trayendo consigo la noche, los blues, los muertos y el miedo,
Down rushd beating his wings in vain...
Down rushd beating his wings in vain...
Ah!, ese maldito rag poeiano.
III
Siniestra,
negra, sigilosa, hambrienta,
dos fuegos fatuos verdes fulguraban en su cabeza;
se filtró como lo hacen los demonios o los fantasmas
por una rendija descuidada de la pared,
todo, a pesar de que llevaba cinco dentro,
todo a pesar de nuestros miedos y cuidados
a los seres que siempre llegan desde la noche.
Tenía hambre, le brillaban esmeraldas en el carbón
negro,
lustroso por la lluvia que nos traía de la intemperie,
tenía hambre, por eso entró.
Ah! Ese maldito rag poeiano!
Al día siguiente la lluvia amainó, allá
en Ítaca,
y Nadja, ahora, toma sol, mientras
sus cinco cachorros dormitan ahítos,
y un gorrión trina sobre el rosal bajo en el que Nadja
hizo un nido
para ella y sus cinco crías hambrientas.
Con Simón le pusimos Nadja, aunque él no sabía
por qué,
pero yo la vi como una abolición del Azar y
ella, por ahora, parece confiar en nosotros,
porque la dejamos quedarse y
le hicimos cariño en el lomo
y le dimos pescado y leche.
Ausencia y parto bajo el rosal de mi choza en Ítaca.
El alcohol allanaba la ausencia y con el parto se abrieron las
rosas
allá, lejos y cerca, en el rosal de mi choza en Ítaca.
Ausencia y parto sobre las charcas junto a mi choza en Ítaca.
Down rushd beating his wings in vain...
Down rushd beating his wings in vain...
Ah! Ese maldito rag poeiano!
IV
Claro que esta noche puede llover nuevamente
sobre la varada Ítaca,
o pueden dejarse caer los chesitanes del Can;
o los cachorros de Nadja pueden morir de frío y agua,
porque si los sacamos del nido bajo el rosal,
porque si por guarecerlos de la lluvia los sacamos del inútil
rosal
deshojado,
todo por la cáustica piedad,
Nadja no sabrá y como no sabrá,
Nadja los puede abandonar o se los puede comer,
para que retornen a su morada original.
Down rushd beating his wings in vain...
Down rushd beating his wings in vain...
Ah! Este maldito rag poeiano!
Una partida de billar en Ítaca
Sucio soñar con salones de billar llovidos,
donde las bolas son de piedra asimétrica y, por lo tanto,
no pueden rodar sobre las mesas que carecen
de bandas, como cuando la tierra era
cuadrada y el Finis Terrae marcaba el desbarrancamiento
de toda la flota imperial.
Suelo soñar con salones de billar inundados,
donde los jugadores están muertos, flotando en la albúmina
líquida de estos salones de billar inundados,
donde los jugadores flotan en sus propios gástricos venenos,
y las bolas y los tacos, como si fueran inútiles boyas,
y quebrados mástiles y trinquetes,
del naufragio de un galeón imperial.
Suelo soñar con salones de billar desiertos,
donde las buchacas cuelgan como escrotos entre
las mesas sin tela, porque alguien, un marinero de
otra historia, se envuelve con ellas para
no morir de frío, porque estos salones de billar
están repletos de fisuras por donde entra la memoria
malherida como gata escaldada, violada, negra.
En estos salones de billar anida Ítaca
y no se puede contra Ítaca
porque anida como un murciélago bíofluorescente
ciego, en celo, avivando la lumbre de su faro,
llamando desde Ítaca a las furiosas hirvientes
murcíelagas de Ítaca.
Suelo soñar con los salones de billar de Ítaca,
donde, borracho, trato de embocar las bolas,
pero estas saltan de las mesas y chocan
contra los muros tiznados y sus odiosos
proverbios del Infierno:
The road of excess leads to the palace of wisdom.
The eye sees more than the heart knows
Mi corazón supone que esas luces
son señales celestes, dedos de los dioses
que me indican el Sur del Mundo,
doble inexacto de las columnas de Hércules,
donde la Voz, siempre omnipotente,
me susurra en off, que ese debe ser mi próximo
derrotero o derrota,
porque en el diccionario de los mares y la navegación
ruta y ruina llegan a itsmo;
pero mi ojo lo desmiente,
desmonta sus mónadas oxidadas,
porque las luces pequeñas que perlan las cuadernas,
el horizonte,
el planisferio de los cielos,
son planes diferentes para los que nuestros destinos trazamos,
son un Reino Adyacente, mas con el cual haremos estuario,
pero como los murciélagos que vuelan sordos,
en la sala de billar de los sueños,
dándose contra el musgo verde de las mesas
y las lanzas coráceas de los tacos,
biofluorescencia de insectos y peces,
que utilizan las luces orgánicas para conservar la especie,
soldados de una batalla darwiniana,
abisales o vesperales guerreros inextricables de la Naturaleza,
cuando aún había algo así como Naturaleza
en Ítaca,
luciérnagas mutantes, de carne y hueso,
que con sus neones ácidos llaman al acoplamiento,
para prolongar no sé si la vida
o sus fantasmales luminosidades.
Luces que llevan un nudo corredizo en el extremo.
Los adioses
El Simón me hace chao
detrás del banco azul
como si fuera a desaparecer por el silencio verde
de las madreselvas que recubren el muro del patio
a través de un espejo vegetal y frondoso
que conduce a una oscura selva
o al jardín del Cónsul y las botellas ocultas
para cuando sea necesario (Siempre),
en el envés de lo cotidiano de mi choza en Ítaca,
que pronto he de abandonar,
rumbo al hotel de El Resplandor,
navegando por un Bósforo existencial
tras la lenta y magra travesía trivial de la angustia:
The cut worm forgives the plow.
El hotel de los delirios de El Resplandor,
donde en el silencio oquedal de las piezas deshabitadas,
deberé, alter ego de Jack Torrence, Nadie como siempre,
noche a noche, resistir los golpes de cada letra
en la cuenca asediada de mi mente,
noche a noche,
el golpe a golpe de los martillos, ahora puro Hammers Films,
que la soledad dictará al silencio,
que la imaginación invocará de la Nada,
suspendido en la noche absoluta del hotel
de los delirios de El Resplandor,
donde no por mucho madrugar amanece más temprano.
Pero, ahora, Simón me dice hola,
mirándome al revés entre, sus propias piernas,
desde otro ángulo del jardín del Cónsul,
rápido,
como emergen las miradas perdidas en los espejos,
y corre,
brillando bajo el sol de octubre;
porque los adioses de Simón
enuncian momentáneas eternidades,
las que dura una imaginación infantil
sobre un coleóptero en el muro,
el crecimiento sostenido de una planta o
la muerte repentina de un
insecto. En esos años,
también esperábamos a los bárbaros,
y, aunque llegaron, tampoco sirvieron de nada.
Y mañana...
Y mañana, y mañana, y mañana.
Oct. 1987. Nov. 1999.