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El vértigo de la superficie en los muros de Tomás Harris


Por Maria Rita Consolaro
mariarita.consolaro@uniroma3.it
Università degli Studi di Milano
Publicado en OTRAS MODERNIDADES, Revista de Estudios Literarios y Culturales. N°25, mayo de 2021



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RESUMEN:

Con este trabajo buscamos detener nuestra lectura sobre los poemas que componen La vida a veces toma la forma de los muros del escritor chileno Tomás Harris (un apartado incluido en su obra Cipango de 1992). Tras considerar los textos según su orden de aparición, nos propusimos individuar los cambios experimentados por la imagen del muro y su relación con los sujetos líricos. En efecto, el evidente relieve de la pared que, además de afectar los temas de la obra también entra en contacto con la misma forma verbal, nos ha acercado a una variedad de sugestiones que, junto con coincidir con otras contribuciones críticas, pudieron promover una perspectiva existencial de amplio alcance. Gracias al soporte de los pensamientos de autores como Deleuze, Guattari y Sartre, entre otros, realizamos que, a partir de la materia mural, acontece una serie de manifestaciones que problematizan la noción de percepción y consciencia humanas.

PALABRAS CLAVE: Poesía chilena; Tomás Harris; muro

ABSTRACT:

With this article we tried to focus our reading upon the poems that compose Chilean writer Tomás Harris’ La vida a veces toma la forma de los muros (a section included in his 1992 work Cipango). After considering the texts depending on their order of appearance, we intended to identify those changes experienced by the image of the wall and its relation with the lyrical subjects. Actually, the evident relevance of the wall affects not only the work themes, but also the verbal form itslef. This proceeding approached us to a variety of impressions that could promote an existential perspective of wide reach, in addition to agreeing with other critical contributions. Thanks to the support of the thinking of authors like Deleuze, Guattari, and Sartre, among others, we realised that, starting from the wall element, a series of manifestations happens by questioning the notion of human perception and consciousness.

KEY WORDS: Chilean poetry; Tomás Harris; wall

 

 

L’indifferénce a deux aspects: l’abîme indifférencié, le néant noir, l’animal indéterminé dans lequel tout est dissout
– mais aussi le néant blanc, la surface redevenue calme où flottent des déterminations non liées, comme des membres
épars, tête sans cou, bras sans épaule, yeux sans front. (Deleuze 43)


Se puede considerar la obra del poeta chileno Tomás Harris (1956-) como un conjunto que integra atmósferas de pesadumbre y violencia, visiones nítidas, voces segmentadas y narraciones continuamente interrelacionadas con referencias históricas, literarias, artísticas, musicales, fílmicas y de la cultura de masas. Variaciones interminables y, sin embargo, siempre idénticas, producen universos dispersos, densos, complejos que, junto con proponerse como mundos delirantes, también se imprimen con su amplitud abarcadora en el destinatario.

El viaje, las multitudes, las reflexiones filosóficas, las impurezas de los suburbios se aglutinan en la palabra poética y, además, producen recurrencias insistentes en los distintos textos de Harris que reinsertan en su discurso lugares, personajes, elementos, escenarios, citas, reescrituras y, mediante esta articulación, constituyen una escritura en vilo entre unidad y repetición. La historia de América –reinterpretada en específico en Crónicas maravillosas (1997) con que el poeta ganó el Premio Casa de las Américas–, la modulación extrema de la antigüedad clásica –en Tridente (2005)–, la modernidad y sus dispositivos efímeros –realzados en Ítaca (2001)–, son algunos de los temas que sobresalen en Harris aunque, en verdad, desde una perspectiva más extensa, toda su obra incursiona en la vastedad humana, su conocimiento, sus creaciones, su impotencia; en relatos líricos donde se entrecruzan el terror, el contexto chileno, la ciencia ficción, el erotismo, la marginalidad…

Esta paradójica cohesión quebrantada se pone en contacto, en distintos puntos, con otros autores chilenos (pensamos, por ejemplo, en José Donoso, Diego Maquieira, Jorge Montealegre, Manuel Silva Acevedo) y emerge en momentos clave de la historia de Chile: la dictadura, la transición, el asentamiento democrático; circunstancias que, en calidad de cambios drásticos, cuestionan las experiencias vivenciales del sujeto y que se trasplantan –bajo la forma de inspiración, material poético y, finalmente, destino de la lírica– en la comunicación controvertida de Harris.

La recolección de poemas La vida a veces toma la forma de los muros, fechada entre 1980 y 1982, es publicada por primera vez por Documentas/Cordillera en 1992 al interior de la obra Cipango, aunque circuló anteriormente en forma de autopublicación. Tras esto nos consta que aparece en la segunda edición de 1996 del Fondo de Cultura Económica bajo el título de La forma de los muros y, luego, en una reciente publicación de Ajiaco Ediciones (2015) ampliada gracias al rescate de su estructura original y, finalmente, en el núm. 89 de Inti: Revista de literatura hispánica (2019).[1]

Este recorrido editorial nos lleva a algunas consideraciones sobre la aproximación crítica a la poesía de Harris, en lo específico a los textos de Cipango, la cual se divide a grandes rasgos en dos ramas, sin que estas se excluyan entre sí. Por una parte, los estudiosos consideran justamente el período de gestación de la obra y, en consecuencia, reconocen en ella los temas de la represión, del control, de la violencia y tortura, y de una general violación de los derechos humanos llevada a cabo por la dictadura en Chile entre 1973 y 1990 (Friis, Mac-Millan, Sepúlveda Eriz). Por otra parte, las lecturas se detienen sobre la modernización, en particular de los medios de comunicación de masas, que también empieza a surgir en esa época y que conlleva la consideración del vínculo entre cotidianidad y virtualidad (Campos, Gómez).

A pesar de la exactitud de dichas opiniones, nuestro punto de vista se coloca mayormente hacia el lado de una recuperación de las sugestiones más globales de la obra, con respecto a su problematización del yo y de la existencia, conforme a lo que Galindo identifica como una actitud barroca: “[e]l barroquismo de Harris es una consecuencia de esta versión engañosa de la realidad, de ese horror vacui, de esa necesidad de llenar el mundo con palabras” (209). De acuerdo con esto, los temas abordados por el poeta, junto con la forma empleada, serán leídos como reflexiones y evidencias de la complejidad de la interioridad humana y de su relación con el entorno.

En lo que atañe a la imprescindible categoría del muro, su versatilidad a lo largo del texto nos permite enfrentarnos con un elemento que, pese a su variación, se mantiene consistente y, por tal motivo, nos entrega el parecer de unas esencias encontradas que, en verdad, exteriorizan las tensiones pertenecientes a la realidad y a su percepción. En referencia a esto, se verá la gran semejanza que existe entre el mundo poetizado y el mito platónico de la caverna.

Las copias, versiones y transformaciones del muro lírico adquieren, igualmente, la amplitud del valioso análisis de Pacheco Benites. En el trabajo del estudioso –que recordaremos al final del artículo para evidenciar el alcance de la contaminación de las paredes de Harris–, el autor registra tres tipos de muros que pueblan lo cotidiano: los “portable walls” que encarnan la explosión informacional contemporánea; los “transparented walls” que se refieren a los muros visibles; los “factual walls”, los cuales, a pesar de su incorporeidad, están profundamente arraigados en nuestras vidas (Pacheco Benites).

EL MURO-ESCENARIO

La impresión que inaugura la experiencia del mundo amurallado de La vida[2] se afirma o, más bien, se desliza primeramente sobre una sensación de espectacularización que rodea al yo poético. Sobresale, en la promiscuidad corporal que entremezcla fríamente a los seres –condenada incertidumbre de los sentidos y de la individualidad–, la gran efigie blanca, cuya fija –y momentánea– permanencia se distingue en la figura del “muro encalado” (Harris 35-36).

Esa presencia plana y cegadora de la pared que une, en la opinión de Friis, tanto la pantalla fílmica como el lugar típico de la ejecución por fusilamiento (96), hace patente, en los dos poemas referidos, su conexión con la puesta en escena teatral:[3]


[...] (Yo entonces recordé
que Genet quería que la representación teatral
de Las Sirvientas fuera personificada por
adolescentes pero en un cartel que permanecería
clavado en algún vértice del escenario se le
advertiría al público la investidura y la ficción). (Harris 35, repetido en 36)


Precisamente este pasaje desencadena una notable proliferación de significados: la cita de la obra de Genet pone en tela de juicio el entendimiento de la realidad y de los actos humanos, sobre los cuales se cierne la ficcionalidad escénica que, asimismo, recupera la violencia de la pieza específica (Friis 96-97). La alusión al cartel afianza aún más la incertidumbre general, siendo un metalenguaje del metalenguaje, es decir, apuntando hacia la verdad en el contexto representacional del teatro que, a su vez, está insertado en los avatares de la expresión poética a la manera de un juego de cajas chinas. Finalmente, los paréntesis asumen, en el texto, los límites del cartel que, fijado en el primer poema “Bajo la sombra de un muro encalado” (Harris 35), reaparece en la página siguiente en “Todos los muros eran encalados en nuestros pueblos fantasmas” (36).

Este último hecho, que nos acostumbraría a una delimitación neta de los espacios (el muro/escenario/cartel prominente sobre el ofuscamiento de la percepción humana) en realidad es cercenado en los versos finales del segundo texto: “[...] los miserables mecanismos del sueño / se oponen al horror; un cartel que permanecería clavado / en algún vértice del escenario se lo advertiría / al público” (36). El aviso teatral baja de su marco gráfico (los paréntesis) para aliarse con las fantasías de los sujetos que se hacen escena frente al público lector. La variación ficción/realidad, que opondría idealmente la indeterminación corporal con la franqueza de la pared, se vuelca así en la absorción de ese ‘nosotros’ indefinido por parte del muro mutante que ocupará, diversamente, toda la recolección poética y que realiza la teatralización brutal de los sujetos.

Empezamos a vislumbrar, en consecuencia, una oscilación de perspectivas que radica su inseguridad precisamente en lo concreto de los ladrillos erguidos en los poemas. Más estos ocupan el espacio lírico, más se debilita la posición del sujeto respecto al mundo; hecho que va destiñendo las oposiciones típicas entre apariencia y realidad, y no-ser y ser (Sartre). Igualmente, esa muchedumbre anónima que ocupa la cercanía del hablante construye, en este primer contexto escénico y a pesar de su inconsistencia identitaria, el ‘nosotros’ que, al ‘ser’ el espectáculo a que asiste, simultáneamente no sería sin el público a su alrededor que comparte el recibir y crear de la obra y, podríamos agregar, de la vida:

La meilleure exemplification du nous peut nous être fournie par le spectateur d’une représentation théâtrale, dont la conscience s’épuise à saisir le spectacle imaginaire, […] et qui pourtant, dans le surgissement même qui le fait conscience du spectacle, se constitue nonthétiquement comme conscience (d’) être co-spectateur du spectacle. (485)


Sobre el muro fraguan, incesantemente, los intentos de conocimiento y entendimiento, dejando como única alternativa a la nada absoluta el empleo de la negación: “Harris depicts hybridity through poetic tropes that both present and, at once, negate images and thus create a reality that both simultaneously does not exist” (Friis 92). En dicho naufragio sensorial y cognitivo del yo poético, quien procede en la incomprensión de su medio próximo, el derrumbe negacional solo logra consolidar el objeto-muro indicado por la eclosión de la luz publicitaria: “[...] Nunca sabré si hubo una ventana, / pero se filtraba sobre el muro blanco el fulgor / verde de un aviso luminoso [...]” (Harris 35). Incluso, este proceso despliega una dinámica perfectamente en línea con la explicación debordiana de la sociedad del espectáculo que, en muchas instancias, es reinterpretada y padecida por los protagonistas de La vida:


Le spectacle, qui est l’effacement des limites du moi et du monde par l’écrasement du moi qu’assiège la présence-absence du monde, est également l’effacement des limites du vrai et du faux par le refoulement de toute vérité vécue sous la présence réelle de la fausseté qu’assure l’organisation de l’apparence. (Debord 174-175)


Alumbrando la pared y funcionando también a la manera de un recurso escénico, la luz proyecta una intermitencia que se funde en las afirmaciones continuamente negadas por la voz poética quien, en vez de abolir el mundo con el puro signo negativo, reitera el sufrimiento de una consciencia que habita un entorno no aproximable donde, repetimos, la “sombra de un muro encalado” (Harris 35) asume la fuerza de un existente material sobre que se refleja perdidamente el ser humano.

Por esta razón, el muro/escenario, a pesar de los indicios que lo caracterizan, pone en escena, por medio del público/actor de los sujetos poéticos y, por supuesto, del lector que acoge sus impresiones, unas contradicciones insolubles que podríamos incorporar a lo que Morales Saravia define como “parpadeos” y como una “locuacidad tartamudeante” (251-252): “Era Tebas el lugar de la tragedia y no estábamos / en Tebas. Era Treblinka el lugar de la comedia y no / estábamos en Treblinka. [...] / No estábamos en el teatro: había neones charcos de aguas / muertas una esquina intransitable. [...]” (Harris 36).


EL MURO-RECORTE

En el tercer poema de La vida, titulado “Tu ojo, los muros” (37), asistimos a la actuación de un agente externo al grupo de cuerpos y en sintonía con la entidad-muro. El recibimiento estático de la luz de neón del aviso de los poemas anteriores se dinamiza aquí en la medida en que ese ‘alguien’, a través de unas transformaciones del espacio y, en particular, de la fachada mural, se dirige a los individuos, o sea, al ‘nosotros’ que recién nombramos.

El cartel fantasmal de la obra de Genet (fantasmal porque recuerdo del hablante y, luego, aparición repentina en el presente poético) se prolonga, en este texto, en la aplicación sobre la pared de los aquelarres de Goya procedentes de una revista. La naturaleza de copia del recorte y su reconstrucción de collage se confunden con la textura de los ladrillos que, invisiblemente, lo soportan, evocando la ‘estratificación’ del muro como ‘plano de consistencia’. En efecto, si para Deleuze y Guattari “Le plan de consistance est l’abolition de toute métaphore; tout ce qui consiste est Réel” (89), coincidimos entonces en lo que ya detectamos, a saber, en la combinación del muro y de su entorno no tanto como generación y agudización de un conflicto originario, sino más bien como expresión inaprensible e inacabada del mundo.

Mac-Millan considera que, en la escritura de Harris, “[e]l arte, algo irreal, es utilizado para torturar al sujeto”, debido a las visiones espeluznantes entregadas por el pintor español que los protagonistas líricos son obligados a mirar: “En la pared blanqueada con cal los sacrificios / de niños pintados por Goya, como una diapositi- / va de horror. [...]” (Harris 37). Sin la intención de dejar de lado esta acertada lectura, deseamos orientar nuestra observación hacia el motivo de “intensidad” (Deleuze y Guattari 90) que brota del episodio del recorte y que, más que significar el agobio sin fin de la persona –lo que equivaldría a uniformar la multiplicidad de la obra– anuncia un encrespamiento de la superficie mural que, en vez que fisurarla, expande las posibilidades de una realidad aparentemente evidente y discernible.

Por esta veta, leemos con atención esta descripción de la “diferencia” de Deleuze (43), matiz que no anula su trasfondo, sino que lo asume como base de su existir:

[...] au lieu d’une chose qui se distingue d’autre chose, imaginons quelque chose qui se distingue – et pourtant ce dont il se distingue ne se distingue pas de lui. L’éclair par exemple se distingue du ciel noir, mais doit le traîner avec lui, comme s’il se distinguait de ce qui ne se distingue pas. On dirait que le fond monte à la surface, sans cesser d’être fond. (43)


“El fondo sube a la superficie”: los elementos más oscuros, y evidentemente terribles en un primer acercamiento a la escritura de Harris, colonizan parcialmente la superficie del muro y se “distinguen” –a la vez distinguiéndolo– generando así una profundidad que, acoplada a la pared inmóvil, realiza lo absurdo (y absoluto) del ser.

Sorprendentemente, Deleuze prosigue ese pasaje con las siguientes palabras:


Quand le fond monte à la surface, le visage humain se décompose dans ce miroir où l’indéterminé comme les déterminations viennent se confondre dans une seule détermination qui «fait» la différence. Pour produire un monstre […] Il vaut mieux faire montrer le fond, et dissoudre la forme. Goya procédait par l’acquatinte et l’eau-forte, la grisaille de l’une et la rigueur de l’autre. (44)


En esta cita, la ‘monstruosidad’ del arte de Goya tiene que ver, además que con sus temáticas, con el empleo de unos materiales que van delineando la separación – visible e imposible– entre la superficie y el fondo, la sombra y la luz, lo patente y lo desconocido, lo expresable y lo incomunicable.

En conformidad con esto, nos resulta significativo que, en el poema que estamos leyendo, el horror del recorte se trasplante, aún después de haber sido sacado del muro, al ojo de la compañera del yo poético (de ahí también el título “Tu ojo, los muros”):


Tiempo después se lo llevaron y fue entonces
cuando vi tu pupila oscura y plena en el ojo
huero de la bruja […].
Al tiempo se lo llevaron y en su lugar sólo que-
dó el trozo de pared más limpio que el resto. Pe-
ro yo lo seguí viendo, la misma plasta de sangre
oscura, y no le dije nada porque sabía que tú
también lo veías. […]

Una voz en off dijo el horror está en el ojo.
Una voz en off dijo el horror está en la imagen. (Harris 37)


Al igual que la presencia siniestra y delimitada del trozo de revista y su claridad de no-presencia en el momento en que desaparece de su soporte, el ojo engloba, siguiendo a Deleuze y Guattari, la “subjetivización” en el “sistema-cara”:


Mais la signifiance ne va pas sans un mur blanc sur lequel elle inscrit ses signes et ses redondances. La subjectivation ne va pas sans un trou noir où elle loge sa conscience, sa passion, ses redondances. […] C’est pourtant curieux, un visage: système mur blanc-trou noir. (205)


La transferencia de lo atroz desde los aquelarres hasta la mirada no subsiste justamente por el hecho de que ambos (tanto el muro/oscuridad como la cara/horroren-el-ojo) encarnan los apéndices de la misma matriz, proveen a la misma difusión. Más que una injerción tremenda, entonces, se trataría de un reconocimiento del abismo humano. Por esto, de acuerdo con la innecesidad del dualismo que hemos estado expresando, los autores de Mille plateaux indican la variación posible de estos elementos que, finalmente, se asemeja a la narración de un “cuento de horror”:


[…] ou bien des trous noirs se répartissent sur le mur blanc; ou bien le mur blanc s’effile et va vers un trou noir que les réunit tous, les précipite ou les «accrête». Tantôt des visages apparaîtraient sur le mur, avec leurs trous; tantôt ils apparaîtraient dans le trou, avec leur mur linéarisé, enroulé. Conte de terreur, mais le visage est un conte de terreur. (Deleuze y Guattari 206)


EL MURO-PANTALLA

La imagen impresa cede el lugar a la transmisión, sobre la pared, de una secuencia cuasi fílmica, donde la impresión visual y sonora de los fragmentos ofrecidos se confunde con su público y, al mismo tiempo, esfuma todavía más el límite entre materia e imagen, realidad y representación, conduciendo a la formación del poema “Los cuerpos sobre el muro” (Harris 38). En él, los seres tendidos a la sombra del muro se reflejan y parcialmente mudan sobre la superficie del mismo, en donde aparecen las partes descompuestas de otros cuerpos, derivadas de la manipulación de las pinturas de Goya: “Sobre la pared encalada, proyectaban por la / noche un cuerpo hecho trazos, a rayas, configuraciones / desmedradas de pintura o carbón” (38).

Esta focalización espectacular es considerada por Herrera quien, en su artículo, propone un acceso a la escritura de Harris desde el ángulo de la disipación del sujeto en el contexto de la cultura de la imagen, en relación con la cual las herramientas poéticas del autor actualizan las dinámicas contemporáneas de descentramiento y pérdida de referencias. Respecto a esto, es también indicativo el estudio de Sepúlveda Eriz, quien resalta la cercanía entre el rápido desarrollo de cierta modernidad y el puntual momento histórico chileno: “La mediatización del hablante corresponde a un programa de la dictadura, donde la tecnología de las comunicaciones fue un vehículo más de disciplinamiento para instalar el saber o el temor” (71).

Con esta perspectiva, el muro de los poemas invierte la presencia cotidiana de “une image d’unification hereuse environnée de désolation et d’épouvante, au centre tranquille du malheur” (Debord 47), dado que el centro del espació lírico se da, más que en una tranquilidad ficticia y vacía, en un revoloteo amedrentador cuyas vértebras se concitan en la resistencia de la construcción mural. Más encima, la inclusión de una “voz en off” (Harris 38) demarca un oculto ‘otro’, en línea con la consideración de Sepúlveda Eriz de una presencia panóptica dentro de la ciudad poetizada por Harris (71).

El martilleo de la “voz en off que provenía desde la proyectora” (Harris 38) crea, de tal manera, una barrera de palabras obstinadas que recluye a los sujetos entre las repeticiones vocales y el aplanamiento de las visiones sobre el muro. Inclusive, el presentimiento de ese observador ajeno al grupo humano delinea este último como un ‘nosotros’ objetificado, dado que existe gracias a un sujeto externo que, al “espiarlo” y ponerlo “en peligro”, va creándolo (Sartre 310-404, 486-495).

Sin embargo, dicha situación extrema no se lleva a cabo en una pura aceptación pasiva de los estímulos contextuales. Los seres responden, en efecto, al llamado de la “letanía de palabras” (Harris 38):


Duró poco más de una semana, por las noches: a la palabra
cuerpo nos tocábamos los cuerpos, a la palabra desmembramiento
nos buscábamos a nosotros mismos entre los otros, con
desesperación; a la palabra imposibilidad, nos reconocíamos
en los cuerpos desmendrados por la imaginación. (Harris 38)


Esta adhesión a la circulación repetitiva de los motivos que flotan indiferentemente en los planos de la escena (muro/agente-externo/cuerpos), y que van asemblándose como partículas de un gran todo (Bianchi, “Reiterar” 226-227), recuerda la definición del “teatro de la repetición” entregada por Deleuze:


Dans le théâtre de la répétition, on éprouve des forces pures, des tracés dynamiques dans l’espace qui agissent sur l’esprit sans intermédiaire, et qui l’unissent directement à la nature et à l’histoire, un langage qui parle avant les mots, des gestes qui s’élaborent avant les corps organisés, des masques avant les visages, des spectres et des fantômes avant les personnages – tout l’appareil de la répétition comme «puissance terrible». (19)


La “terrible potencia” de la repetición y/o variación, que Mac-Millan entiende como la tejedura de una elipsis o de un proceso de indagación, podría también ser incluido en lo que Herrera define como una “escritura de la velocidad” (16). No obstante, lo que quisiéramos destacar es que ese recurso, que pareciera gastar las posibilidades de un contacto efectivo entre los sujetos poéticos y entre el hablante y el público, además de negar sus afanes expresivos, en verdad acude a un empobrecimiento del contenido que eleva la autonomía del texto. En esos mismos gestos sin cuerpos, máscaras sin caras y fantasmas sin personajes descritos por Deleuze, las esencias líricas de Harris se contaminan entre sí para asentarse, en su dispersión, sobre el muro –forma que se impregna con los impulsos vitales y mortales de la obra.


EL MURO-EDIFICIO

Finalmente, en el texto “Teatro de sombras” (Harris 39), el reconocimiento del entorno por parte del hablante lleva a la multiplicación del muro que se establece en las paredes del Hotel King. Estas traen consigo, más que el espesor de la cal inicial, una palidez atenuada que las hace confundir con el juego que acogen:


Pero estábamos en el Hotel King: proyectadas
sombras chinas marionetas actores agónicos sobre
los muros pálidos como éramos nada más un simple haz
de luz sobre la ilusión derruida de este mundo
proyectado sobre los pálidos muros del Hotel King. (Harris 39)


En los versos citados, notamos la declinación de la intermitencia con que nos habíamos familiarizado –que, con todo, reaparecerá dentro de poco–, en pos de una combinación de claroscuros que se perfila en el prolongado asíndeton del período. La certeza de estar en el Hotel no garantiza, por ende, una definición de estabilidad y seguridad, a raíz de que se recalca la supuesta evidencia del “haz de luz” de los individuos por sobre la ilusión del mundo y, contemporáneamente, la congoja humana de saberse personajes en un inexistente espectáculo.

En estos espacios, la profundidad de las visiones perturba la planicie de su soporte y de su entorno respectivamente, provocando la aparición de una escalera:


Las imágenes habían abierto una escalera oscura,
colgante sobre un tiempo impregnado de humedad ventral
y presagios. Nos abrieron una escalera al frente
para que ahora, anhelantes, ascendiéramos por ahí.
Tu cuerpo era un fulgor tenue en la densidad de la
escalera y yo te seguí porque tú parecías abrir
la espesura de lo oscuro con su ensoñada complexión. (Harris 39)


Como un camino primordial y terriblemente desconocido, la escalera, a pesar de indicar un movimiento elevado, apunta hacia una bajada visceral en su propia oscuridad, dejando entrever esta nueva tridimensionalidad de las imágenes, de las proyecciones, de los ladrillos que se van perdiendo en la negrura de una dimensión densa y resbaladiza.

Esta evolución de las formas está acompañada por una inesperada tentativa de definición de las siluetas humanas (“Tu cuerpo era un fulgor tenue”) que abre –siempre en términos inciertos (“parecías abrir”)– un camino en la verticalidad de la vorágine de la escalera. Es así como, tan solamente en este breve texto, el avance físico de los cuerpos junto con su estar revelados, además de una evidente mutación de la naturaleza del muro, hace acontecer una desviación abrupta dentro de las relaciones del poemario. Las intensidades simultáneas de verticalidad/oscuridad/movimiento/luz generan una singularidad de fuerzas que hace proceder tanto a los sujetos como a la pared que los hipnotizaba.

Dicho esto, si es cierto que


l’espace échappe aux limites de son striage […] par la spirale ou le tourbillon, c’est-à-dire une figure par laquelle tous les points de l’espace sont simultanément tenus, sous des lois de fréquence ou d’accumulation, de distribution, qui s’opposent à la répartition dite «laminaire» correspondant au striage des parallèles. (Deleuze y Guattari 610)


entonces la escalera no significaría tanto una salida, un escape, un cambio de rumbo, sino más bien el afán por evitar una atracción de lo “estriado” que tiende a organizar y estratificar lo “liso” de la pared. De tal manera, la escalera no es nada más que el muro ‘circularizado’, torcido, evolucionado; así como sus peldaños se identifican con la “variación continua” (597) de los ladrillos.

En la segunda parte de “Teatro de sombras”, según adelantamos, la intermitencia vuelve frenéticamente, fusionando los objetos del Hotel en un remolino de impresiones que se propagan en los espacios repetidos: las puertas, los pasillos, los catres y los cuerpos son variables que se dispersan en la infinidad delimitada del edificio, donde ni siquiera es viable el límite entre vida y, más que muerte, no-vida: “Los cuerpos en los catres estaban vivos / los cuerpos en los catres no estaban vivos” (Harris 39).

Los versos finales de la lírica (“Jamás sabré si hubo una ventana [...]” 39) retoman las palabras del primer poema de La vida. Conforme a Morales Saravia, quien sugiere que, en la escritura de Harris, en vez que de circularidad se debería hablar de “repetición compulsiva” e “inmanejable obsesión” (251-252), no entendemos esta vuelta al muro inicial –que, de paso, se encuentra en su forma plural “muros” en “Teatro de sombras”– como la delineación de un fenómeno recurrente. Más que regresar a su primer estado, el hablante da cuenta de una intercambialidad de momentos que no afecta realmente una “narración” interna a la obra,[4] sino que produce la inconsistencia de un todo incalificable.


EL SEXTO MURO

El hecho de que los contenidos líricos de Harris estén determinadamente interconectados con su expresión formal, lo evidencia con claridad la estudiosa Bianchi:


Numerosas anáforas, paralelismos varios y repeticiones obsesivas (cuya connotación siempre difiere) constituyen un opresivo espacio del significante, tal como ahoga el mundo aludido. [...] Como el poema, la ciudad es un texto con sus lugares de circulación y lectura. (Poesía 104)


En particular, el sexto y último poema mural de La vida (“Los retratos del horror sobre los muros del Hotel King”, Harris 40) coincide con la parcial consecución de un clímax narrativo y con la exploración del corazón del edificio como un conjunto miniaturizado de las paredes y de sus elementos: la pieza número 6.

En esta última se despliega, delante del yo poético, un crimen relatado por una doble ausencia:


se abrió la puerta de la pieza número 6, de un golpe:
el catre de bronce y el velador adosado al
muro pálido junto al retrato en blanco y negro del
victimario y su víctima: sobre el piso, el polvo,
la leche de la muerte coagulada los papeles confort
sangrantes aventados muertos también sobre las tablas
el polvo las secreciones el semen. [...] (Harris 40)


El retrato –en blanco y negro: muro blanco-agujero negro y, también, mancha sobre el muro– da cuenta, a la vez, de la lejanía del asesino y de la no-existencia de su víctima, en conformidad con esta definición sartriana de la imagen: “L’image doit enfermer dans sa structure même une thèse néantisante. Elle se constitue comme image en posant son objet comme existant ailleurs ou n’existant pas” (Sartre 63). Igualmente, la cantidad de indicios desperdigada en la pieza, aun anunciando con violencia lo que pasó, lo deja en la dimensión elíptica que desasembla las condiciones de conocimiento sin anular sus efectos.

Incluso, si en el poema se habla de un muro pálido y de un solo retrato, en el título estos aparecen en plural. Con esto, el autor multiplica, si bien describiendo un caso puntual, los posibles presentes y los posibles momentos trágicos, asociados a las imágenes colgadas de las paredes. De dicha manera, los muros emanan tanto el horror (los retratos y sus relativos crímenes) como, más que la sensación de reclusión, la reproducción infinita que, como un juego de espejos inacabado y no identificable, va cristalizándose, durante la experiencia temporánea del hablante, en la abertura de la pieza 6.


EL LUGAR SIN MUROS

En la situación final de este itinerario (el poema “Baldío”, Harris 41) se derrumban silenciosamente –al igual que su levantamiento: “El silencio era la arquitectura del Hotel King” (40)– los muros. Mientras que, en parte, ellos mismos son proyectados hacia la totalidad del mundo como una muralla ilimitada con sus retratos en el cielo (“Son siempre cargados de imágenes repetidas / los crepúsculos sobre los baldíos [...]” 41), la dejadez extremada del nuevo entorno desdibuja tanto los recuerdos murales, como los espectrales trozos de cuerpos que compartían la visión de la pared.

En estos versos es el proceso de indefinición y esfumación agudas el que prima. Si, anteriormente, la dificultad en discernir el foco textual estaba alimentada por la nitidez de las negaciones, por la intermitencia, por los cambios de escenario, por la experimentación de lo extremo, en este momento todo los detalles pierden su perfil y van formando un paisaje parecido a las antiguas eras del mundo o, tal vez, al final del mismo:


[...] Sin forma humana,
en tierra pura modelados, en pura lluvia desmoronados,
extendidos en puro barro y deshechos vegetales
desprendiéndose de las laderas donde no baña esta
porción del mundo el sol, donde refracta la pura
agonía del sol, la pura falta de forma humana
en los lugares señalados.
La historia termina en los baldíos. [...] (41)


La reiteración de “puro” (a su vez, variación mínima de la palabra “muro”), a pesar del desagrado que caracteriza el medio, no es tanto la superación del horror de la pared y del Hotel, sino la otra cara de su construcción abyecta. La dimensión mural se refleja entonces en las laderas informes, que se hunden, junto con los demás objetos, en el conjunto de la materia. La luz de neón del aviso que, inicialmente, era “el único sol” (35) no cede el paso a la oscuridad: más bien a un estado de no-luz, a la “pura falta” de determinación.

Para Sepúlveda Eriz “[e]l inicio del peladero en Harris está marcado por una separación visible, cerro o muro, a partir de la cual el sujeto y el espacio se integran; ambos son un baldío, un lugar devastado” (69) pero, en el fragmento específico que estamos abordando, la devastación de los seres acontece dejando tan solo unos breves, puntuales y de pronto olvidables rastros de destrozo:


[...] la boca
balbucía un deseo entrecortado, a lo más el diente
sangraba la punta de la lengua, a lo más la mente
imaginaba un cuerpo imposible en la disociación
roja del sol y la tierra. (Harris 41)


“A lo más” la inconformidad de los protagonistas con respecto a sus afanes vitales los demarca con un recuerdo de terror que les devuelve su libertad. En este orden de cosas, la mutación de los cuerpos hacia otras formas (vegetales y minerales) señala una superposición de entidades que no remite a la áspera e inclusiva diferencia del relámpago de Deleuze, sino a un aliento de autonomía que se hace independiente justamente gracias a su sutileza disgregada: “[...] adherían [nuestros cuerpos] a la / dispersión del humo en guedejas blancas hacia el / agujero de la noche; [...]” (41).

No obstante, la sensación solucionadora de los versos, de lo que Mac-Millan precisamente define como un parecer de “tintes místicos”, después de la descripción de la adherencia de los cuerpos a sus nuevas sustancias, el autor incluye una conjunción disyuntiva; de esta manera interrumpiendo la posibilidad de la afirmación, en cierta medida esperanzadora, que recién revisamos:


[...] o aguardaban [nuestros cuerpos], como si de los
zócalos de la noche se derramaría esa agua final
de la que no hablaban las imágenes, esa agua final de los
mitos y de los sueños que restañaba con la limpidez
de una nueva forma humana los lamparones morados
de nuestros cuerpos (Harris 41).


La colección de negaciones que había sostenido el muro encalado y sus distintas identidades se encuentra aquí diluida por la expresión fluidificada de la “o” y, consecuentemente, por el vertimiento hipotético del “agua final” o, podríamos decir, del muro líquido: lluvia salvífica o espejo (sin imágenes) que atrae a los seres hacia otro destino.

Más allá que enfocarnos sobre lo que efectivamente acontece en esta última parte de La vida y, por ende, sin proponernos determinar la trayectoria evolutiva de los poemas de Harris, lo que percibimos en “Baldío” es la conformación de momentos magnetizados por la idea de un “cuerpo sin órganos”: concepto de Deleuze y Guattari que da cuenta de una entidad liberada de su organismo y de sus estratos y, por tanto, de sus motivos de control y represión (185-204). De ahí el fin de las imágenes, el fin de la espesura mural, el fin de los cuerpos, sin que por eso se manifieste una abolición determinante de estas estructuras que persisten, como fantasmas vivos, en los reflejos oníricos del “agua final”.

CONCLUSIONES

El universo poético de Harris es definido, por los estudiosos, como un lugar de pesadilla sin salida o consagrado a la nada (Gómez, Galindo), como un espacio dominado por el miedo y la infamia (Friis, Morales Saravia), en el cual el único camino potencialmente salvador se encuentra en el fallecimiento de los sujetos (Mac-Millan). La lectura que intentamos entregar a través de este escrito no suprime el horror ínsito a las palabras de La vida; más bien busca incorporarlo a una visión de la existencia necesariamente dominada por las tensiones, las paradojas y, según vimos, las intensidades. Al recorrer la isotopía del muro, exploramos las extensiones prismáticas –nunca acabadas y nunca propiamente enmarcables– que atraviesan los versos. En ellas, la idea de la vida (su conocimiento, su percepción, la relación con los demás y con el cuerpo, la presencia y la influencia del otro) se ramifica sobre el “papel” (de la pared y de la hoja) y no bajo la forma rígida de un “calco” (Deleuze y Guattari 20).

Los muros de Pacheco Benites, mencionados en la introducción, se cumplen diferentemente en los poemas, reforzando, según las distintas posiciones que asumen, la idea de un mundo permanentemente cercenado: el “portable wall” es construido con claridad en las sugestiones relativas a las imágenes y a sus apariciones delirantes; el “transparented wall” se fija en el muro encalado y en sus variantes; el “factual wall” remite al control ejercido más o menos directamente sobre los sujetos. Quizás esté de más subrayar que las tres paredes, clasificadas conceptualmente, se entremezclan en las líricas, dando la idea tanto de un caos fuera del alcance humano, como de una dimensión ceñida por todas partes e, igualmente, de una interioridad que también acoge los espacios desgarrados por la muralla indescifrable del yo.

Para Debord “ce mouvement essentiel du spectacle [...] consiste à reprendre en lui tout ce qui existait dans l’activité humaine à l’état fluide, pour le posséder à l’état coagulé” (27). El espectáculo de La vida da la impresión, en realidad, de que se sobrepongan y se alternen las actividades líquidas y sus coágulos. En efecto, pareciera que, en vez que una conflictividad fundamental, lo que acaece es una hibridez que refuerza sus distintas partes: el coágulo en lo fluido (el relámpago diferente deleuziano, el recorte sobre el muro, la subjetivación de Mille plateaux) destaca su trasfondo y su propia existencia, pero, puesto que todo es continuamente intercambiable y en movimiento, tampoco se niega a la “indiferencia” (Deleuze 43) que incluimos en el epígrafe del trabajo. La “nada blanca” y la “nada negra” (43) se (in)definen en base a los juegos de luz, a las materias, a las proyecciones, a esos pedazos de cuerpos flotantes bajo la sombra del muro, y guardan en sus culminaciones y en sus distensiones, en sus focos y en sus esfumaciones, el “gusano” de la nada (Sartre 57), la intensidad repentina, el objeto abyecto y manifiesto.

Los ladrillos, los peldaños, las paredes, las puertas, los retratos, los ojos, las repeticiones, las variaciones, entre otras cosas, resultan ser los fragmentos de un cuento aplanado (mural) e infinitamente reproducible, además de ser reflejado en sí mismo. Estas piezas sueltas son imposibles de armar y se componen ya sea en la volatilidad de la apariencia (el cartel que es doble indicación de la ficción, el recorte que es copia de la copia), sea en la evidencia de lo ominoso (las huellas del crimen); es decir, tanto en lo ficticio como en lo real y su relato, hecho que nos lleva a sostener que “todo lo que consiste es Real” (Deleuze y Guattari 89).

En este contexto, el muro es el entorno que encierra ese germen sartriano de la nada que habita los lugares que más nos parecen ciertos y exentes de inseguridad. El muro, entonces, es nuestra vida, donde nada se cruza significativamente (es liso) y donde todo acontece, impulsando una transformación que vuelve a la pared dejando vislumbrar, simultáneamente, la extensión del baldío (el cuerpo sin órganos). Para terminar, el horror y la angustia, en tales circunstancias, se sitúan como vectores que nos encaminan hacia la perspectiva de la libertad (Sartre), vedada a quienes, cegados por la certidumbre, solo ven el muro.

 


 

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NOTAS

[1] Nosotros nos referiremos, en este trabajo, al texto de 1992
[2] De aquí en adelante abreviaremos el título del poemario de esta manera.
[3] A este propósito, Mac-Millan señala, en el poemario, la elaboración de una “escenografía de la tortura”, develada por la sensación de encierro y opresión de los muros, entre otros elementos de la obra.
[4] Remitimos al trabajo de Mac-Millan quien estudia la escritura del poeta chileno bajo el prisma de la narración.

 

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-Sepúlveda Eriz, Magda. Ciudad quiltra. Poesía chilena (1973-2013). Cuarto Propio, 2013.

 

 

Maria Rita Consolaro es estudiante de doctorado en “Idiomas, Literaturas y Culturas Extranjeras” en la Universidad Roma Tre (Italia). Su investigación principal se basa sobre algunos poemarios chilenos de los 80 y su relación con el discurso neoliberal de ese período. Ha participado en congresos en la Universidad de Valladolid y en la de Padova y, recientemente, en el Instituto Cervantes de Roma. Ha publicado un artículo en Analecta Malacitana Electrónica, además de reseñas en revistas académicas italianas. Es socia de la “Associazione Italiana di Studi Iberoamericani”.

 

 

 



 

 

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El vértigo de la superficie en los muros de Tomás Harris
Por Maria Rita Consolaro
Università degli Studi di Milano
Publicado en OTRAS MODERNIDADES, Revista de Estudios Literarios y Culturales. N°25, mayo de 2021