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JUAN ZAPATA GACITÚA: 
NOSTALGIAS Y SUBJETIVIDADES. I. M.

Thomas Harris
Acta literaria, N° 50 Concepción julio de 2015


.. .. .. .. ..


A Marta Contreras

Una cara pálida trasparente
mesas naranjas 
una pared de vidrio la calle 
la Casa Verde
dos .. perros .. se .. pasean .. en .. la
vereda 
fuera .. del .. Supermercado
Astoria 
parece que estamos en un
zoológico 
me dice
en el Teatro Concepción
El honor de los Prizzi
la .. bella .. del .. día .. atravesada
por saetas
sangra del cuello
como San Sebastián de
Yumbel

en el teatro Concepción

(J. Zapata G.)


En un artículo publicado en el diario El Sur, un domingo 19 de junio de 1988, Juan Zapata, en aquel tiempo poeta un tanto subterráneo y egresado de las primeras generaciones del Magíster en Literaturas Hispánicas que se comenzó a impartir en la Universidad de Concepción, si mal no recuerdo por el año 1981, con una Universidad intervenida y durante el tiempo de las primeras protestas, primero silenciosas, después ya abiertamente confrontacionales y violentas, con sus víctimas y victimarios, se refería a la posmodernidad, que la verdad sea dicha no era una de las prioridades ni de una ciudad ni de un país ad portas de un cambio fundamental de cosas, ya que la democracia o lo que viniera después de la dictadura derrotada o a punto de caer, era casi un asunto exótico, o bien una exquisitez que no asomaba de las aulas de la academia; pero Juan de ésta, la posmodernidad, afirmaba, en primer lugar, que no era solo una palabra o una teoría de moda, fácilmente desdeñable por lo mismo, o por simple ignorancia. Por supuesto que la posmodernidad venía desde Europa tiempo antes, y en la sociedad, en sus manifestaciones sociales, económicas, estéticas y políticas desde casi la mitad del siglo pasado, o poco menos, si nos atenemos a Jameson. Pero no es mi interés hablar de la posmodernidad, me refiero a ella porque era la pasión -o una de las pasiones- de Juan Zapata, y no sólo una pasión, sino como el mismo lo decía, un modo de vida, de estar, de ser en el Mundo: "Ella es una actitud ante la vida -afirma en el artículo de marras-, es una forma de pensar y, fundamentalmente, de sentir". Cuando todos, me imagino, en Chile, estábamos si bien no dejando en un grado cero a la literatura, en un espacio desplazado o secundario, pero sí estábamos mirando un futuro improbable y con mucha desconfianza, o por decirlo más brutalmente con miedo y paranoia, donde, y todos los de mi generación bien lo saben, se nos jugaba la vida, o, a lo menos la urgencia de un país distinto, Juan elucubraba de la posmodernidad: Juan elucubraba de su pasión.

Esto, para los que bien lo conocimos a mediados de los años 70, cuando entramos a estudiar Español en el entonces Instituto de Letras no nos parece extraño. Juan, bajo su aspecto de un joven o un señor atemporal, poco gesticulador y a veces casi hierático, como esas siluetas de abrigo y sombrero de hongo de Magritte, aunque sin el sombrero de hongo, cuya sonrisa se esbozaba levemente en las fisuras de sus labios delgados y la mirada nerviosa y muchas veces inquisitiva, era un hombre de pasiones, que vivía la vida entregado a sus "causas", que yo diría iba a todas en esos tiempos difíciles de política peligrosa y bohemia desesperada, urgente, empapada, triste a veces, delirante otras, mágica y surreal las más, carnavalesca como piensa el carnaval Bajtín, bajo la lluvia que todo lo rimaba y ritmaba. No me refiero, claro está, a un bohemio irredento como un Neil Cassidy ni menos a una suerte de Garcián rubendariano, "de vino triste" y con un pájaro azul en la jaula de su cerebro que pugnaba por su libertad, no, sino a un hombre que vivió como hubo que vivir en esos idos tiempos que evoco, y que fue cambiando, adaptándose, creciendo, construyéndose en una suerte de autopoiesis siempre fiel a sí mismo, donde la literatura, ya sea en la academia, en la poesía, y también en la vida fueron su ordo y su norte, su pathos y su razón de ser.

Juan Zapata fue un excelente poeta, que cantó y contó Concepción, como otros poetas de su generación: pienso en Carlos Decap, Egor Mardones, Alexis Figueroa, Osvaldo Caro, yo mismo. "Ciudades son imágenes", escribió Enrique Lihn en Poesía de paso, otro poeta urbano por pulsión y pasión, y Zapata supo captar la imago de Concepción, supo, como decía Walter Benjamin de Baudelaire, "hacer botánica del asfalto"; supo, como también los otros poetas de nuestro tiempo, trazar un mapa urbano, un derrotero textual plagado de imágenes que constituía el cuerpo de la urbe, sus calles húmedas y sus flâneurs deseantes, su geografía y sus laberintos, sus marginalidades y el centro -él mismo un margen por esos tiempos-, sus Interiores/Exteriores, como se titula el único libro de poesía que publicó en vida. La originalidad de Zapata en su propuesta poética urbana de lectura de la ciudad penquista, creo, fue, como muy precisamente apunta Miguel Gomes en el prólogo al libro, que Juan transporta las enseñanzas de Flaubert a la lírica, y en sus versos evita la explicación y se inclina por la presentación, absteniéndose de pensar por el lector, permitiéndole de esta manera incorporarlo a su lógica de signos e imágenes y de esta manera hacerlo encontrar de motu proprio la manera de enfrentarse a los oprobios de la Historia, sobre todo la de los años de la dictadura militar de los 70/80. Juan Zapata, posteriormente, viajó a hacer un doctorado a los Estados Unidos, en Stony Brook, y su lírica, también incorporó esa "poesía de paso", como llamaba Lihn a su obra de extranjería, superponiendo imágenes de fuera/dentro en un notable ejercicio de sumultaneísmo y yuxtaposiciones textuales. ¿Por qué poseyendo tantas herramientas como sensibilidad poética Zapata no continuó en la práctica poética y se inclinó por la academia? No lo sé. Nunca se lo pregunté. No me pareció pertinente, pero sospecho -o más bien puedo asegurarlo- que hay mucha más poesía escrita por Juan que la que incluyó en su delgado pero contundente (estéticamente) tomo publicado el año 2007 un mes de septiembre. Quizá nos haya dejado una tarea pendiente. Tal vez sea necesario e imprescindible cumplirla.

Juan, creo, fue un intelectual de tomo y lomo, que nunca descuidó con su mirada abarcadora lo que ocurría en el mundo de la epistemología, la poesía y la política: la existencia era para él un asunto que permeaba su vida en todo momento, porque jamás, creo, descuidó la necesidad casi pa-ranoide de estar al tanto como el estar alerta, aspectos fundamentales que determinan la praxis de un intelectual que quiere intervenir en su entorno, en su aldea, vivir con su tribu y padecer y gozar con sus amigos y amigas, vivir, para muchos casi imperceptiblemente, pero con una vitalidad interior admirable, el curso del tiempo, los trabajos y los días, en el tiempo que le tocó vivir. Un hombre comprometido con su tiempo y su espacio, con sus escenas culturales y sus respectivas coyunturas políticas, tal como piensa esa siempre polémica figura cultural Gabriel Said. De allí sus pasiones, para nada descontextualizadas: la poesía, el trabajo editorial en la revista Posdata que en los años 1985 y 1986, prácticamente solos y a pulso los dos, junto a la ayuda desde Santiago de Carlos Decap, logramos mantener con vida hasta casi el fin de la década turbia; las actividades que junto a académicos de la Universidad de Concepción -Marta Contreras y Mario Rodríguez, entre otros- realizamos ya sea en el Instituto Chileno-Británico de Cultura, en el Norteamericano de Cultura, en la misma Universidad; su admiración por Enrique Lihn como súper héroe cultural; su misma convicción de vivir posmodernamente, a través de una actitud ecléctica ante la cultura y la vida; su escepticismo ante ese mismo Concepción que se proyectaba en imágenes duplicadas por la lluvia y las galerías que nos cobijaban de ellas fantasmagorizando la ciudad y sus fantasmas, como diría el poeta Carlos Decap, nuestro contemporáneo; porque como rezaba la bajada de la revista Posdata, hacíamos literatura desde Concepción: desde la "laguna de los patos" en la U, desde el campanil, desde los frondosos tilos de la plaza de armas bajo la mirada de Ceres, y los cafés del centro, el Dom, el Hatí, el Astoria, y claro, también desde las Zonas de peligro: desde donde ya la ciudad comenzaba a derrumbarse en prostíbulos y bares húmedos en la casi perenne temporada de lluvias: el imponderable Castillo, donde todos los conjurados de aquellos años recalábamos después de las 12, para hablar de patafísica y jazz, para susurrar de política y tararear rock pesado, para tratar de buscar un cuerpo necesario para esa noche, que tal vez, por tantas razones podía ser la última. Pero también había lugares y prácticas más amables y salutíferas, deseos de crear y vencer el miedo a través de la imaginación, la cultura, el arte y la escritura, como la amistad y el amor, que eran los grandes tesoros que se podían cultivar y salvaguardar por esos años, una amistad y unos amores que, creo, a pesar de la diáspora de fines de los años 1980 se produjo en algunos, han pervivido y pervivirán, más allá de lo que dictamine la muerte o las distancias, en ese recodo de la memoria, la nostalgia y la imaginación.

Existe y siempre existirá ese tiempo sin tiempo de la amistad y el amor entrelazados, ese tiempo amable y sonriente, maternal y nutricio de la amistad y el amor, que recuerda mi amiga Marta Contreras de esta manera: "La hospitalidad griega parecía triunfar sobre hostilidades callejeras constantes que hacían temblar a la polis en esos días habitualmente. Sin embargo, ni Esparta ni Atenas, Concepción devenía de nuevo territorio de ciudad poética en Posdata. El plano de la ciudad se dibujaba entre Serrano (una casita de interior donde vivía Sergio Vergara), Barros Arana (otra casita de interior donde vivían Marta y Félix), San Pedro de la Paz (la casa a la orilla del río de Roberto Henríquez), y Chiguayante (la casa de Tomás y Alejandra)". En todo este mapa, en este plano de la ciudad que dimanaba hospitalidad griega a la lumbre de la poesía que crepitaba en Posdata,como si fuera una de esas ahora clandestinas salamandras a leña que no faltaban en ninguna de las casas del territorio amoenus, es donde recuerdo ahora, mientras escribo este texto, a mi amigo Juan Zapata, serio o sonriendo, deambulando o sentado con un vaso de vino tinto o un café en la mano, escuchando la algarabía a su alrededor, el Jazz de Dave Brubeck o el pop de David Bowie, con un silencio sabio, porque Juan era un gran escuchador más que un parlanchín, pero cuando hablaba sus palabras y excursos siempre eran pertinaces y pertinentes, necesarios y clarificadores, como imagino han de haber sido sus clases, por el cariño que sé le tenían sus alumnas y alumnos de los cursos del doctorado que ahora se imparte en la Facultad de Humanidades y Arte de la Universidad de Concepción.

Fue mi amiga Marta Contreras que me comunicó la muerte de Juan con el siguiente correo electrónico: "Queridos amigos, ha fallecido anoche a las 4 A.M. nuestro Juan Zapata. Estoy desolada". Después nos contaba que lo velarían en una iglesia camino a Talcahuano, que necesitaba vernos, que la acompañáramos en ese trance; pero la distancia, el tiempo y otras circunstancias, a veces, las más, nos impiden o nos interponen barreras quizá imaginarias para hacer lo que deberíamos hacer, o mejor, lo que querríamos hacer, por sobre los supuestos deberes, el trabajo, las llamadas "obligaciones" contractuales. El correo estaba dirigido a mí y al profesor Sergio Vergara, que es académico en la Universidad de La Serena, mi ciudad natal, y no sé si habrá llegado a esa iglesia entre Concepción y Talcahuano. Yo sólo atiné -la muerte tiende a paralizarme- a responder su correo con el poema "Los heraldos negros", de Vallejo, porque me pareció lo único apropiado para darle un abrazo a la distancia y para restañar una herida que comenzaba a abrírseme poco a poco a medida que avanzaba el día, no sé en qué lugar intangible de mi cuerpo, que debe haber sido el espíritu. Tal vez me equivoqué de poema. Creo que debería haberle enviado un texto donde está Juan de cuerpo y alma en toda su plenitud y pathos, en toda su manera de concebir el mundo y la escritura, la poesía y la vida:

escribir trabajo: hay que continuar, no 
puedo continuar, hay que decir palabras 
mientras las haya, Foucault, ser a partir 
de la voz que se dice, trabajo: borro lo 
escrito: escribir trabajo: hay que conti-
nuar, no puedo continuar, hay que decir 
palabras mientras las haya, Foucault, ser
a partir de la voz que se dice, trabajo: 
escribir trabajo: hay que decir palabras 
mientras las haya, Foucault, ser a partir 
de la voz que se dice, trabajo, hay que 
continuar, no puedo continuar, hay que 
decir palabras mientras las haya, Fou-
cault, ser a partir de la voz que se dice, 
trabajo: escribir trabajo: hay que conti-
nuar, no puedo continuar, hay que decir 
palabras mientras las haya

 

Santiago, 22 de mayo de 2015

 



 



 

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