Este paper quiere ahondar en los significados hipotéticos del mundo representado en la poesía de Tomás Harris (La Serena, 1956), con el fin de subrayar las opciones estéticas y poéticas que Harris hubo de tomar cuando, en los ochentas, la poesía chilena enfrentó el dilema de cómo representar la dictadura pinochetista, sin convertir su poesía en una mera arma ideológica, subsumida a su contexto. En ese contexto, la opción de Harris por la marginalidad más profunda, supuso un viaje hacia todo aquello que quedara ajeno a la realidad cotidiana, haciendo énfasis en la creciente virtualización de la experiencia y su pérdida de arraigo.
This article delves in the hypothetical meanings of the world depicted in the poetry of Tomás Harris (La Serena, Chile, 1956), in an attempt to underline aesthetical and lyrical options adopted by Harris in the forked path that young poets had to face in the mid-eighties. Back then, when Chile was under Augusto Pinochet’s regime, Chilean poetry took upon the quandary that represented to deal with such authoritarian system, and keep writing a poetry that was something else than just a mere response to that context. Under such circumstances, Harris’ choice for the deepest marginality became a journey towards zones displaced from the public eye, emphasizing the growing virtuality of experience and the lack of the ability of settling in.
Si uno googlea el nombre del poeta chileno Tomás Harris (La Serena, 1956), no es difícil encontrarse con el típico Did you mean Thomas Harris?, referido tanto al autor de El silencio de los inocentes como a un antiguo espía británico responsable de la operación “Fortaleza” durante la Segunda Guerra Mundial. La existencia de esos hipotéticos dopplegangers, dobles o proyecciones del Harris chileno, creo que es del todo bienvenida por el autor “sureño”[1] . El alcance de nombres nos puede dar algunas pistas iniciales para adentrarnos en una poesía compleja y fascinante, difícil pero al mismo tiempo familiar, cruda si por este adjetivo entendemos una obra que no se ahorra pasaje alguno de la realidad y la irrealidad a la cual nos invita a adentrarnos.
Quisiera partir, entonces, haciendo un poco de memoria y contar brevemente cuál fue nuestro primer aproximamiento a la poesía de Tomás Harris. En el año mil novecientos noventa, cuando la dictadura pinochetista recién había concluido (pero no, como veremos, sus consecuencias), la carrera de Literatura en la Universidad de Chile sufría, al igual que toda la universidad, los efectos de los cambios que el sistema impuesto por los militares propiciaba. Sin embargo, de a poco se vislumbraba lo que podría ser una universidad en democracia y se auguraban los cambios que tal vez con un excesiva ingenuidad se suponía que acompañarían la llegada de la democracia. Entre esos cambios, uno de los más importantes pasaba por la apertura hacia (y el retorno de) quienes habían partido al exilio y de quienes sólo se sabía esporádicamente a través de algunas publicaciones, muchas de las cuales tenían como medio de circulación la fotocopia y el mano a mano y nada más. Se sabía que existían Enrique Giordano, Soledad Bianchi, Javier Campos y Grínor Rojo, entre muchos otros que sería difícil enumerar aquí. Todo el mundo lo sabía y esperaba que algún día ellos llegaran a renovar las salas de clases, para ventear un poco esa atmósfera que se hacía insostenible e irrespirable.
En ese contexto, al volver de Francia, el primer o uno de los primeros destinos de la profesora y ensayista Soledad Bianchi fue precisamente la Universidad de Chile. A ella le debemos el habernos introducido a esos libros inaugurales de un autor penquista (que es como se denomina en Chile a los oriundos de Concepción, ciudad donde se había radicado Harris), que en ese minuto aún ocupaba la categoría de poeta joven y distaba de la consagración de la que dentro de un lustro o una década gozaría. Lo que quiero señalar con esta breve referencia “arqueológica”, es que el filtro universitario por el cual accedimos a la obra de Harris nos permitió tempranamente acceder al decurso escritural de un autor que en ese entonces todavía no alcanzaba un número mayor de lectores. Fue en ese contexto que leímos las páginas, reveladoras para nosotros, de libros como Zonas de peligro (1985), Diario de navegación (1986) y El último viaje (1987). No puede dejarse de lado el hecho de que la primera publicación recopilatoria de Harris, su Cipango, es de mil novecientos noventa y dos, e incluso ese libro fue editado de manera casi marginal, en una co-edición de Cordillera y Documentas, plagada de erratas y que sólo a posteriori, cuando el libro viera nuevamente la luz en una edición del Fondo de Cultura Económica, lograría mayor circulación.
Una rápida mirada a lo que teníamos a nuestra disposición en ese entonces puede aclarar el por qué del impacto de Harris. Considérese, para empezar, que la poesía chilena en ese momento había enfrentado dilemas difíciles de resolver, de los cuales sin embargo creo había salido airosa. Sometida a los mecanismos represivos del Chile pinochetista, la poesía que se escribió en los setenta y en los ochenta libró una batalla decisiva no sólo contra la coerción estatal, palpable, brutal y evidente por esos años, sino también contra la normatividad política que la imaginaba exclusivamente como vehículo de información, como transmisión de un “mensaje”, mientras más directo, mejor. En respuesta a lo que Floridor Pérez ha llamado “una tradición negativa (...) de la poesía política (...) que ni sirvió como panfleto, ni quedó como poesía” (cit. en Bianchi 223), los poetas jóvenes de ese minuto (pero no sólo ellos, sino también aquellos que como Enrique Lihn y Jaime Quezada, por nombrar sólo algunos, habían optado o se habían visto obligados a optar por el exilio interior) tuvieron que tomar la decisión de privilegiar la función que esperaban que su poesía cumpliera, si es que esperaban que cumpliera alguna. Y esta decisión involucraba una opción por la inmediatez más absoluta, por la poesía de urgencia[2], o en su defecto una preferencia por una escritura que sin dejar de lado una postura crítica ante la realidad chilena de ese minuto, decidió problematizar a fondo las formas de representación disponibles. De este modo, podemos explicarnos la aparición de obras como la de Raúl Zurita y Juan Luis Martínez, que si bien comenzaron a forjarse (y a aparecer) con anterioridad al golpe de estado del 11 de Septiembre de 1973, cobraron pleno sentido, por paradójico que esto parezca, durante los años de la dictadura. Un caso parecido es el de un autor ligeramente mayor que los dos mencionados, como Manuel Silva Acevedo, que escribiera un libro que terminaría por ser emblemático en su espíritu involuntariamente profético: Lobos y ovejas. Publicado recién en 1976, pero también escrito con anterioridad al once de Septiembre, el volumen de Silva Acevedo supuso una lectura premonitoria de los hechos que ocurrían —tortura, detenciones ilegales, prisioneros políticos y ejecuciones sumarias— al momento de la publicación del texto. Para Grínor Rojo, la tardía edición de Lobos y ovejas (que puede datarse hasta ocho años antes de su publicación oficial, la que aun así tuvo características semi-clandestinas, dado la modestia del tiraje y las condiciones imperantes en el país) constituye “el relance de una paradoja distinta: los poemas que en él se incluyen, que fueron escritos a fines de la década del sesenta, devienen hoy en una vigencia inocultable” (Rojo, cit. en Yamal 181) Valga aclarar que el hoy del que habla el profesor Rojo es el de 1976, es decir, su texto es coetáneo no sólo del libro de Silva Acevedo, sino también de las atrocidades del pinochetismo.
Los tres ejemplos aquí citados son muestras elocuentes de la segunda alternativa que reseñábamos más arriba, aquella que decide problematizar sus estrategias discursivas, pero sin dejar de lado una mirada llena de sospecha ante la realidad que la circunda. Dentro de este panorama, en el cual se sobreponían las remotas escrituras del exilio, las subrepticias formas de una escritura neovanguardista, la potencia de la poesía (feminista, en algunos casos) de mujeres y la renovación de la poesía de los poetas del cincuenta y del sesenta (de Lihn a Floridor Pérez, de Teillier hasta José Ángel Cuevas, entre otros)[3], no deja de ser sintomático —y elocuente— que la poesía de Harris tuviera que esperar por lo menos hasta principios de los noventa para empezar a ser reconocida. En el libro de Ricardo Yamal, por ejemplo, La poesía chilena actual (1960-1984) y la crítica, que es a mi juicio un libro clave para entender algunas de las tendencias de la poesía chilena contemporánea, no hay ni una sola mención de Tomás Harris. Y las razones son obvias: más allá de que sus libros no calzaran cronológicamente con la convocatoria del libro, a mediados de los ochenta la figura dominante de la poesía emergente era sin lugar a dudas Raúl Zurita, cuyo ingreso en la escena pública con dos libros estremecedores como Purgatorio y Anteparaíso, diversas acciones de arte y el respaldo desembozado del crítico oficial de la época, Ignacio Valente, como parte de esa dinámica viciosa de la poesía chilena de concentrar la diversidad en una voz única y, por extensión, excluyente, significó en la práctica acaparar el ya reducido espacio público de aquella hora. Esto se conjuga, asimismo, con el lugar periférico de Harris, avecindado en una Concepción sureña y lluviosa, que a pesar de la actividad cultural más o menos visible y más o menos underground de la que gozaba en ese entonces, todavía contaba con editoriales cuya circulación era escasa o ninguna, invisibilizando de paso a quienes publicaran con ellos, como fue el caso de los tres primeros libros de Harris, cuyas tres primeras colecciones aparecieron en tal ciudad y dentro de ese ámbito de lo que hoy en día podríamos llamar editoriales independientes[4]. Otro dato: cuando en 1979 se hizo el primer Encuentro de Arte Joven, en el Instituto Cultural de Las Condes, Harris brillaba por su ausencia.
Será Cipango (en un principio, “Viaje al corazón sangriento de Cipango”, como señala Soledad Bianchi que era el título original) el libro que marque un punto de inflexión en la recepción de la obra de Harris. La reunión en este volumen de los tres libros antes publicados, más dos secciones que se suman para completar el conjunto (“La vida a veces toma la forma de los muros” y “Cipango”), posibilitando la difusión de la obra de este autor de manera algo más masiva, fue seguida por la obtención de una serie de premios que terminarían por consagrar a Harris al interior de la poesía chilena y pronto en el entorno latinoamericano. En 1993, tanto el Premio Municipal de Literatura por Cipango, como el Premio del Consejo Nacional del Libro por Los siete náufragos; dos años después el Premio Pablo Neruda y, finalmente, el Casa de las Américas en 1996, esta vez por Crónicas maravillosas, terminaron de dar a conocer a Harris más allá de los círculos de iniciados.
Sin duda alguna, en Cipango se sientan las bases de comprensibilidad de la obra toda de nuestro poeta, aun cuando tampoco la agotan. El principio de coherencia que lo guía (esta frase la tomo prestada del vocabulario de Grínor Rojo) lo emparenta con el trazado de una poesía urbana, común a otros autores de su generación, pero que en su caso ofrece las particularidades delirantes que harán de la poesía de este autor un autor único. La Concepción imaginaria que contemplamos en este libro cobra características de una ciudad apocalíptica y marginal, donde el foco de la mirada se concentra en las zonas de degradación más abyecta:
Conscientemente he buscado situar mi poesía en espacios degradados, baldíos, prostíbulos, bares, prisiones, etc. Espacios que se construyen metafóricamente y hasta alegóricamente. La carga erótica de mis textos no creo que sea delirante (uno llega al delirio únicamente en el acto mismo de hacer el amor), sino más bien una búsqueda donde la erótica se tensa para abismarse hacia su cara oculta, a sus manifestaciones límites en la escritura.
(Harris, en entrevista con Greta Montero Barra)
El aire opresivo y tóxico, donde una experiencia general de los despojos de la modernidad se cierne a todo lo largo y lo ancho de Cipango, ocupa un lugar de privilegio en la poética de este libro. Esa atmósfera angustiosa se traduce en un uso del lenguaje si se quiere deslavado, pero plenamente consciente de sí mismo. Harris no se empeña en que su poesía, partiendo por su mismo vocabulario, se acomode a los cánones de lo bello, por lo menos a ciertos cánones tradicionales de lo bello[5], sino que muy por el contrario, estamos frente al deliberado intento de crear una estética autónoma, donde el efecto poético se basa en una articulada armazón cuyo esqueleto —sus unidades constitutivas— pasa por ciertas figuras retóricas que nos gustaría detallar aquí.
La primera de ellas —la reiteración— salta a la vista y ya ha sido señalada por algunos críticos. Cuando el lector se adentra en “Zonas de peligro”, sección que abre Cipango, literalmente pareciera que la lectura no avanzara, que no se llega a ninguna parte. En esta sección, por dar sólo un ejemplo, hay siete poemas titulados “Zonas de peligro”, cinco “Orompello” y tres “Hotel King”[6]. Pero he aquí la maestría de Harris, he aquí el uso deliberado de una forma de representación que satura el texto rápidamente para dar esa idea de un universo sin salida, siempre el mismo, en síntesis: irrespirable. Esto, sin embargo, no se reduce a la repetición de los títulos. La construcción de los poemas mismos descansa sobre este esquema. Así, en el poema homónimo que abre esta primera sección de Cipango, leemos al comienzo:
Así como largas y angostas fajas de barro
Así como largas y angostas fajas de noche
Así como largas y angostas fajas de musgo rojo
sobre la piel. (11)
Grínor Rojo lee en estas líneas una lejana evocación de Zurita, del mejor Zurita (como dice el mismo Rojo), al relacionar de un modo relativamente explícito esas zonas de peligro de las que se habla en el poema con el contexto político de la época. De hecho, este poema del que recién citábamos algunos versos, concluye señalando la identidad entre estas zonas y los “CAMPOS DE EXTERMINIO” (11, con mayúsculas en el original). De igual manera, el poema homónimo que cierra esta sección menciona los “muertos de mil novecientos setenta y tres” (30) en una alusión evidente a uno de los filones de lectura que ofrece este libro. Claro que dista de ser el único.
El universo pesadillesco que describe el hablante harriano también ahonda en el tema del simulacro permanente, de la irrealidad que permea al entorno urbano de Concepción que no es sólo Concepción. Empiezan a repetirse en el vocabulario de Harris palabras como látex, pintura, charcos que reflejan, símbolos, signos, espejismos. La imagen ha reemplazado a la realidad. La recurrencia del neón y de esa realidad que aun cuando brutal parece adelgazarse como producto del atiborramiento de imágenes que preceden, en nuestra percepción, a los mismos objetos que suponen representar, es un anticipo de los temas que a futuro la poesía de Harris abordará: la vida por control remoto, la experiencia mediatizada por el espacio de lo virtual. No es gratuito entonces que los símiles y las metáforas ocupen un lugar privilegiado en las primeras páginas de Cipango, en tanto siempre hay algo que es reemplazado por otra cosa, o encuentra un doble venido a menos dentro del repertorio de personajes (estuve tentado de escribir: monstruos) que pueblan este territorio. De hecho, el uso del símil es la estrategia perfecta para subrayar el estado de duda, la incerteza ante el estatuto de lo real:
En Orompello jamás sabremos si fue verdad:
descubrir todas las noches la herida más sangrienta
bajo el sol de 40 wattios envueltos en celofán rojo
como la misma estupefacción
de un idiota ante el mar
como ante un charco de lluvia. (21)
Vemos que la realidad se va paulatinamente desrealizando. La incertidumbre del principio se traduce luego en el montaje, en la escenificación de una improbable naturaleza, como es ese sol de 40 watts (o wattios: la chilenización no es gratuita) travestido en el celofán rojo, que no esconde sino la posibilidad de la herida, la hipotética sangre que no hace más que añadir otra capa más de acoso y peligro a esta zona. Pero es aquí donde el proceso de evaporación de la realidad es visto a través de dos símiles consecutivos que no hacen sino alejarnos todavía más de un referente a estas alturas —probablemente— irrecuperable. Las equivalencias que cierran este poema son también un testimonio de nuestra incapacidad de abordar la realidad. Si lo que dice Eagleton al respecto es cierto: “What threatens to scupper verbal sensitivity is the depthless, commodified, instantly legible world of advanced capitalism, with its unscrupulous way with signs, computerised communication and glossy packaging of ‘experience’”[7](17), tendremos entonces una vision más ajustada de hacia dónde se dirige la mirada de Harris. Sin embargo, no podemos olvidar un matiz que no es sólo un detalle, porque este fin de la experiencia también ha sido celebrado desde algunas perspectivas, como por ejemplo desde el post-estructuralismo, desde donde se considera que la capacidad de conocer o de vivir una experiencia genuina o auténtica no es solamente sinónimo de valores y plenitud, sino también una suerte de reliquia en un mundo donde la distancia entre el enunciado y la enunciación es tan grande, es decir, la relación entre el significante y el significado se ha complejizado de tal manera que, hoy por hoy, asistiríamos a la vida independiente de los significantes, disociados muchas veces de todo contenido. A partir de las reflexiones de Benjamin, Giorgio Agamben plantea que
todo discurso sobre la experiencia debe hoy en día partir de la siguiente constatación: ella no es ya para nosotros algo realizable. Puesto que el hombre contemporáneo, tal como ha sido privado de su biografía, se ha encontrado despojado de su experiencia: tal vez incluso la capacidad de efectuar y transmitir experiencias es uno de los escasos datos seguros de los que dispone acerca de su condición. (Agamben, cit. en Pérez 50)
Se podría suponer que la poesía inicial de Harris, enmarcada su escritura en el contexto de la dictadura pinochetista, involucraría una crisis de la experiencia dada la coerción política de la época; sin embargo, el mismo Agamben se encarga de detallar los contornos de tal crisis, independientemente de cualquier situación traumática:
sabemos hoy en día que no es necesaria una catástrofe para que se destruya la experiencia: la vida cotidiana en una gran ciudad en tiempos de paz basta perfectamente para garantizar ese resultado. En la jornada de un hombre contemporáneo, en efecto, no queda nada que pueda traducirse en experiencia. (...) El hombre moderno vuelve a su casa por la tarde agotado por un montón de acontecimientos sin que ninguno de ellos se haya transformado en experiencia. (cit. en Pérez 50)
Eagleton plantea que este fin de la experiencia es en realidad el fin de la experiencia del hombre burgués, el fin de un sujeto de la experiencia que podemos definir como esa clase media europea (o más bien: cuyos mejores representantes fueron esta clase media europea) que despunta en el siglo XIX y se consolida en el siglo XX (los personajes de Thomas Mann y Marcel Proust, para el teórico inglés, son los mejores ejemplos de estos individuos), pero pareciera ser que, en realidad (por paradójica que suene esta última frase) la comodificación[8] general de la experiencia, o su imposibilidad de imaginarse más allá de las reglas generales del mercado transnacional, que habría cooptado todo aquello que en algún minuto supuso su crítica o alternativa, es un hecho irrebatible desde la perspectiva de una colonización total de nuestra vida, de modo tal que aquellos territorios no reificados como la naturaleza o el inconsciente y que servían como contrapesos, han sido hoy conquistados por el capital. Esto, dicho en otras palabras, es la caída en la pura inmanencia (de la que los poemas iniciales de Cipango son una muestra fehaciente) en la medida en que los “puntos de anclaje” (Avelar 314) han desaparecido con tal colonización. En ausencia de modos de producción alternativos, no digamos antagónicos, la misma comprensión del presente como un hecho narrable se anula, en tanto la posibilidad de cambios, de flujo y movimiento es también suspendida (y reemplazada, claro, por el simulacro del cambio, del flujo y el movimiento).
Se insinúa entonces en la primera parte de Cipango[9] lo que será una preocupación central en obras subsiguientes: la idea del viaje en Diario de navegación y El último viaje (incluidos en el libro de 1992), la teoría negativa de la conquista de América en Los siete náufragos, la parodia de la épica en Crónicas maravillosas y la lectura virtual, cyber-punk y destructiva de todos los motivos anteriores en Tridente, desde una lectura que es, paradójicamente otra vez, sostenida por una reinterpretación de los clásicos de la literatura europea. Ítaca depara para el lector una nueva versión para el tema de la partida y el retorno (el poeta tiene dos deberes sagrados: partir y regresar, decía Neruda) y la frustración en el cumplimiento de las expectativas en tanto el periplo es siempre incompleto, como en el caso de Colón y su empresa en post del oro, anunciados por Harris tempranamente cuando ya en mil novecientos ochenta y seis se valía del intertexto de la crónicas de viaje del Almirante para entregarnos una mirada peculiar sobre esas empresas expansionistas también fallidas. Con todo esto quiero remarcar esa profunda unidad de la obra de Harris, unidad que parece señalarnos una de las contradicciones creativas más fértiles de las que tenga recuerdo, en la medida en que esta “unidad” se sostiene sobre la base del fragmento y la discontinuidad. Dos poemas de “Zonas de peligro” nos repiten que “La retórica es el fragmento la parte” (22, 25), lo cual se ve refrendado por el tipo de hablante que nos presenta Harris, un personaje constantemente agónico, esto es, en disputa abierta o soterrada con un medio que lo cercena y coarta. Esta retórica del fragmento se verá continuada, matizada, expandida y modificada hasta llegar a obras como Lobo (2007) y Las dunas del deseo (2009), donde las metáforas iniciales de la obra de Harris se metamorfosean en las figuras de la licantropía y el viaje intergaláctico protagonizado por Cordelia, la menor de las hijas del Rey Lear shakesperiano, respectivamente. Pero tanto en uno y otro de estos libros últimos, vemos que podemos comprobar aquello que dijera Grínor Rojo en su prólogo a la edición de mil novecientos noventa y seis de Cipango, cuando afirmaba que
A estas alturas de la realización del gran proyecto del poeta Tomás Harris, todo ha cambiado en el plano de los significantes de su discurso pero sin que nada haya cambiado en el plano de los significados. El adolescente merodeador de Orompello, el de los primeros tramos de Cipango, que en las etapas intermedias se transfigura en un buscador del oro de Las Indias, ahora, al llegar a la última fase, es Marco Polo a la siga de algún Oriente alucinado y utópico, en el que le aguarda, como a Coleridge la rosa, el tesoro del Ser. (Harris 20)
Si lo que aquí plantea Rojo describe con precisión la travesía de Cipango, nosotros perfectamente lo podemos aplicar al conjunto de la obra de Harris hasta hoy publicada, en la medida en que esos significados que se han introducido recientemente, guardan una íntima correspondencia con lo que el autor ha venido escribiendo (con los significantes que el autor ha venido escribiendo, para estar en consonancia con la cita de más arriba) desde finales de los años setenta.
Prácticamente todos los críticos coinciden en la idea de un relato, una narración que en la obra de Harris se produce y sin embargo se fractura, como si se tratara de una sucesión de hechos, los que sin embargo difícilmente se pueden concatenar como una cadena de sucesos “contables”, que se puedan contar, lo que es lo mismo que decir: que respondan a una lógica. En ausencia de un sentido que los ordene, Mary Mac-Millan (siguiendo a Paul Ricoeur) ha señalado que la identidad del sujeto de la escritura pasa por el despliegue de ésta. Sin embargo, según esta ensayista chilena, en la obra de Harris estamos más bien ante un anti-relato donde sólo presenciamos la desaparición del sujeto[10] . Si éste persiste, nos dice la autora, es porque el discurso que lo enuncia persiste. En una línea semejante, Marcelo Garrido señala que la crónica es el único medio posible de narrar la historia de América a falta de una épica que satisfaga las necesidades del relato (siempre y cuando tengamos en cuenta, con Jorge Narváez, que la literatura referencial, entre las cuales se cuenta la crónica, logra en Latinoamérica un estatuto canónico, por la propia historia de nuestro continente, narrado por primera vez en su historia occidental a través de esas “formas simples”: cartas, crónicas y brevísimas historias que en Europa ocupaban un lugar ancilar[11] ), mientras que para el ya mencionado Grínor Rojo, la poética de Harris encierra (y en esto concordamos a cabalidad) un deseo de retorno, un viaje que no se concreta sino hasta que se llega al (o no se sale del) lugar de origen.
Las dunas del deseo confirma las dimensiones de este viaje textual, reiterando casi palabra por palabra lo que antes señalara Rojo, en torno al cambio de los significantes y la continuidad de los significados. Creemos que esta afirmación debe matizarse en tanto es difícil sostener la independencia plena de los significados, ya que eso supondría fatalmente que los significantes serían meros vehículos del contenido, negando así la relación de necesidad que existe entre uno y otro nivel. Harris corrobora retroactivamente lo señalado por Rojo cuando en Las dunas del deseo explicita:
LOS VERDADEROS RELATOS TRANSMIGRAN Y ASÍ TODAS ESAS HISTORIAS QUE ALGUNA VEZ SIRVIERON PARA COHESIONAR A LA TRIBU, PARA MANTENER DESPIERTOS Y CON FE A LOS PEREGRINOS, O PARA QUE NO SE QUEBRANTARAN LAS TABLAS DE LA LEY, AL TRANSMIGRAR PERMUTAN SUS SENTIDOS, SE LES VA EL CENTRO, PUEDEN ANIDAR EN EL RUISEÑOR DE KEATS, EN UNA BALA ENTRE CEJA Y CEJA EN EL FAR WEST O EN LA MUERTE DE KING KONG ENAMORADO DE LA RUBIA FATAL EN LA CUMBRE DEL NEOCAPITALISMO GÓTICO DEL EMPIRE STATE (167, mayúsculas en el original. Los subrayados son nuestros)
Ese viaje, sin embargo, es fundamentalmente incapaz de narrar(se) , de dar cuenta de ninguna experiencia. Hemos visto que la inmanencia se apodera de la poética del viaje en Harris, no sólo porque en la trama de sus textos el viaje siempre fracase, sino fundamentalmente porque dentro del capitalismo contemporáneo —ese “neocapitalismo gótico”— ya no hay un afuera al cual acudir como contrapeso, como un punto de equilibrio para hacerle frente a la lógica del flujo transnacional de capitales. Las mismas referencias a la figura del flâneur que hace Harris pertenecen a un flâneur que no puede desentenderse de su muerte violenta, a manos del crimen, como es el caso del poeta Omar Cáceres (¿1904-6?-1943), un paseante consciente de la fugacidad de la experiencia urbana en la modernidad y de su consiguiente desacomodo para (casi) cualquier afán de arraigo. Para mayor abundancia, este fragmento de un poema de Harris:
En las grandes ciudades, las de los pétalos negros,
no existe el amor a primera vista,
sólo hay amor a última vista.
¿Han escuchado eso, no?
¿Han visto a las caminantes viudas?
En el último Metro Les yeux d’une norte/M’ont salué[12] .
¿A alguien le ha ocurrido eso?
Omar Cáceres, flâneur chileno,
que murió a comienzos del siglo pasado,
en extrañas circunstancias cercanas al crimen,
me sugirió, en un sueño, que podría haber sido una mendiga,
una vieja mendiga ciega,
perdida sobre los rieles.
Pero él se refería a los tranvías, no al Metro.
(“Amor a última vista (Walter Benjamin)”, en Tridente 29)
La elección de Omar Cáceres, autor de un único libro: −Defensa del ídolo, involucra por sobre todo un distanciamiento con la figura del flâneur tal como se le ha entendido, ya que Cáceres, miembro de la vanguardia histórica de la poesía chilena, autor de ese solo libro que lo consagrara como uno de los malditos de la literatura de nuestro país, en una especie de Olimpo paralelo, cuyo acceso estaba vedado para los no iniciados, pertenece a una época en que el paseante y testigo de la urbe, ajeno aun cuando no independiente de consideraciones de índole económica, se podía entender a sí mismo como un sujeto crítico de su entorno, donde todavía cabía pensar en una exterioridad. No son gratuitas las palabras que Vicente Huidobro le dedica en el prólogo a ese libro: “Estamos en presencia de un descubridor, un descubridor del mundo y de su mundo interno. Un hombre que vive oyendo su alma y oyendo el alma del mundo. Esto significa un hombre que oye en profundidad, no en superficie. El hombre asaltado de visiones” (Cáceres 5). Esa capacidad visionaria (y por lo tanto profética, adánica y en última instancia nerudiana) de ver debajo de las aguas, está ausente en una poética como la de Harris, que da cuenta de lo que reflejan los charcos durante la lluvia permanente en Concepción/Tebas/Tenochtitlán, pero no de lo que hay debajo de esas aguas servidas.
Esa diferencia es elocuente. El flâneur es un personaje signado por su época, se entremezcla con la masa sólo para diferenciarse de ella. Como dice Benjamin, citado por Idelber Avelar en su estudio sobre las ficciones post-dictatoriales en el Cono Sur, “el ocio del flâneur es una protesta contra la división del trabajo” (257). La presencia en la ciudad moderna de enclaves identitarios o de arraigo permitían que el flâneur pudiera convertirse en una especie de pivote que articulara una operación crítica de esa misma modernidad que lo alberga. De la mano de esta crítica, la vanguardia artística que se origina en Baudelaire y se extiende hasta mediados del siglo XX entenderá el concepto de lo nuevo como la única forma de re-editar una experiencia valedera del hecho estético. Al arrancar la obra de arte y su lectoespectador del ciclo enajenante de la lógica taylorista y su maximización de utilidades, el artista anhelaba esa epifanía o iluminación profana que haría de la aisthesis una experiencia de radical otredad y descubrimiento.
No hay escritura más privilegiada para ofrecer ese tipo de descubrimientos que la literatura de viajes. El hecho de acercarse a una diferencia geográfica y vivencial, y muchas veces también epistemológica, conlleva en sí el germen de un aprendizaje narrable en las formas de un Bildungsroman o esas crónicas de la conquista que, lograran o no su cometido, resultaban siempre en una forma de conocimiento, incluso si este era indirecto y/o involuntario. Pero a diferencia de este tipo de relatos, donde un sujeto burgués podía sumar a la tradición a la que se remitía, el conocimiento que estaba próximo a adquirir en su viaje a lo desconocido, el hablante de Harris carece de un afuera al cual dirigir su rumbo y más bien parece diluirse en un espectáculo donde Concepción es Auschwitz es una ciudad post-medieval y las putas son princesas caídas en desgracia que habitan un hotel que es un castillo del cual no pueden salir. El único viaje en Harris es el de retorno, un frustrado viaje de retorno a esa Ítaca tan imaginaria como su origen. No hay, por lo tanto, en la poesía de este chileno de finales del siglo XX y comienzos de este XXI, ningún afán redentor ni trascendentalista que nos ofrezcn una reconciliación de las partes en conflicto al final del largo viaje. La utopía en este caso le hace honor a su etimología, es literalmente un no-lugar que no invita a ir en su búsqueda.
Se inscribe así este autor en un plano más cercano al de Juan Luis Martínez que al de Zurita, por dar dos nombres de sus coetáneos. Más cerca de Lihn que de Neruda, en tanto el sujeto poético es la primera víctima en el universo paródico y grotesco que se propone esta escritura, en la órbita de una poesía que al fin y al cabo es de la desconfianza de los proyectos totalizantes, casi podríamos decir: ajena a cualquier proyecto. Fue capaz esta poesía, entre otras cosas, de abordar el desafío finalista de Martínez en su crítica radical del discurso poético, pero sin volcarse, como lo hiciera Zurita en medio de la dictadura, aunque también con posterioridad a ella, hacia un discurso sospechosamente profético, como dijera hace años el poeta y crítico Jaime Lizama. Pudo sacar, además, al Sur del Sur, desembarazándose de cualquier tentación lárica o localista, borrando los límites de cualquier geografía que no fuera poética y política. Y esta escritura es una comprobación, al mismo tiempo, de que la poesía latinoamericana no se agota con el ardor neobarroco, aun cuando comparta con esta corriente (como muchos otros igualmente comparten) ese deseo de cuestionar los modos de la poesía y el peligro permanente del estancamiento en el decir: en medio de un sistema de representación política permanentemente amenazado y que no ha logrado por completo confirmar su legitimidad, la poesía de este continente ha decidido partir en muy variadas direcciones que no se adecúan dócilmente a la égida de una (sola) escuela.
Si la poesía de Tomás Harris no ofrece una salida positiva al entuerto con el que se enfrenta, es precisamente porque entiende que las condiciones no están dadas, visto el estado actual de las cosas, para que el ejercicio poético entone la metáfora de una salida que sería prácticamente sinónimo de complicidad y conformismo. La negatividad de la obra de Harris, desde sus Zonas de peligro hasta el “culo azul” de Las dunas del deseo, es un diagnóstico, pero también un síntoma, del tipo de tarea cultural que esta poesía enfrenta.
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Notas
[1] Aunque nacido en La Serena, Harris hará sus estudios universitarios en Concepción, en el sur de Chile, donde hará sus primeras armas literarias.
[2] Sin embargo, me parece necesario señalar que incluso dentro de esta poesía “de urgencia”, o si se quiere, panfletaria (término caído en el total y más absoluto descrédito), es posible hallar textos de valía literaria que, entendidos a partir de su contexto, es posible leerlos valorando precisamente esa inmediatez imperiosa y decidida con sus referentes, como es el caso de Para matar este tiempo, de Esteban Navarro, seudónimo de Guillermo Riedemann.
[3] Valga señalar que todas las etiquetas caen por su propio peso cuando se las confronta con la realidad. La así llamada poesía de mujeres se mezcla con la escritura neovanguardista, por ejemplo, en los casos de Eugenia Brito y Carla Grandi, así como en el exilio estaban también muchos poetas del cincuenta y del sesenta, como Armando Uribe Arce, Efraín Barquero, Waldo Rojas y Gonzalo Millán, entre otros.
[4] En 1986, Harris también publicó otro libro, Alguien que sueña, Madame, con las mismas características que los anteriores, pero que sin embargo no aparece incluido en Cipango.
[5] En la querella de los antiguos y los modernos, no cabe duda que Harris estaría de parte de estos últimos, en tanto la obra de arte moderno privilegia la supremacía del principio de producción sobre el mimético. Cfr. Schiller, Friedrich (VIII)
[6] En conversación personal con el autor, averiguamos que tanto el Hotel King, como el Yugo Bar, topos frecuentados por el hablante, eran lugares ubicables en la ciudad de Concepción cuando Harris viviera en ella.
[7] “Lo que amenaza con echar abajo la sensibilidad verbal es el mundo superficial, reificado e instantáneamente legible del capitalismo avanzado, además de su actitud inescrupulosa en torno a los signos, su comunicación computarizada y la faramalla en que nos entrega envuelta la ‘experiencia’” (la traducción es mía)
[8] Me arriesgo aquí con un vocablo que es la mera adopción del inglés commodity, o bienes, en español y su conversión en verbo, commodify, i.e., convertir o tratar algo como un bien comercial.
[9] Quisiera, antes de seguir adelante, hacer un alcance, casi de índole filológica. Si la primera edición de Cipango, de 1992 se abre con el siguiente epígrafe de Gonzalo Rojas: “Orompello. Orompello. / El viaje mismo es un absurdo. El colmo es alguien / que se pega a su musgo de Concepción al sur de las estrellas” (9), este epígrafe ya no abre la edición de 1996, sino que uno de Carlos Germán Belli, que reza así: “Todo lo narrado transcurre / en las vedadas aguas cristalinas / del exclusivo coto de la mente”. Ese exclusivo coto de la mente del que se nos habla aquí, creo que subraya el carácter virtual de toda la experiencia poetizada en el libro.
[10] Valga aclarar que Mac-Millan hace estos planteamientos en torno a Ítaca, pero no creemos forzar demasiado los términos de su exposición al considerarlos válidos para el conjunto de la poesía de Harris.
[11] “La necesidad de escribir una epístola, o de hacer las crónicas de la historia: ello es universal. Lo que no es universal, es que durante más de 300 años, ello sea el único cuerpo posible de una literatura, y más aún que se encuentren cerradas las vías para ejercer la mentira ficcionadora que para la metrópolis de Carlos V pone en peligro de corrupción almas y conciencias de los nuevos súbditos. El problema particular es cómo estos textos que se definen como funciones de documentación de aspectos de la vida —de allí su ancilaridad—, pasan a ser parte de una categoría de la expresión literaria de la sociedad”. (Narváez 17)
[12] Cabe notar que no sólo estos dos versos de Pound, que corresponden a su poema “Dans un omnibus de Londres”, sino todo este poema, incluido en su libro Personae, está escrito en francés.
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www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Tomás Harris: ¿otro viajero inmóvil?
Por Cristián Gomez O.
Publicado en AISTHESIS Nº55 (2014)