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OCHO TINTAS: UN LIBRO INUSUAL

Prólogo

Thomas Harris Espinosa


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Ocho tintas (Ediciones Puerto de Escape 2017), es, me parece, lo primero, un libro inusual: ¿es una antología de cuentos y poemas?, ¿es una suma que da un ocho porque ocho son sus autores?, ¿es una suma de textos o una suma de experiencias? ¿Qué hace reuniese a estos ocho, más que odiados como en la película de Tarantino, amables y dignos de ser amados (literariamente se entiende).

Cuando la causante de este libro, Teresa Calderón, me dijo que los ocho escritores que acá se convocan, que los ocho escritores que acá leeremos querían que el libro no sólo fuera una reunión de textos, sino, sobre todo, una reunión de experiencias, y cuando hablo de experiencias me refiero a esas tardes de los días miércoles cuando los ocho, que alguna vez fueron más y otras, menos, querían que este libro se leyera como una experiencia colectiva, como un suerte de gestalt, comprendí que a algo inusual, es decir poco común me iba a encontrar como experiencia lectora.

Me gustó la idea de que ellos quisieran dar cuenta de que un libro no es sólo la sumatoria de nombres y textos, sino de vivencias que se iban sumando tarde a tarde los días miércoles, a las 19:00, invariablemente, tardes en que se compartían más que textos, esta summa de diálogos vitales que fueron deviniendo en relatos y, posteriormente, también en poemas: no importa el género en Ocho tintas; son ocho escritoras/es que invariablemente compartían experiencias, dado que este libro es producto de un taller, un taller más que literario, un taller de vidas por un azar objetivo, como decían los surrealistas, que se encontraron en el comedor de un departamento de Las Condes durante algunos años, como hubiese podido ser en un espacio renacentista donde comenzaron a crear un retablo de sus propias vidas de manera dialéctica y sentimental, y, como en todo taller, esto hay que aclararlo, de escritura autobiográfica. Un taller de autobiografía(s).

Entonces, frente a este fenómeno escritural me encuentro ante el permanente dilema: el del sujeto y la escritura: ¿existe un sujeto del texto y el texto es un grado 0 de la escritura, como decía Barthes, o algo más, un grado elevado a la potencia gestáltica de la sumatoria de recherches, a lo Proust, es decir, una memoria de la tribu que necesita narrar(se), para que lo vivido se torne relato y éste, una tribal y gran (porque acá hay vida, sumatoria de vidas) narración grupal. No lo sé, pero lo que sí me queda claro es que hay en este libro un afán de sujetos parlantes que quieren construir, por cada experiencia vivida y compartida, un mosaico de textualidades que no sólo quieren ser textos, sino experiencia textual / vital, y así lo leeremos en este “prólogo”.

Los ocho conjurados en este libro, por lo tanto, tienen que tener un nombre propio, que en su sumatoria construyen este libro / gesto, de gestualidad vital dado que la autobiografía igual se puede leer como un género paralelo, un género otro, que no puede hacer celadas literarias, sino jugar al juego de la verdad, al juego de la vida, ya sea en prosa o en verso. Porque esta escritura se la plantearon así, volitivamente: es decir cada uno de los ocho autores acá congregados como decía, sin importar el género en cuestión, quieren, difícil cuestión, construir algo así como en un diario de vida comunitario, una crónica, un fragmento escritural lanzado al mar en una botella, exhibicionista y expositiva donde campea la peligrosa cuestión de contar (se).

En la bella introducción que hace Michel Leiris a Las vidas del hombre, “La literatura considerada como una tauromaquia”, afirma que ésta es como “cuerno de toro”: un exponerse sin miedo a la mirada del ‘otro’, cual torero, así se te vaya la vida en esto. Yo siempre he pensado que la literatura debería ser eso, pero entre procesos y procedimientos, celadas y veladuras, se juega esa otra forma de escribir: no exponer lo vivido en tanto un yo, sino en tanto otro que se disfraza de un yo; pero parece que en Ocho tintas se juega a la tauromaquia a concho, o sea a la exposición de lo vivido y padecido, ya sea en lo amado, lo sufrido, lo sentido, lo erótico, lo experimentado, y, sobre todo en ese descampado que es la autobiografía: me cuento, si quieres me escuchas y me crees, o si quieres me escuchas y piensas que finjo, como decía Pessoa: “todo poeta [escritor agregaría yo] es un fingidor que finge hasta el dolor que finge fingir”. Veamos.


 

Perla Calderón Herschman, dice de sí, como cada autor de este libro, en una suerte de auto-presentación o currículum vitae / literario, que titula llanamente como lo hacen todos los autores de este libro, “Biografía”. “Nacida en Santiago el 15 de febrero de 1965 y por lo que pudo averiguar en Google, ningún hecho significativo ocurrió en el mundo por esas fechas”. Su comienzo biográfico apela a una suerte de ironía posmoderna: ella sabe de su mundo, de su contexto vital por Google. Nuestra dudosa memoria electrónica. Nuestra mnemotécnica virtual. La Enciclopedia Britannica de la posmodernidad. Literatura que utiliza el humor más inteligente, ese que viene de la ironía, uno de los mayores saberes escriturales. ¿Pero no es propio de su generación? Biografía e ironía: procedimiento (literario) y exposición (vital). Y, hacia el remate de su “Biografía” termina, denotativamente diciendo: “Participa en el taller de Teresa Calderón desde hace seis años, una instancia creativa donde ha recuperado espacios de tiempo para dedicar a la escritura de ficción, historias y autobiografías y familiares”. ¿En qué quedamos, se pregunta uno, entonces: ¿la ficción, las historias autobiográficas y familiares, son uno y lo mismo? Y en su “Arte poética” expone qué es para ella escribir: como Gabriela Mistral, es “una fuente de alegría”, y también de introspección, un mundo que toma vida propia y la sorprende por esa manera misteriosa que de forma “fidedigna” expresa sentimientos e historias, vividas o inventadas, que la conectan a la trascendencia. Es decir, oscila entre la pura invención y lo vivido; así se difumina la pura autobiografía y entramos de lleno en la literatura, tal cual. “Escribir es explorar y explorarme”. Creo que esa declaración, en su valentía, insisto, es literatura sin adjetivos, como también, y ahora me lo pregunto ¿no es eso la literatura, esa autobiografía que explora (el mundo) y se explora (a sí misma?).

Y Perla lo hace, yo diría como los ocho que hablan en esta antología, en verso y en prosa, sobre todo lo que es fundamental para quien escribe: los olvidos, las promesas, los designios, los primeros y presentes amores, los miedos de la infancia, su relación con su propio cuerpo, los oráculos modernos y los de siempre y ese notable texto que no puedo dejar de destacar “Una carta de Kielkce, 20 de junio de 1946”, con su magníficamente irónico y lúdico colofón paródico / político: “Nota: de Wikipedia, el Progrom de Kielce”, donde habría que solo hacer notar una escritura trabajada, madura, ideológica (en el buen sentido) y que va más allá, insisto, como todas las ocho voces, de esa textualidad lateral de la autobiografía.

Carolina Cifuentes Mora es más escueta en su autopresentación, pero no por eso menos elocuente: “Nací en 1973, en septiembre, en un país en caos”. Una declaración generacional y de principios. Posteriormente da cuenta de sí misma en un discurso aparentemente referencial, pero hay que leer, entre líneas a Carolina. Y, además, se siente y reivindica ser parte de esta comunidad de las (os) ocho: “Guiados por Teresa recorremos (en presente) el difícil camino de las palabras que llevamos dentro”. En su arte poética declara: “Escribo para no olvidar, escribo porque mi familia olvida, y cada generación, deja un vacío para la siguiente”, admirable declaración de principios, por decirlo de alguna manera, de una generación, hoy llamada “de los hijos”, por la crítica actual, que si bien no vivió directamente los tiempos de la dictadura, los recuerda como un hiato entre su memoria y experiencia, y necesita dar cuenta de lo vivido entre líneas y llenar esos vacíos (hiatos) con la memoria de los que fueron hijos y temieron sin saber bien lo que temían: “escribo para recordarme cuando leo, que mis sentimientos son sentidos, profundamente sentidos.” Su poesía -su selección- comienza fragmentariamente; de vez en vez, le basta una enumeración aparentemente caótica para dar cuenta de temple anímico. “Solo eso …una vida que sucede”): otras, se extiende hacia el relato (“Suave ola”), sin dejar de lado lo que se podría denominar “prosa poética”; las más, recurre a sensaciones, el mar, los recuerdos familiares aciagos, el olvido y la condenas siempre en un ámbito familiar y donde la memoria permanentemente se asoma, de las maneras más cotidianas, pero igual sorprendentes (Carolina tiene esta cualidad de la mejor poesía norteamericana del siglo XX: (ss cummings, William Carlos Williams) también así como el cuerpo, en procedimientos como la metonimia (en el notable “Alpargatas tristes”), la locura o su miedo y el permanente desamor. Los destacables tres fragmentos en prosa poética con que cierra su selección refrendan creo lo que pienso: “Rosas delicadas”; “Caballo salvaje” y el notable texto “Hielo”, son tres remembranzas que transitan desde los jardines perdidos de la pre adolescencia hasta el frío y el calor de un erotismo más adulto.

Álvaro Gutiérrez Corvalán, como todos los integrantes del libro, también escribe su “biografía a modo de auto-presentación. Desde ya incorpora una escritura lúdica y una ligera, pero no por eso menos punzante ironía: “Felizmente casado con la mujer de mi vida: Coni, quién me regaló a Mateo y un mes de taller de escritura con Teresa Calderón y su harem de hieráticos escritores”. En su “arte poética” da cuenta que comenzó su vida como escritor muy temprano con un premio de su colegio: cuenta una circunstancia única en cualquier concurso que se precie de tal: ganó por bocover, nadie más en el ciclo básico presentó otro trabajo. Desde allí, narra, fue llenando una libreta de notas que le regaló un amigo, fundamentalmente de “pensamientos”, imagino reflexiones y sucesos que le acontecían en la vida. Una mixtura de diario íntimo con reflexiones vitales. Esta libreta se juntó con objetos que guardaba en una caja de zapatos: fotos, casetes con música pirata, boletos de micro, entradas a partidos de fútbol y conciertos: una enumeración de objetos que remiten a los que quiere dar cuenta este joven escritor, como a todos los demás que están convocados en este libro: “vestigios de mi paso por la tierra”. Declara muy honestamente que se sentó a escribir sistemáticamente cuando entró al taller con Teresa. Y sus textos son viñetas vitales o vestigios principalmente juveniles de su paso por la tierra, de los más importantes y cercanos al momento de la enunciación de los textos. Fundamentalmente la adolescencia y los eventos que la rodean: amigos desaparecidos, el cambio climático, la Coni, su mujer, el miedo, la cultura pop, en una escritura que va asiendo asombrosamente esos momento para darles un atractivo escritural y de tiempo recuperado y fijado de manera sutil y entrañable.

Catalina del Rosario Larraguibel Lazo en su biografía, igualmente, realiza un preámbulo autobiográfico de su escritura: las ciudades que en que vivió (varias) y que van pauteando su manera de escribir: Talca, La Serena, Vicuña, El Molle, Antofagasta y Santiago. También insiste en que la escritura que practica es fundamentalmente vivencia, y que la ha practicado en el taller de Teresa, empeñada en recordar momentos de su vida, “mezclando ficción y realidad”. En su arte poética aclara cómo, después de haber ganado concursos literarios en Argentina, decide salir del anonimato, pero siempre en el contexto del grupo de los autores de este libro, contar las historias que acá narra relacionadas con su país.

Estos relatos breves son atisbos de su existencia que se van estructurando en base a pequeños acontecimientos, sentimientos, objetos, atmósferas, experiencias y permanentes referencias a la cultura ya sea pop, de la llamada “alta cultura”, lo familiar y los diversos espacios en que le tocó vivir, entre otros.

Relatos como “Mi abrigo rojo ochentero o “Lo supe de inmediato” (Premiado en el concurso “Haceme el cuento” por la Editorial Equinoxio, Mendoza, Argentina) dan cuenta de lo que decía anteriormente: textos de una escritura grácil, jovial, evocativa, que sabe utilizar recursos irónicos y humorísticos como también evocativos y sentimentales, dan cuenta de lo que se ha propuesto hacer con su escritura esta notable cuentista y poeta: desde la experiencia personal e interior trasponer una suerte de mosaico de experiencia que puedan ser leídas como crónica de tiempo y de unas experiencia compartidas: las que le tocó vivir en torno a ese núcleo aglutinador de lo contado, los años 80.

María Eugenia Lascano Quintana en su biografía cuenta que nació en Argentina, un año crucial del siglo XX: 1969, el año donde hacían ebullición las utopías, para desaparecer al instante, como pompas de jabón. Tal vez por eso recuerda, significativamente, que mientras Neil Armstrog pisaba la luna por primera vez en la historia de la humanidad (o Neil Armstrong como una metonimia de la humanidad) ella parteaba dentro de su planeta de líquido amniótico: lo que fija con una imagen casi cósmica, ese momento de la historia del siglo XX que los que la vivimos la llevamos ya sea intrauterinamente o frente a una pantalla de TV como un hito histórico / vital indeleble.

En su arte poética declara que comenzó a escribir cuando llegó a vivir a Chile, a causa de la soledad y para mantener la identidad que temía perder por la distancia con su tierra natal, la del origen y la identidad. Por las tardes, dice, llenaba su computador de “imágenes, metáforas, comparaciones, personificaciones, poesía, nudos y desenlaces.” Y así escribió de amores y terrores, de pesares e ilusiones. La idea era “recuperar recuerdos aplastados en el tiempo”. La infancia y los espacios habitados o habidos, que siempre se agigantan en el recuerdo, el barrio distante de la infancia, ciertas melodías evocativas, episodios amorosos, un genial y divertidísimo “Confesionario” a modo de diccionario flaubertiano, la ira de Gea revivida con un lenguaje magistral que te hace estar dentro del terremoto; las hijas, su pareja: todo lo que configura el mapa de su vida en un presente en Chile pauteado por permanentes remembranzas argentinas van configurando su mundo tan particular dentro de lo cotidiano, con una textualidad remarcable, un lenguaje que acrecienta, como la misma María Eugenia lo dice de su escritura, a través de imágenes, metáforas, comparaciones, personificaciones, es decir procedimientos narrativos y poéticos que maneja con mano certera y notable, los lugares revisitados, haciéndolos no sólo evocados, sino trayéndolos materialmente a la experiencia del lector.

Carmen Gloria Lazo Esper en su biografía cita los versos de Isabel Parra: “Tengo miedo de hacer de mí un retrato/ que mienta acerca de quién soy y no soy,/ una mujer ansiosa que da pasos./ Unos nublados y otros llenos de sol.” Como en todas (os) los autores de este libro, persiste, a la vez, en esta cita, el temor de todo aquel quien se sume en una escritura autobiográfica, dado que al hacerlo trazamos un retrato o un autorretrato (aunque biografía u autorretrato no sean lo mismo) puede haber mucho en él que distorsionen la verdad de lo que somos. Pero en cada uno de los textos acá reunidos, y por supuesto en los de Carmen Gloria, hay un afán de verosimilitud en lo narrado y poetizado que es más importante creo, a la hora de escribir “para dejar recuerdos, nostalgias, tristeza, alegrías, fracasos, lágrimas y sonrisas”, como dice de los motivos de su escritura, que verdades que en literatura, sea autobiográfica o no, siempre son relativas.

En su arte poética Carmen Gloria afirma: “Escribir depende de cómo se siente quién lo hace. Yo siento que traspaso mis fuerzas hacia la yema de mis dedos y percibo la vibración de ellos creando mi propio arte.” Y en sus textos cumple de muchas maneras esta arte poética: Como en el texto, que abre su serie, “A mis entrañas” escribe, y uno logra percibirlo con una textura evocativa y muy bien trabajada, con referentes y procedimientos precisos, el tránsito desde su vida intrauterina hasta su felicidad actual junto a sus hijos, que narra como “la película de su vida [con] varios cortes y espacios en blanco” que los que desea colorear con su escritura: asunto que por supuesto logra de manera admirable en la capacidad evocativa de los colores de la paleta de su discurso, cuando regresa a sus orígenes en el Sur de Chile, recreando en terremoto de Valdivia en un texto homónimo, casi una crónica perfecta vista desde la subjetividad de quien narra, y la objetividad trazada el espacio narrado, pero siempre desde la mirada del yo, con sus angustias y premuras, en este caso, como toda buena crónica. Gran parte de sus relatos abarcan el Lar y la familia, Valdivia y el Sur de Chile y ese gran núcleo que va poblando su vida poco a poco, desde su abuela hasta sus nietos. Se intuye en estos textos uno mayor, algo así como una crónica familiar, una saga parental y sus avatares. El texto de carácter apocalíptico con que cierra su entrega, “El final se aproxima”, pareciera ser el inquietante fin a esta saga o la pequeña esperanza de que haya vida para la familia después del cataclismo final.

No Name opta por un paradójico anonimato con el cual construye su biografía en una escritura fundamentalmente autobiográfica. Se narra en negativo, como si prefiriera ver la película en ese formato. O en una suerte de duplicarse, de salirse de sí mismo para poder auobiografiarse mejor: “Soy el hijo que tuvo mi madre el mismo día en que yo nací. Fue un parto difícil para los dos, pero a pesar de eso y con el paso de los años, ambos, ella y yo, escribimos acerca de nuestras vidas. Ella lo hizo a través de la filosofía mientras que NN, quién escribe estas líneas, se inspiró en la Tere y su grupo de escritores, y lo hizo con la voz de sus relatos”. En su arte poética afirma: “Hoy las páginas que conforman el libro de mi vida guardan mis secretos. Muchas veces he tratado de releerlas y cuando llegan a situaciones que me son penosas trato de apurar la marcha, de huir hasta la siguiente línea buscando alivio a mi pesar. Pero pronto de doy cuenta de que esa huida no me llevará muy lejos ya que mi libro está escrito y de sus palabras no podré escapar.” Esta consideración fatalista de que la vida es un libro que ya se escribió y que lo transforman como una suerte de destino de palabras, quizá alejan a No Name un tanto de los otros autores por su rotundidad bíblica, o más bien hebraica que se desperdiga por casi toda su escritura. En textos como “Mi cosmogonía”. “El grito”, “Cita a ciegas”. Por ejemplo en este notable comienzo de “Mi cosmogonía” que parece situarse como una “memoria de ultratumba” a lo Chateubriand: “No recuerdo el día en que nací, quizás porque en ese tiempo aun no tenía la capacidad para guardar los recuerdos. Tampoco el día en que morí y esto seguramente porque mi mente tiende a olvidar aquellos sucesos que me provocan pena, de modo que sólo me queda recordar el período intermedio entre ambas fechas, el que dibuja el camino recorrido por mi ser a cuestas de un cuerpo que dice ser mío”.

Los recuerdos felices son los menos y para un lector común, paradójicos: como por ejemplo, que conoció de verdad a su madre cuando enfermó. El piano de ella era su rival, porque su madre cuando se sumía en la música se olvidaba de todo a su alrededor; pero esa música resuena melancólica y evocativa en su memoria. El texto “Escenas con mi madre” es efectivamente un Kaddish que trata de aliviar en algo la muerte de su madre. Recuerda a veces al bello texto de Allen Ginsberg. “Las enfermedades sin marcas”, son, irónicamente, un catálogo de enfermedades que padecemos durante nuestra vida, que desembocan en la melancolía, las que los antiguos llamaban las enfermedades de “bilis negra”, el spleen del que hablara Baudelaire cuando aun la medicina de la mente no establecía el término angustia en su catálogo de patologías del alma. Y los sueños y su oscuro lenguaje, que al develarlos nos dejan incluso más a oscuras por su intrincada interpretación, ya sea freudiana o lacaniana. ¿La cura está en el psicoanálisis? O en dejarse sumir en los “dolores ricos”, que de paso abren una angosta salida para el amor, como remata en un giro de humor negro el fragmento sobre las enfermedades, que recuerda de pronto a Woody Allen.

La de No Name es una escritura que apela a “el sol negro de la melancolía” de la que hablaba Nerval, en clave moderna. Conmovedora y valiente. Sin aspavientos ni desgarrones exacerbados. Un dolor soto voce. Sin concesiones ni autocomplacencia. Como el mismo texto “El grito” que no poco se aleja de otro grito, el de la pintura de Munch. En toda la escritura de No Name se percibe un sentimiento profundo y dolorido, mas contenido. Como en el texto “Mi padre”: un relato sobre la experiencia de la diáspora que logra desplegar todo el desértico sufrimiento de la memoria del emigrante con una profundidad y también severidad que no por eso le quita un ápice a su emotividad. Lo contrario: la hace más patente y desolada.

María Luisa Undurraga Morel cuenta en su biografía que después de un “evento médico”, una amiga, para que hiciera “algo diferente a trabajar” me dio el teléfono de Teresa Calderón y, al día siguiente “encontró un mundo mágico, un taller de literatura al que entró no sin temor, porque se dedicaban hacía años a trabajar el género autobiográfico. Comenzó escribiendo cuentos, ahora escribe poesía.

En su Arte poética” declara: “El sentido de escribir/ momento inesperado/ palabras/ temerosas de revelarse./ Acercarse al vacío/ impulso mágico/ mundo liberador./ Estaban ahí/ aplastadas por/ la inconsciencia./ Brotaron/ develando/ memoria.” Las palabras, para María Luisa, son una suerte de “evento mágico”, “un mundo liberador”, sobre todo porque finalmente también develan memoria. Es decir, la búsqueda de la memoria autobiográfica en la prosa, en sus relatos, la llevaron a una lírica que, según ella misma declara, y leemos, develan memoria, en breves enunciados evocadores de tiempos y espacios, que también comportan el paso y el peso del tiempo, como el mismo mar, y ciertas estaciones del año, como la inefable primavera.

La fragmentación de su poesía, la omisión permanente de artículos, la resonancia que dejan esos espacios vacíos son precisamente la resonancia de la memoria que comporta cada uno de estos poemas, de aquellos aspectos fundamentales que hacen que ésta nos acompañe durante nuestro periplo vital y cultural: “Hace muchos inviernos/ silenciosa llegaste.// Niebla inesperada/ imposible no verte/ no sentirte.// Transparente, /intangible,/ real.// ¿Dónde estabas?// Deambulando como brisa/ sin tenerte/ ni sentirte.// Años de silencio/ años perdidos/ irrecuperables.// Niebla amiga/ conciencia presente/ niebla tibia.

Es de esta manera, como estas ocho plumas constituyen ocho voces, de escritura heterogénea y también de distintas generaciones, pero que encuentran un asunto en común: la memoria, la búsqueda del tiempo perdido, la rechercehe proustiana en distintos procedimientos y dispositivos que los hacen recuperarla para traerla a la superficie a veces rugosa, otras más límpida, algunas desgarradas, cada uno en su búsqueda, del texto. Ya sea en prosa o en verso, pero cada uno con su propio proyecto y conciencia del hacer, lucidez y claridad en sus escrituras, que se evidencias en cada una de sus artes poéticas. Y que finalmente, en esta relación gestáltica de los textos y su permanente mutación y permutación dialógica y dialéctica en las conversaciones de taller en la casa de La Tere, en Las Condes, miércoles a miércoles, justo a la mitad de la semana, terminan por configurar este libro “8 Tintas” (Ediciones Puerto de Escape 2017), como decía, inusual: una obra unitaria hecha por todos, que brega por mantener la tan escurridiza y frágil musa: la memoria.


Diciembre, 2017


 

 

 

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