Tino-Tino, Palestino. Así decía el gritito. Entre bongós y kufiyas, la gente aplaudía y bailaba alegremente en las tribunas del Estadio La Cisterna. Había 821 personas en las tribunas. Y un calor insoportable. La Bombonera de La Cisterna, bautizada así con la sorna característica de la prensa deportiva de nuestro país, relucía en papel picado, banderas tricolores y un baisano gigante, un corpóreo, que animaba cada tema. La gente, en vez de ir al baño, prefería mear contra la reja, detrás de la tribuna. Abajo, un carrito de maní y la pista de ceniza. En la tribuna del frente, bajo Marquesina, métale chuchada, uno de los personajes más oscuros de la dictadura, el cura Hasbún, puteaba a todo lo que se moviera, sin discriminar. Gol de Palestino. En el tablero marcador de la galería sur, con letras de fosforescente amarillo, en vez de un uno el joven ponía en el tablero un nueve. La gente celebra todavía más. Detrás del vacío de la galería norte, en tanto, emergían a lo lejos los grandes edificios de una modernidad que tardaba llegar a la zona sur de la ciudad.
Ese era el panorama, más o menos, que todo hincha del fútbol encontraba cada vez que tomaba asiento entre los muros de piedra de La Cisterna. Un estadio singular, sin duda, donde el equipo árabe hace de local de manera ininterrumpida a partir de 1988, desde aquel partido inaugural frente al Puebla de México, el cual tenía en sus filas al Mortero Jorge Aravena, en la probablemente única vez que se ha llenado el recinto, un día de semana de otoño o invierno, repleto de escolares que habían sido llevados en buses desde distintos liceos de la comuna. En aquel lugar, Palestino afincó una identidad y ahora son muchos los vecinos al recinto que siguen el devenir del cuadro tricolor. Desde hace varios años, también, recibe a los equipos grandes, afianzando la localía. Al lado, eso sí, como una sombra, se aprecian las torres de iluminación del Centro Deportivo Azul, el confortable lugar de entrenamiento que levantó la Universidad de Chile a fines de la primera década del siglo XXI. Curiosos vecinos, de historias tan disímiles, de arraigo tan dispar, separados por un muro perimetral.
Recuerdo a mi tía pinochetista viendo por televisión la final del año 86 un verano en Rengo, despotricando contra los turcos de mierda. A Rodolfo Dubó y Oscar Fabbiani, a quienes alguna vez alcancé a ver jugar en una jornada triple de Santa Laura. A las fotos de la revista Estadio con el primer equipo campeón de los años cincuenta. A un desconocido portero argentino, Alfredo Uicich, jugando con humita. A una pelota que fue a dar a la Panamericana. A Los Miserables tocando su rock en alguna cancha de tierra de los alrededores. A Luis Dimas, el Rey del Twist, foto gigante a doble página en la Don Balón, arriba del travesaño del arco sur de La Cisterna. A Roberto Bishara picando carne en cada partido, con la ñata sangrando. Al velocirraptor Carrasco celebrando como jinete arriba de un caballo. A Joe Sacco y su tremenda obra de periodismo gráfico, Palestina (1993), en donde queda muy bien expuesto el asedio diario a los que son sometidos desde hace décadas los habitantes palestinos de Gaza, Ramala o Rafah. A mi amigo Rubén, quien sin importarle el fútbol, se hizo hincha de Palestino por motivos políticos y me manda noticias del equipo árabe sacadas de Al Jazeera. La última de ellas, un video de soldados israelíes ingresando a una oficina de un campo de refugiados en Cisjordania y sacando de una caja unas cuantas poleras tricolores con el mapa histórico en el pecho, que el club había donado a los niños refugiados para que las puedan empolvar en las canchas de tierra de los desterrados.
En fin. La historia de recuerdos junto al club palestino y la historia del pueblo que está detrás podría ser interminable. Palestino, Palestina, una misma realidad. Tino-Tino, Palestino. Quizás, la camiseta más bonita del fútbol chileno. Un equipo que, como otrora Magallanes, solo puede generar simpatías entre los hinchas. Por varios factores. El último de ellos, por quienes ven en la causa palestina una ligazón inevitable con el devenir del club. Es la trenza que ha conformado de muy buena manera Nicolás Vidal en su pequeño libro Palestino. Un club único en el mundo (2024), editado por el Fondo de Cultura Económica. Aquí, Vidal, a partir de una rápida pesquisa histórica, explica de manera condensada la resonancia que el club ha ido ganando en las últimas décadas en el concierto mundial, en directa relación con el acontecer del tristísimo conflicto palestino-israelí y la deriva genocida que se ha venido acentuando desde hace décadas y con más fuerza aún desde octubre de 2023. Es por eso por lo que Palestino, fuera de todo cliché, es mucho más que un club. Su bandera es la premisa que une a miles de palestinos en todo el mundo y, en especial, a los palestinos de Gaza, de Cisjordania, entre los escombros de una lucha desigual que poco a poco los ha ido sepultando, ante los ojos hipócritas del mundo.
Este librito pone en relieve una historia atípica. Palestino y Palestina como una sola cosa indisoluble. Un nombre tachado por la historia, objeto de disputas y frecuentes intentos por hacerlo desaparecer. Un relato que no está construido en base a triunfos, estadios llenos ni épicas remontadas, sino que a partir del desplazamiento migratorio, la derrota, la muerte. Es la historia de una inusitada conexión con hinchas de todo el mundo que ven en este pequeño equipo de colonia transfronterizo uno de los clubes más entrañables de la historia del fútbol, un colectivo, una verdadera comunidad imaginada en los términos del antropólogo Benedict Anderson: la conexión invisible, domingo a domingo, del sentir de un pueblo en el eterno destierro.
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"Palestino. Un club único en el mundo", de Nicolás Vidal.
FCE, 2024, 49 páginas
Por Claudio Guerrero Valenzuela