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CELEBRAR LA VIDA HASTA EN EL SUFRIMIENTO
Bajo los Postes
, de Víctor Muga Valencia. Ediciones PorNos 2013.

Por Tamym Maulén


 

 

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La poesía siempre habla por sí misma, no necesita presentaciones. Está ahí. Te dice algo o no te dice nada. Es como el amor: te llega a primera vista o simplemente no te llega nunca. Así de directo y categórico. Pero aquí estamos. Y creo, a pesar de todo, sí hay una razón que lo justifique. Este es el primer libro de poemas de Víctor Muga Valencia, su canto al mundo. Obviaremos y omitiremos todo el tema de facturación, todo el esfuerzo invisible que subyace para que este libro pueda existir. En dos palabras que son una sola: PorNos.

El protagonista de Bajo los Postes mira y remira su entorno, las esquinas, los bares rancios, las escaleras rotas, los cerros hermosos, los basurales de su natal San Antonio. Es completamente hiperrealista, realviceralista, incluso. No hay una denuncia barata en sus declaraciones, hay una denuncia con mayúsculas; no se trata exclusivamente de patear piedras para mostrar el enojo, la frustración, la injusticia. El libro habla con la serenidad de quien tiene una verdad evidente. No es chauvinista. No busca una localía para caerle bien a los vecinos. Al contrario; su imput consiste en la transversalidad que logran sus imágenes, su capacidad de hacer que la cancha de fútbol (única e irrepetible de San Antonio) sea la cancha de futbol de cualquier niño, en cualquier parte. “Era la hora en que juegan todos los niños del mundo” dice por ahí el Pedro Páramo de Juan Rulfo. La cancha del lector. O sea, yo leo y hago propio lo que leo, me identifico. Ese es su mérito. De eso se trata escribir: cómo lo hago para que tú veas lo que yo estoy viendo. La utopía imposible de escribir.

Parece que este libro, como todo primer libro, es una purga, una expiación de fantasmas. Un decir gracias. Un decir basta. Pero sobre todo, un decir adiós. Este libro es un testamento. Como en los Últimos poemas, de Huidobro, Muga Valencia, de algún modo, también se está despidiendo con estos poemas, son su gran epitafio. Coincidencia sospechosa: ambos autores, coterráneos, compartían los mismos cerros, el mismo mar.

¿Y a quién carajo le importa? De repente, a más que alguien. Y si no, qué tanto. Los poemas para esos cerros bellos y tristes donde se nació y creció, aquí están igual, para el que quiera leerlos. Es el obsequio del autor para la niña que nadie sacó a bailar. Esta es la botella, que Víctor lanza al mundo para el que quiera encontrarla.

Baudelaire se equivocaba cuando decía que nada era bello, salvo lo nuevo. Se equivocaba, porque por supuesto hay belleza en lo viejo. (Claro, hay que entender en qué momento lo dijo. En esa Francia del siglo XIX tenía mucho sentido. Todo era volver al pasado y al parecer no se avanzaba más que mirando hacia atrás. Encontrar una nueva belleza era algo más fundamental: prioritario). Pasa que hoy, de tanto avanzar, los pies van delante de la cabeza. Se ha perdido el rumbo. Todo es velocidad, inmediatez, funcionalidad, pragmatismo, celulares, fama, pin, pam, pum. Si no te subes a la micro quedas abajo y mala suerte nomás. De este espectáculo no escapó la poesía, y sus autores, cada vez más, buscan la llegada rápida a la meta (fútil, del reconocimiento y los premios) y se olvidan del viaje. ¡Viajar! Pocos se detienen a contemplar el instante. Pocos encuentran belleza en una antigua foto familiar. Pocos privilegian el trayecto antes que la llegada. De los poetas chilenos que aman el instante vivido, que piensan que su deber es perpetuarlo, que anhelan el pasado no porque es mejor sino porque es emocionante revivirlo, está Teillier por sobre todos. Y es justo Teillier el referente más cercano de estos poemas, extrañamente simples, y que vienen a cerrar un círculo en espiral, el propio inferno del autor. Teillier tenía razón: pocos han puesto su cara el viento en medio de un trigal.

Conocí a Víctor un día cualquiera, y de inmediato hicimos buenas migas. Nos veíamos una vez por semana, si es que, porque participábamos de las mismas reuniones, el LEA del 2012. Nunca hablamos mucho, tomábamos más de lo que conversábamos. Nunca pudimos ser amigos. Hoy publica su primer libro y acá están sus poemas. Es difícil hablar de ellos porque ya sabemos: la poesía no necesita explicaciones. Queremos hacerlo por una razón: todos se equivocan cuando piensan que da lo mismo escribir un puñado de versos; que bien podría haberse hecho cualquier otra cosa. No, no da lo mismo. Es distinto ir al baño que escribir un poema, aunque parezca obvio. Es distinto ganar dinero que escribir un poema, aunque parezca hiper obvio. Es distinta la felicidad de escribir un poema que la felicidad de una ropa linda comprada en la mejor tienda del mall. Es distinto el vacío, es distinta la tristeza, diferente el dolor.

Queremos apoyar esta publicación. Hay algo en estos poemas que va mucho más allá de la literatura y la valoración artística. Imposible no acordarse del imperativo categórico de Rilke: “una obra de arte sólo es posible medirla según la naturaleza de su origen: ese es su único juez”. Acá hay un poeta, hay un hombre, con todas sus contradicciones. Está la sencillez de la vida. Claro, con sus adversidades terribles las más de las veces, pero sencillamente la vida. No importa que a veces el tono y la forma de los poemas nos recuerden a Teillier o al olvidado Rolando Cárdenas, mejor así. Porque no es Teillier ni Cárdenas, es Muga Valencia. Hay una nostalgia otra, propiamente propia. Mientas, los nuevos hacedores de poemas (porque poetas, en ningún caso) empecinados en hallar la originalidad, cuando eso tal vez ni si quiera existe, se esfuerzan por parecer y no por ser: quieren ganar, a toda costa. Pero no saben que la derrota es la victoria del poeta. Importa poco que un poema este mal escrito, que carezca de originalidad o recuerde a otras voces. Importa nada cuando se lee un poema original y este no provoca ni un movimiento de pelo. En poesía, no se leen poemas, se lee a un ser humano. Y si lo que leíste fue una hoja llena de recursos, sinalefas y alejandrinos, es porque lees con el ojo de la literatura y no con el ojo del culo. Porque la poesía es eso, lo que pasa allá abajo, en lo oscuro, en lo fétido, donde queman las papas. Leer bien, decía Rimbaud, es como ser vidente. No se leen frases y el libro, finalmente, es una mano rayada donde se ojean las líneas de la vida. Importa poco la literatura cuando lo que se le entrega al lector es vida, muerte, patadas, sonrisas, esperanzas. Postes.

Este libro es también una especie de metamorfosis. El hombre que antes no era, ha sufrido su conversión y se ha encontrado a sí mismo. Ahora es él, sin vestimentas. Está desnudo y, como un Buda, está preparado para morir. Por eso su vida recién comienza. Por eso puede escribir estos versos. El testamento ya está hecho, con palabras y signos, listo para consumar el rito, cuando tú lo leas. Para qué buscar la originalidad si puedes ser un buen tipo. Para qué desear la fama si puedes elegir la gloria. Y para qué la gloria, cuando puedes vivir, revivir y observar, como un árbol, como un poste que lo mira todo, que sonríe cuando hay que reír y que llora cuando hay que llorar. El poeta es inmortal. Es nada y está en todo, no se equivocaba Cendrars.

Leemos Bajo los postes  y sentimos un vacío enorme. Y es porque estamos completamente llenos. Me han dado algo y no logro entender muy bien lo que es. Pero tengo algo. Un regalo. Ese que sólo pueden ofrecer los verdaderos artesanos. Ellos dicen: nuestro único cometido antes de morir consiste en intentar, a través de todas las palabras, nombrar la vida. En el centro de nuestra obra, por negra que ella sea, brilla un sol inextinguible. Si el artista, el poeta, tiene una misión, esta es intentar, por todos los medios posibles, a través de las palabras, nombrar esta vida que vive. Para que el amor siga vivo y la luz de vida quede, aunque el trazo dibujado sea oscuro. El verbo es intentar. Porque no hay meta sino caminos. Señor, dame la fuerza para seguir firme en esta lucha. Señor, dame los ojos para ver lo profundo y no la apariencia. Señor, dame los brazos para abrazar a los hermanos que caminan mirando los postes como si fueran mensajes secretos para entender la vida. Aceptarla:

Cuando tienes fiebre los ojos mienten
Y no se preocupan de su engaño
Se visten de café por la noche y en las mañanas se demoran
Inventan vestidos con plásticos naranjas
Que botan las fábricas en los basurales del cerro
Donde los chanchos muertos gritan cada vez que huyes
Y un delgado anciano te cubre de las caras mojadas
Muertas en la pobreza.

(p.19)

Aunque parezca oscuro, este libro está cargado de esperanza. La esperanza de seguir aquí, a pesar de todo. La esperanza de estar vivo igual y tener aún los ojos sanos, para ver y denunciar. Raro, pero cierto. Si hay un deber, tiene que ser ese. Para Camus, este ideal lo denominaba “celebrar la vida hasta en el sufrimiento”. Tal vez quede eso: sentirse como el tipo de la portada de este libro, caminando solo por un paisaje de postes caídos y escombros apocalípticos que recuerdan un documental de Hiroshima. Más cruel aún: nos recuerdan nuestro país, ahora mismo. Sin embargo, ocurre un milagro del que en ningún momento del día nos percatamos: estamos vivos. Fabio Rubiano, dramaturgo colombiano, al terminar el prólogo de “Opio en las nubes” (recordemos, la gran novela colombiana de los noventa, que inspiró a tantos chiquillos, primero, a empezar a leer y, segundo, a beber whisky y merodear los tejados de las casas del barrio por la madrugada, como sus animales protagonistas, sólo para gozar del privilegio de sentirse un poquito más felices, un poquito menos tristes), Rubiano lamentaba no haber podido nunca, nunca, conocer a su autor, Rafael Chaparro Madievo, escritor entre escritores, muerto como maldito, a los treintaiún años de edad. Eran casi de la misma generación. Creo que me pasa lo mismo. Le copio a Rubiano. Y aunque sí conozco al autor de Bajo los postes, poco y nada he compartido con él: un par de conversaciones, un par de cervezas, unas cuantas caminatas por la ciudad, sin rumbo, medios vueltos mierda. Leo este libro y me digo cresta, qué poco conoce uno a los amigos, a los hermanos con los que se comparte otra sangre, esa hecha de vivencias, recuerdos, sangre hecha palabras esparcidas en un cuaderno de croquis. Conozco poco a Víctor Muga Valencia, el creador de este libro. Lástima.


San Antonio, 11 de mayo de 2013.



 

 


 

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Celebrar la vida hasta en el sufrimiento.
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