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Tina Modotti

Stefano Strazzabosco


 



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Una mujer hablando desde un lugar indefinido, que no está en la vida y no está en la muerte, que se multiplica y se aniquila, espejándose en las imágenes que ella misma engendró; una mujer persiguiendo sus fantasmas y verdades – o perseguida por ellos, más probablemente. Ésta es la Tina Modotti que actúa en el texto, y su tiempo parece sobreponerse al nuestro. A través de la voz de Tina, ¿será la Historia que nos pide que escuchemos? la Historia que se hace crónica, memoria, sueño y profecía, y nos acompaña por doquier como un olor intenso que no logramos quitarnos de encima. Quién sabe.

Para restituir el tono de esta voz comprometida con la revolución, el arte y al amor, vale decir con las grandes utopías del siglo XX, intenté utilizar principalmente sus mismas palabras: frecuentes son, por ejemplo, las citas de las cartas que Tina le escribió a Edward Weston, el gran fotógrafo estadounidense que vino a México con ella. Pero el monólogo toma en cuenta también otros documentos – contenidos en las muchas biografías de la Modotti – y otras fuentes, entre ellas el testimonio de María Luisa Lafita, compañera de Tina durante la guerra de España y luego heroína de la revolución cubana del 1959. Ya ciega, en silla de ruedas, casi centenaria, María Luisa Lafita contestó amablemente mis preguntas en mayo del 2004, en su casa de La Habana. Poco tiempo después, alcanzaría a Tina en el lugar indefinido del que se habló más arriba.

 

 

 

Fragmento de
TINA

Masque sobre Tina Modotti

 

Con los pobres de la tierra
quiero yo mi suerte echar
José Martí


(Música. Se ve la foto de las rosas blancas, de Tina, muy grande, proyectada sobre una superficie que después se oscurecerá, para dejar iluminado el rostro de la mujer, cuando ésta aparece sobre el escenario para comenzar a hablar; luego, en otro punto del escenario se enciende la foto de los alcatraces –de Tina-, que permanece encendida durante toda la primera parte del monólogo –hasta la lista de nombres.[1]En el escenario se ve una especie de cuarto con una mesa, una o más sillas, diccionarios, libros, papeles, una máquina de escribir, un pequeño retrato enmarcado de Mella, bultos, baúles, canastas, macetas de salvia y de romero...)

¡Bendita sea la nada! Tuve que destruir, para seguir viviendo, para… ¡crear! Y cada vez transformé lo que andaba destruyendo en materia impalpable, para poder guardarla en mi corazón.

Qué ingenuidad. El corazón no es un almacén. Allí todo está en desorden y cada cosa amontonada: un trompetín de hojalata, y el cartel de un concierto de Stravinsky; un anillo de bodas en un plato de cerámica verde con figuras de peces; una invitación al teatro bajo un manojo de llaves que alguna vez abrieron puertas. ¿Qué puertas? ¿las puertas de una casa, de una oficina, de qué cosa? ¿Las puertas del cielo, o las del infierno? Puertas impalpables, que llevan a cuartos impalpables, llenos de cosas impalpables... si tratas de abrirlas, el tiempo te ataca por la espalda, te muerde la piel por doquiera... te muerde de forma impalpable, ¿es verdad o no es verdad? ¿O como las puertas del porvenir, pasando las cuales hay eventos que están en llamas, pequeños y grandes fuegos, hogueras, piras en las que uno se inmola? Porqué estoy hablando del corazón, y no de un almacén.

Aquí no hay estantes, entrepaños o cajas marcadas con etiquetas; secciones, departamentos, repisas, armarios. Ni siquiera hay lo que se dice objetos como tales, cada uno con su peso, su consistencia, su estorbo en el espacio… a veces estas imágenes se funden e intercambian atributos, sustancias y accidentes; otras emerge una, destellando, y se impone sobre las otras. ¿Es verdad o no es verdad? Un marco negro, una mecedora de caballito, una mazorca, una máquina de escribir, una hoz y un martillo, un ramo de rosas marchitas, una botella vacía, un panadero al amanecer, Charlot con su bombín y su bastón de paseo… pero después que una imagen ha brotado de la niebla, dejándose contemplar por un momento, nítida, precisa, inmediatamente después se vuelve borrosa y desteñida, y en su lugar aparecen otra y otra y otra más todavía, como sucede cuando uno mira dentro de un calidoscopio, o a veces con los sueños. Cosas impalpables, objetos ya sin peso.

Éste, por ejemplo, es un desfile de gente que camina junta con el mismo paso, visto desde arriba, y de repente los sombreros de la gente son bordes de vasos de cristal alumbrados por una lámpara de neón, dentro de un cuarto que durante el día ha estado soleado y palpitante de gestos, miradas, movimientos precisos y súbitas coincidencias colectivas... aquí está el calidoscopio... y éste es el títere de Pepe, su longa manus bandida, con todo y pistolas, bigotes y sombrero de vaquero del sur, de algún lugar más al sur del sur – pero por los cables pasa una corriente eléctrica que pudiera matar gorriones, cuervos y zopilotes, y atrás hay un aire que no está hecho de papel, sino se siente fresco y vibra por todos los piquetes que los cables le transmiten, y ya los cables son los nervios descubiertos de una catedral inmensa, de altísimo voltaje, universal y ubicua, tal vez el zumbante aparato circulatorio de un cuerpo grande como el mundo, que derrama manchas y líquidos podridos de luz, y pulsa con frecuencias que aturden...

Y éste, en cambio, es un charco de agua, o el meandro de un río que fluye indolente, y en ello las mujeres van sumiendo cubetas, lavando la ropa, arrodilladas, y alrededor los niños que juegan levantan chorros, se clavan, gritan, la piel limpia y mojada que reluce bajo el fuego del sol... y ahora la piel ya es otra: se ve lisa, reluciente, perfumada, suave, la piel de una mujer tendida en la azotea de un edificio, con los ojos cerrados, las manos juntas bajo la espalda, para arquearla sin esfuerzo... una mujer mágica, magnética, bellísima.

Mas éstas son abstracciones, y la mía es una forma vaga y confusa de expresarse. También las palabras son parte de esta melaza vaporosa en la que todo se precipita y me parece fluctuar. Quiero decir que lo que hay es como la huella que permanece en la hierba después que un cuerpo ha estado ahí tendido, o como la mancha clara que queda en la muñeca de un brazo bronceado, cuando se quita el reloj. ¿Es verdad o no es verdad?

Yo misma me parezco a una sombra: ¿mi sombra? quién sabe. ¿Tengo una sombra, yo? ¿Tengo un cuerpo? Este cuerpo: las piernas, la cabeza, las manos... ¿es el mío? y esta voz que sigue hablando y hablando, ¿de quién es? ¿realmente soy yo, la que está hablando, con mi propia voz, mi cuerpo, mi sombra, mi estorbo en el espacio? ¿o alguien más está hablando por mí, diciendo las palabras en mi lugar, y yo soy cuando mucho la señal de un pasado, de algo que pasó y ya no es, o no lo es aún, porque solo dentro de un rato más podrá existir, eventualmente? Yo... ¿Yo soy la voz que me habla, o esta voz mía me aleja, me borra, palabra tras palabra, de aquello que viví, que vivo escondida de mí misma, con el corazón escondido en el pecho?

El corazón es un músculo, no un almacén. Nada que ver con un almacén, absolutamente nada. Pero si fuese, claro, algo aún faltaría: en primer lugar, ¡un almacenista! ¿Es verdad o no es verdad? Porque no se puede decir que los sentimientos sepan mantener las cosas en orden, como en un almacén, justamente. Más bien las desplazan. Las desacomodan. Las mueven a lo tonto. Donde antes había un retrato, un rostro marcado de líneas, de planos, puntos que tenían un sentido, ahora solo hay un conjunto de trazos en desorden, y cada trazo dice una cosa distinta del otro, y algunos no dicen nada, peor aún, no son de nadie ya. Y pasa lo mismo con los nombres. Giuseppe… Robo… Edward… Xavier… Julio Antonio… Vittorio…

 

[1] La utilización de las fotos, en especial de las que tomó Tina, no es indispensable para la puesta en escena.

(fragmento de Stefano Strazzabosco, Tina. Masque sobre / su Tina Modotti, Versión bilingüe italiano / español, Sinopia, Venezia 2007; pp. 8-14).



 



 

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Tina Modotti.
Stefano Strazzabosco.
Versión bilingüe italiano / español, Sinopia, Venezia 2007.
(fragmento)