Proyecto Patrimonio - 2017 | index  | Teresa Wilms Montt   | Autores |
        
          
            
        
        
          
         
        TERESA WILMS
MONTT: LA
VISCERALIDAD
COMO ACTIVISMO
         Por Cecilia Macón
Universidad de Buenos Aires
Revista 
        
          
        
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Resumen 
          Es usual señalar que el debate sobre las emociones como parte de la acción política solo pasó a  formar parte del feminismo en los últimos años. Sin embargo, es notoria la referencia en la literatura feminista de  la primera ola al espacio de lo íntimo en términos de una colisión de emociones profundamente política que puede  ser definida en términos de «visceralidad». El presente trabajo se enmarca en un proyecto que tiene como objetivo  final señalar el modo en que la transmisión de los afectos formó parte fundamental de la constitución del feminismo.  Este artículo se ocupa de analizar la producción de la escritora chilena Teresa Wilms Montt, muy particularmente su  primera obra, Inquietudes sentimentales (1917). No se trata meramente de argumentar la presencia de la dimensión  emocional, sino de indagar en la especificidad de ese momento de su escritura donde la categoría de «intimidad»  se torna central a la hora de establecer principios feministas. Son las características de su recorrido —donde  entran en colisión las emociones más diversas— y el vínculo que establece con las luchas políticas del feminismo  de corte anarquista las que abren la posibilidad de entender esta etapa, dando cuenta de la constitución de una  geografía afectiva para el activismo. Una geografía marcada, centralmente por el desafío a «estructuras del sentir»  patriarcales a través de intervenciones que sacan a la luz el papel político de la visceralidad en tanto acción.
        Palabras clave || Wilms Montt | Visceralidad | Feminism | Afectos | Activismo 
        
        Abstract 
 
          It is often said that the debate on emotions as political action has only become an essential part of  feminism in the last years. However, in the first wave of feminist literature there are plenty of references to the sphere  of the intimate in terms of a deeply political collision of affects which can be characterized in terms of “viscerality”.  This paper is part of a project that aims to discuss the ways in which the transmission of affects was crucial for the  constitution of feminism. In this context, it analyzes writings by Chilean Teresa Wilms Montt, and particularly her  first book Inquietudes sentimentales (1917). Rather than merely note the presence of an emotional dimension, my  interest is to delve into this moment of her writing, when “intimacy” became key to establish feminist principles. The  main features of her itinerary—in which many emotions collided—and the links established with the political struggle  of anarchist feminism, open up a possibility to understand this early stage of activism, through the constitution of an  affective geography for activism. A geography framed by a challenge to patriarchal “structures of feeling” by means  of interventions that express the political role of the visceral action.
        Keywords || Wilms Montt | Visceral | Feminism | Affect | Activism
         
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        0. Introducción[1]
         «Cuando quisieron encerrarme, busqué libertad.
  
          Cuando me amaban sin amor, yo di más amor.  
          Cuando trataron de callarme, grité. Cuando me golpearon, contesté».  
          (Wilms Montt, 2014: 46-48)  
        Estas palabras escritas por la poeta chilena Teresa Wilms Montt  (1891-1921) en 1918 obligan en una primera escucha a recordar  que el activismo feminista —aún antes de que existiera tal término  o ante la ausencia de una militancia formal como es el caso de  nuestra escritora— se construyó alrededor de una tensión central  insistente: la que se abre entre la razón asociada a lo público y  la supuesta locura femenina construida a través del desborde  emocional, merecedora de la reclusión en el orden de lo privado.  A partir de aquellas palabras es inevitable también evocar estudios  fundacionales como The Madwoman in the Attic de Susan M. Gilbert  y Susan Gubar (1979) o The Female Malady: Women, Madness, and  English Culture, 1830–1980 (1981) de Elaine Showalter, donde se  estudian en detalle el modo en que la irrupción subversiva de la voz  de las escritoras mujeres construyó su espacio a través de un tono  emocional único. La evocación de figuras contradictorias —madre,  bruja, monstruo, diosa— en la construcción de lo femenino (Gilbert  y Gubar, 2000: 2140) establece un arco de estereotipos revisitados  por muchas de las propias escritoras más allá de la mera inversión  literal. De hecho, el despliegue de los mecanismos de subversión  del orden patriarcal se produce, como veremos en nuestro caso,  en términos de la introducción de una matriz afectiva alternativa  destinada a disolver el patrón sobre el que justamente se constituyen  aquellos estereotipos.
        Dice Wilms Montt en algunos de sus versos más citados:  
        
          Fui crucificada, muerta y sepultada, por mi familia y la sociedad.
  
            Nací cien años antes que tú sin embargo te veo igual a mí.
  
            Soy Teresa Wilms Montt, y no soy apta para señoritas.
 
            (Wilms Montt,  2014: 1226)
        
         Es en estos como en otros versos donde queda en evidencia el modo  en que estas instancias fundacionales del feminismo dan cuenta del  papel centralmente político que tiene la dimensión afectiva[2]   en su  despliegue: ante una serie de intentos ejecutados por su familia y  la sociedad por disolver su propia presencia perturbadora, Wilms  Montt responde con la provocación de buscar cómplices en lectoras  que desprecien ser identificadas como «señoritas» reproductoras  del estereotipo dócil. Es más, entiendo —y este es el eje central del  presente trabajo— que en estas instancias germinales del feminismo  queda en evidencia que el activismo y la escritura feministas —si es  que son dos cosas distintas— necesitan desarmar una «estructura del sentir» patriarcal —en tanto matriz emocional de la experiencia  histórica de una época[3]  — sostenida en la adjudicación de emociones  específicas a las mujeres y la expulsión al orden de lo intratable  —brujas, monstruos— en los casos en que se rechaza tal adecuación.  A cambio, el feminismo busca refundar otros múltiples órdenes del  sentir contingentes, contradictorios, desafiantes donde lo que prima  es una dimensión visceral capaz de sacar a la luz la relación central  entre afectos y cuerpos refigurando aquella supuesta monstruosidad:  se trata entonces de disolver la estructura del sentir patriarcal para  así presentar una de carácter radicalmente distinto. Donde, además,  se ejecuta con consistencia una operación política consciente de  que desmontar un orden político para instituir otro obliga a discutir su  dimensión emocional y así formular una de carácter alternativo. Y es  allí, en ese elemento puntual pero esclarecedor, donde la escritura  anárquica de Wilms Montt se torna esencial. Desde una periferia  que es geográfica, pero también política y personal, las palabras de  la escritora chilena ayudan, tal como argumento a continuación, a  esclarecer ese momento clave en la constitución de una perspectiva  de género.
        
          1. Teresa y su inquietud sentimental  
        Es seguramente un lugar común señalar que el debate sobre los  afectos en términos de su papel agenciador y no meramente en  tanto una dimensión a obturar en tren de destacar la racionalidad  femenina, solo pasó a formar parte del feminismo en los últimos años,  particularmente como efecto de la llamada «tercera ola». Al respecto  basta recordar las ya clásicas reconstrucciones llevadas a cabo por  Raia Prokhovnik en Rational Woman (1999) y por Susan Mendus en  Feminism and Emotion (2000) donde se da cuenta de la lucha política  por romper la dicotomía patriarcal entre mujer y razón y hacer a un  lado el argumento de la opresión de género sostenido en la supuesta  emocionalidad femenina. Este camino tendiente a señalar un interés  reciente del feminismo en la complejización de la dimensión afectiva  es, tal vez a su pesar, una suerte de autolegitimación insistente que  suele apelar a la retórica de la excepcionalidad del presente en tren  de buscar miradas atentas. Efectivamente, la interpretación de, por  ejemplo, los textos de Mary Wollstonecraft en tanto refractarios al  rol de las emociones —como reconstruyen las canónicas lecturas  de Barbara Taylor— no es más que un modo de expresar una  narrativa progresiva del feminismo (Hemmings, 2011)[4]   destinada,  tal como ha analizado brillantemente Hemmings (2011), a culminar  en este tiempo presente que encarna el análisis certero de, entre  otras cuestiones, la dimensión afectiva. Sin embargo, es notoria la  referencia en la literatura feminista de la primera ola o incluso en  lo que podríamos llamar ciertas precursoras asistemáticas y hasta marginales o «primitivas» como Wilms Montt —para usar la expresión  de Eric Hobsbawm—, al espacio de lo íntimo en tanto una colisión  de emociones que resulta, sin duda, profundamente política por  sus características disruptivas. Una colisión expresada en términos  tales que obliga a señalar la centralidad de la dimensión «visceral»  del feminismo en sus primeras etapas como parte esencial de sus  modos de intervención. De hecho, el presente trabajo se enmarca  en un proyecto que tiene como objetivo final refutar aquella hipótesis  progresiva de la historia del feminismo, tomando como punto de  partida el modo en que la transmisión del afecto (Brennan, 2004)[5]  formó parte fundamental de la constitución del feminismo en América  Latina a partir de los debates alrededor de la intimidad generados en  otras latitudes sobre los que volcó toda su capacidad resignificante,  sea en tanto reflexión o como activismo. 
        Puntualmente, en el desarrollo de este artículo, me centro en  analizar la producción de la escritora chilena Teresa Wilms Montt,  muy particularmente su primera obra Inquietudes sentimentales  publicada en Argentina en 1917 durante su primer viaje a Buenos  Aires —ciudad donde se editará toda su obra—. Se trata de un  momento revulsivo en el que el feminismo latinoamericano estaba  en proceso de constitución en términos de lo que Rosenwein llama  «comunidades emocionales» (Rosenwein, 2007: 27)[6], en tanto  comunidades creadas por las emociones, que distaron de ocultar  la colisión de afectos que las conformaban. Por el contrario, creo  que esta etapa se caracteriza justamente por sacar a la luz mapas  afectivos en tensión que, teniendo en cuenta el rol asignado a la  dimensión corporal, pueden ser entendidos más en términos de  visceralidad que de meras emociones: sea la rabia (Wilson 2015:  5), la inquietud o la melancolía, el amor o el odio, la visceralidad  refiere a «la experiencia de sentimientos o respuestas afectivas  altamente mediadas por el cuerpo que se manifiestan a través de  reacciones emotivas y corporales» (Torotici 2014: 407). No se trata  solo entonces de argumentar la presencia de la dimensión afectiva  en estas producciones —operación que puede ser generada sobre  cualquier artefacto cultural—, sino de indagar en la especificidad  de ese momento de la escritura de Wilms Montt —anterior a sus  viajes a España y Francia—, cuando la categoría de «intimidad» se  torna central a la hora de establecer principios feministas en diálogo  de alguna manera con los desarrollos de corte fundamentalmente  anarquista. Son las características del recorrido de Wilms Montt,  donde entran en colisión los afectos más diversos, estableciéndose  un vínculo complejo con las luchas políticas del feminismo libertario  —que no se aviene estrictamente a ser llamado feminismo—, las que  abren la posibilidad de entender esta etapa temprana del movimiento  al margen de las lecturas lineales que interpretan la intimidad como  mero refugio en plena contradicción con la vida pública. De lo que se trata aquí es de dar cuenta de un caso representativo de  la constitución de una geografía afectiva para el diverso arco del  activismo feminista latinoamericano en un momento en el que ya no  resultaba anómalo que una mujer fuera escritora (Gilbert y Gubart,  2000: 93). Un momento, además, en el que la ruptura subversiva de  esos límites a través de ejecución de la alteración del orden afectivo  se sostuvo en la irrupción de la imagen de la «mujer prisionera»  bajo la exigencia de autonomía (Gilbert y Gubart, 2000: 58), una  ruptura expresada por Wilms Montt en términos de, justamente,  «inquietudes sentimentales». 
        Recordemos que Teresa Wilms Montt llega por primera vez a la  Argentina en 1916, después de haber tenido acceso en Chile a  los debates y a las luchas de los trabajadores de corte anarquista,  muy particularmente en su paso por Iquique, ciudad donde publica  sus primeras intervenciones públicas y donde traba relación con  el libertario Víctor Domingo Silva. Allí es también donde conoce  a la feminista española Belén de Sárraga —con la que incluso  compartió hospedaje— que había llegado a Chile para dar una  serie de conferencias de alto impacto. Se trata de un acercamiento  al anarquismo que, como en muchos otros casos, se cruza con la  adhesión a la masonería y al espiritismo. Como es sabido es en  compañía del poeta Vicente Huidobro que llega a Buenos Aires tras  escapar de la reclusión en un convento donde había sido encerrada  por su familia. Es él entonces quien la integra a los círculos  intelectuales porteños de la época, marcados, justamente en  1916, por el ascenso al poder del radical Hipólito Yrigoyen, primera  ruptura con el orden conservador imperante hasta entonces. En ese  contexto se acerca al núcleo constituido alrededor de la ecléctica  revista Nosotros, compuesto entre otros por sus fundadores, Alfredo  Bianchi y Roberto Giusti, pero también por Leopoldo Lugones,  José Ingenieros y Alejandro Korn. Es precisamente en la editorial  Nosotros donde Wilms Montt publica Inquietudes sentimentales,  su primer libro. Resulta necesario recordar que es también en esos  años cuando el feminismo argentino de raigambre anarquista cobra  un impulso especial. En el marco de los reclamos por el sufragio  femenino, el anarquismo[7]   —principalmente a través de su periódico  La voz de la mujer fundado en 1896 y extinguido un año después—  excede en sus demandas esta exigencia para involucrar la dimensión  entendida como privada: sustancialmente el control de la natalidad  (Barrancos, 2007: 123), la libertad sexual (Barrancos, 2007: 132)  y la asociación del matrimonio con la opresión. Así, guiadas por  el lema «Ni Dios, ni patrón, ni marido» el anarcofeminismo arrasó  con las barreras entre lo íntimo y lo público de manera visceral.  Recordemos además que el feminismo de corte anarquista —que  es al que Teresa accedió en primera instancia y que tuvo un rol  clave en el Cono Sur— se asienta sobre un orden revulsivo donde  la ironía y el insulto (Bacci y Fernández Cordero, 2006/7: 194) son centrales. Donde, claramente, las exigencias de moderación de los  afectos femeninos, son insistentemente devastadas. Esta afirmación  no implica que el feminismo de corte liberal haya sido ajeno a la  introducción del debate en torno a la dimensión afectiva a la hora de  objetar la opresión femenina —basta recordar los textos de Susan  Anthony o de Elizabeth Cady Stanton en el caso norteamericano o  de Elvira V. López en el argentino—, sino que entendemos que esa  estrategia revulsiva propia del anarquismo es expresada a través  de un cuestionamiento al orden afectivo patriarcal de tal frontalidad  que resultó incluso el germen de sus disputas con el anarquismo  masculino.
        Si Teresa accede a los círculos de la élite porteña con los que  compartía en algunos casos un origen de clase alta, también  encontró en la expresión y el ejercicio de su sexualidad un camino  para barrer con estereotipos patriarcales. El hilo del planteo de  Wilms Montt implica justamente sacar a la luz el rol político de la  intimidad para derribar la lógica patriarcal. Ya a fines del siglo XIX  algunas anarquistas habían planteado temas como el amor libre, el  divorcio y las denuncias de violencia familiar, que cobrarían relieve  público décadas más tarde. Es que la concepción del patriarcado  como sistema opresivo no refiere necesariamente a una dicotomía  entre varones privilegiados y mujeres infelices, sino justamente a  un régimen de control social que implica la adjudicación de ciertos  afectos supuestamente positivos y moderados a las mujeres[8].  Anticipando el lema «lo personal es político» desplegado por las  feministas en la década del sesenta, se exige aquí la disolución de  esos límites apelando sustancialmente a la dimensión afectiva. 
        En el marco de estas discusiones, ciertamente el «maternalismo»  con su inevitable referencia a la esfera afectiva cumplía un papel  central a la hora de reclamar derechos: el argumento de que alegar  el rol de las madres como primeras educadoras —tanto en lo  emocional como en lo intelectual— era el camino central a la hora de  exigir el acceso a la educación y al sufragio (Barrancos, 2007: 127)  fue ciertamente eficaz. Pero el camino elegido por Wilms Montt no  es precisamente la persuasión. Más bien se trata de cuestionar un  orden afectivo que no ha logrado más que reproducir estereotipos. 
        Es en este contexto que me gustaría presentar aquí un breve y  embrionario análisis del primer texto de Teresa. Allí, como veremos  a continuación, se pone en evidencia una concepción notablemente  disruptiva del amor, como paradigma de una emoción considerada  positiva y contemporizadora. De hecho, la lectura que propongo aquí  se enmarca en una hipótesis más general: los primeros momentos  del feminismo se sustentan, no en un reclamo por hacer a un lado  la identificación de las mujeres como seres emocionales y por ello  irracionales e incapaces, sino en uno aún más revulsivo: desarmar el modo en que son pensados los afectos en su potencialidad política  aboliendo la distinción entre lo público y lo privado y haciendo de la  visceralidad un aspecto clave de la política.
        
           2. Amor y crueldad  
        Es notable constatar que a lo largo de un texto que, como Inquietudes  sentimentales, pone ciertamente en primer plano la dimensión  afectiva alterando cualquier estereotipo que se pueda tener sobre  la lógica de su funcionamiento, hay un par de pasajes que resultan  clave en términos del modo en que el sufrimiento individual es  introducido como punto de partida para la constitución de una  comunidad afectiva. Dice Wilms Montt: 
        
          No soy feliz ni podría serlo; porque,
  
            entonces, no sería hermana de los
  
            miserables; porque no tendría el alma
  
            ilimitada de indulgencia. (Wilms Montt, 2015: 170-171)  
          Si enmudeciera el globo terrestre y dejara de
  
            rodar por los espacios, la fuerza de mi dolor
  
            lo haría reanimarse, como se reanimaría el
  
            lago muerto, si desembocara en él un río. (Wilms Montt, 2015: 302-303)  
        
        El sufrimiento, si bien como veremos refiere también a una dimensión  individual, resulta impuesto por la hermandad, por un registro  arrollador de lo colectivo. Incluso, por la posibilidad de que el dolor  propio reanime lo muerto en el otro. Hay infelicidad obligada por la  presencia perturbadora y potenciadora de lo ajeno, pero siempre  superpuesta a una experiencia radicalmente individual del dolor. En  sus palabras:  
        
          Si lloro mis lágrimas se congelan. Ya saben
  
            ellas que nadie vendrá a enjugarlas. Si
  
            desespero, yo sola me consuelo,
  
            imponiéndome tiránica voluntad. (Wilms Montt, 2015: 110-111)
        
        Aquí, el dolor une y separa a la vez, aísla y comunica. Es que es  ese mismo dolor el que funciona en Wilms Montt como punto de  partida para la empatía en tanto posible generadora de un espacio  de activismo compartido, pero también de conflictos más o menos  latentes. Tal como señala Pitts-Taylor (2016: 93) la instancia de  corporización compartida originada en la exhibición del dolor como  algo que nos enlaza contiene la tensión entre lo común y lo que nos  diferencia del otro: es el pedido o la recepción de la empatía como  consuelo, pero también como posible enfrentamiento generador de  soledad. Estos fragmentos de los poemas de Wills Montt expresan  justamente ese rol clave para el dolor encarnado en el cuerpo: es  constituir lo común y lo propio borrando las distinciones, pero también exacerbándolas. Sin embargo, no se trata de una excepcionalidad  que señala meramente al sufrimiento en su rol tensionante. De  hecho, el amor también implica un punto de partida para salir de lo  individual mientras a la vez impulsa un movimiento hacia lo propio.  Dice Wilms Montt:  
        
          Apareciste, y hubo en mi alma un estallido  
            de vida; se abrieron todas mis flores
  
            interiores y cantó el ave de los días festivos. (Wilms Montt, 2015: 116)
           Anuarí, tú que encarnas solo en ojos todo lo  
            que yo soñé, todo lo que yo hubiera podido amar.
  
            En el corazón de la noche me daré a ti, con la
  
            beatitud que un artista se entrega a su obra,
  
            y con el entusiasmo agradecido con que
  
            aquélla se entregaría a quien la creara. (Wilms Montt, 2015: 294-296)
        
         El amor es entonces lo que saca del ensimismamiento, de la fractura  que supone la mera introspección, pero también lo que hunde en la  soledad como resultado de la falta de respuesta. Así, los límites entre  lo íntimo y lo público —cuestionada centralmente en la constitución  del feminismo— se reconfiguran continuamente, sin por ello abolir  diferencias que se tornan contingentes.  
        Es importante notar que no se trata solo de exponer el modo en  que amor y sufrimiento conectan y dividen a la vez lo propio y lo  ajeno, sino que además una de las operaciones centrales del  texto consiste en presentar afectos considerados positivos[9]   junto  a los llamados negativos en una suerte de enredo que los vuelve  indistinguibles: hay un deseo abrumador, pero también su ausencia,  hay sentimentalismo y tragedia. El modo en que Wilms Montt pone en  escena esta superposición es ciertamente brutal. Me limito entonces  a reproducir algunos párrafos clave:
        
           […] Escribo como pudiera reír o
  
            llorar, y estas líneas encierran todo lo  
            espontáneo y sincero de mi alma. (Wilms Montt, 2015: 36-37)  
          Una campana impiadosa repite la hora y me  
            hace comprender que vivo, y me recuerda,  
            también, que sufro. (Wilms Montt 2015 40-41)
           Nada tengo, nada quiero; mi cabeza
  
            dolorida, enferma del extraño mal, se  
            abandona sobre la mesa, pesada como block de mármol. 
            (Wilms Montt,  2015: 59-60)  
          Y vivo, porque es cobardía morir; y oculto
  
            mis llantos porque el siglo no comprende
  
            esos sentimentalismos histéricos. (Wilms Montt, 2015: 247-248)
           ¡Anuarí! ¡Mágico espíritu de mi vida!
  
            Anuarí, dulzura ignota que te has dado a mí 
            en un rasgo de generosidad que te  
            agradeceré de hinojos.
  
            Anuarí ¿por qué eres cruel? ¿No ves, acaso,
  
            mi martirio? (Wilms Montt, 2015: 312-313)  
        
        Aquella superposición aparece también en estas líneas en relación  con la exhibición de la experiencia del amor cuando excede el amor  erótico, incluyendo una descripción del amor materno que dista  aquí de poder ser asociada a cualquier estereotipo al estilo del  maternalismo citado más arriba: es el deseo y la dicha, pero también  el dolor y la tortura. La tensión entre afectos contradictorios en un  área tan apegada a los estereotipos emocionales opresores como  el amor maternal es tal vez una de las zonas de despliegue más  revulsivas de los textos de Wilms Montt. En sus palabras: 
        
          Oigo risas de niños. Siento pasitos de seda
  
            correr por la alfombra...
  
            Todo es ilusión; no encuentro en parte
  
            alguna la dicha.
  
            ¡Profundidad, profundidad! ¡Ahógate,  
            espíritu en las profundidades! ¡Corazón!
  
            ¡aprende a vivir; no te conmuevas!
  
            ¡Corazón! ¡Qué enorme es el precio de tus  
            grandezas! Pides el ser. Solo en el dolor  
            puedo saciar mi sed de infinito. ¡Dolor! Me
  
            torturas, pero sin ti no podría vivir; se
  
            helaría mi pensamiento, como piedra petrificada. (Wilms Montt, 2015:  298-301)  
        
        Wilms Montt ciertamente trastoca aquí la concepción puramente  positiva del amor maternal[10]: hay ilusión y falta de dicha, pero también  tortura y necesidad de que el corazón no se conmueva. De hecho,  obliga a preguntarnos: ¿por qué resulta tan difícil aceptar que el amor  no es necesariamente un sentimiento positivo, sino uno que también  puede involucrar violencia y asimetría? ¿Es la idealización del amor  una limitación para entenderlo no ya en términos de «puro amor»,  sino por el contrario como una experiencia compleja destinada a  superponerse con un arco muy amplio de afectos? 
        Resulta inevitable aquí evocar el modo en que Judith Butler a través  del análisis de dos textos hegelianos —«Amor» y «Fragmentos de  un sistema»— da cuenta de las complejidades a veces indigeribles  del amor presentes, por ejemplo, en los perturbadores versos de  Wilms Montt: «cercanía» y «malestar» son descripciones con las que  es necesario dar cuenta de un afecto fatalmente idealizado donde  las evocaciones a la propiedad, el sacrificio (Butler, 2015: 95), vida,  muerte, separación, inequidad, subordinación (104), hostilidad y  melancolía se superponen continuamente. La naturaleza paradójica  del amor queda aquí en evidencia. Aún si admitimos que el amor es  una forma de unión entre pares (98-99), el debate introducido por  Judith Butler saca a la luz su inevitable opacidad. Señala así por ejemplo que, desde el momento en que «el amor tiene dentro un  elemento hostil» (104), puede expresar inequidad y subordinación.  ¿Podemos asegurar, digo, que el amor está ausente en una relación  sádica? ¿No puede el amor enlazarse con afectos destructivos y aun  así persistir? ¿Por qué el amor debe ser considerado un sentimiento  impoluto? De hecho, a contrapelo del argumento maternalista del  feminismo más moderado citado más arriba, Wilms Montt va dar  cuenta del amor maternal de una manera igualmente desafiante:  
        
          Mías, son también tus miserias, míos,
  
            tus infinitos dolores de madre;
  
            mía, la cuna de Momo y la guarida de la Muerte. (Wilms Montt, 2015:  56-57)
        
         Es la exhibición de la ansiedad asociada a la escritura y a la  maternidad, ya desplegada en su vínculo por Mary Shelley (Gilbert  y Gubar, 2000: 2310), la que está en juego aquí. Una ansiedad  que resulta condensada en la metáfora del título en términos de  «inquietud sentimental» y que remite indefectiblemente a cierta  desorientación corporal (Ngai, 2005: 237), a cierto caos de tensiones  no articuladas (246), pero también a una futuridad que superpone  diferimiento y anticipación (210) para la acción. Una ansiedad  que, en los términos de Ngai, «no es una emoción llena, sino una  emoción expectante que apunta menos a un objetivo específico  del deseo que a la configuración en general o a las disposiciones  futuras del yo» (2005: 209). Sostenida entonces en una futuridad  en un punto difusa, pero no por ello menos potente, la ansiedad se  superpone aquí con la melancolía: un arco afectivo que, aun cuando  está sostenido en un retiro del mundo, ha sido señalado a partir de  ciertos análisis como una oportunidad para encarar la acción política  de manera ambigua, pero también creativa (Flatley, 2008: 6). No se  trata de resignarse a la parálisis, sino de aceptar un modo alterado,  dislocado, imprevisible y frecuentemente despreciado de encarar la  transformación del mundo. 
        Se torna inevitable apuntar aquí que Wilms Montt saca a la luz el  modo en que ciertas instancias del feminismo —tanto las anarquistas  como las liberales o las socialistas— resultan marcadas por rasgos  clave del Romanticismo. El rol cumplido por la melancolía y la rabia,  la indignación y el dolor, la ansiedad y la aflicción exhibe la marca  que este movimiento estético ejerció en la fundación de la teoría y el  movimiento feministas (Mellor,1992). Y allí, el grito de Wilms Montt  atravesado por cada uno de estos arcos afectivos en tensión, resulta  capaz de lanzar a la discusión esos rasgos románticos que perviven  en feminismos de marcas ideológicas muy distintas.
        
        3. Tripas  
        «De tanta angustia que me roe,  
          guardo un silencio que se unifica a la entraña
  
          del océano». (Wilms Montt, 2014: 172)
         Esta línea clave de Wilms Montt muestra el modo en que su escritura  se ocupa de expresar aquella angustia —que también es inquietud,  ansiedad o desajuste— de un modo, no solo revulsivo, sino  inmediatamente capaz de remitir a los afectos en su fuerte relación  con la dimensión corporal: no se trata de emociones abstractas ni  inmediatamente verbalizables, sino de instancias que exhiben la  tensión radical entre el sufrimiento experimentado por el cuerpo  propio y la necesidad de comunicarlo; es la entraña del océano que  se unifica.
        Wilms Montt muestra, por ejemplo, no solo que el amor no está  limitado a su descripción en términos de una emoción compasiva,  simple y humana, sino también que su combinación con el odio,  la violencia y la rabia no necesariamente borra sus características  centrales: la necesidad de permanecer cerca de quien se ama.
         Y es allí, en la manera en que saca a la luz la naturaleza conflictiva  de la dimensión afectiva, que se permite delinear el modo en que  lo visceral —más que lo estrictamente emocional— forma parte  desde los inicios de los reclamos de género y no meramente de  los desarrollos desplegados en los últimos años. Se trata de una  visceralidad que pone ciertamente en primer plano la dimensión  corporal (Wilson, 2015: 3), pero en un rango de descripciones  que obliga a pensar esa misma actitud visceral como modo que  expresar/experimentar la política en términos de lo instintivo. Aquí,  el amor, la ira, la agresión, lo abyecto, lo indigerible del mundo,  están estrechamente unidos al deseo, al apego, a los apetitos. Es la  experiencia carnal, casi sanguínea, la que tiñe la reacción al orden  patriarcal. En términos de Ngai lo visceral «es algo sentido por  dentro, en tanto dentro de los órganos del cuerpo» (2015: 33), es lo  que obliga a lidiar con emociones crudas o elementales a la hora de  enfrentarse a un orden (38). En las de Wilms Montt:
        
          La sombra de mi cuerpo corre a mi lado  
            y lleva mi inquietud. (Wilms Montt, 2015: 259)
           Hay en el ambiente una inquietud erótica,  
            y en todo el jardín un deseo cálido de posesión. (Wilms Montt, 2015:  261-262)
        
         La inquietud señalada aquí refiere ciertamente a un arco de  experiencias incapaces de ser entramadas en una narrativa  apaciguadora, pero que insisten en buscar expresión a través de las palabras. En un punto la inquietud —que no puede ser reducida a la  angustia— es la marca de lo que excede a cualquier domesticación  discursiva, es decir que expresa lo esencialmente visceral. Es la  imposibilidad de la permanencia, de autonarrarse, de adherir a alguna  versión de la teleología (Colebrook, 2008: 88). La inquietud implica  así tanto el displacer que atraviesa emociones como el miedo, la  envidia o la vergüenza como otras asociadas al placer como el amor,  la esperanza, o incluso la alegría fugaz (Roinila, 2012: 188). Repele  sin dudas a la intencionalidad o a cualquier otro patrón orientado a  un fin (Ahmed, 2010: 26). Al amenazar tan fuertemente la cohesión  la inquietud resulta fácilmente integrada a la melancolía en tanto  aquel retiro del mundo citado más arriba que, al no necesariamente  paralizar (Flatley 2008: 15), se abre a su posible politicidad.
        Las palabras de Wilms Montt ayudan a figurar un momento germinal  y, justamente por ello, tensionado para el movimiento[11], establecido  de manera explícita a través de la Declaration of Sentiments,  proclamada en la fundacional Convención de Seneca Falls de 1848.  Nos enfrentamos aquí a una instancia temprana donde se objeta  fuertemente la legitimación de la opresión femenina a través de cierta  construcción de su sentimentalidad, pero donde simultáneamente  se atenta contra la estructura del sentir patriarcal para introducir  una lógica alternativa e inesperada sobre el horizonte afectivo en  toda su potencialidad política. Es precisamente allí donde se definió  el corazón de la revulsión feminista, antes aún de que hubiera  una autoconciencia expresada en esos términos: la vocación por  demoler la estructura del sentir establecida por el orden patriarcal y  la pretensión visceral —y no meramente emocional ya que exhibe  a pleno su marca corporal— de imponer su reemplazo por una  estructura alternativa solo parece posible mediante la puesta en  funcionamiento de la esfera afectiva expresada en términos donde  las inestabilidades de lo corporal, que exceden el cada uno, se  tornan centrales en su orientación a la acción. Si la visceralidad es  clave en esta reconstrucción es porque así quedan en evidencia  tanto la dimensión corporal de los afectos como la manera en que  aquella inestabilidad, inquietud o ansiedad conlleva la acción. 
        Tal vez esta insistencia en demoler una determinada estructura  de sentimientos mostrando a la vez el modo en que la dimensión  afectiva y revulsiva de lo visceral son necesarias para sostener un  proceso emancipatorio esté entre las marcas más perdurables de  estos momentos precursores. Al menos en el caso de Wilms Montt,  esas señales distan de ser marginales para transformarse en el  punto de partida para la acción y para el desenmascaramiento de  un estado de cosas legitimado a través de matrices emocionales.  Así, en parte de sus orígenes —primitivos, oscuros, asistemáticos—  el feminismo no impugnó el rol de los afectos como posible motor de  sus reclamos, sino que, por el contrario, impulsó una reestructuración de los afectos que implicó un avasallamiento desafiante a un  orden patriarcal sostenido justamente en una construcción de la  emocionalidad femenina de acuerdo a sus intereses. Se trata de  una visceralidad que pone ciertamente en primer plano la dimensión  corporal (Wilson, 2015: 3) —Wilms Montt hace referencia constante  al modo en que su cuerpo cumple un papel en el camino de sus  reflexiones—, pero en un rango de descripciones que obliga a pensar  esa misma actitud visceral como modo que expresar/experimentar  la política en términos de lo instintivo en su orientación a la acción.  Tal como otras precursoras no sistemáticas del feminismo —Mary  Wollstonecraft y Olympe de Gourges en Europa, Gabriela Mistral,  Magda Portal o Elvira V. López en Latinoamérica—, Wilms Montt,  lejos de objetar la presencia de los afectos, ayuda a alterarlos hasta  desplazarlos de cualquier estereotipo posible y volverlos así carnales  y críticos a la vez. A la manera de la canónica reconstrucción de  la historia del feminismo por parte de Joan W. Scott (2012) donde  se exhiben las paradojas fundacionales del movimiento, aquí nos  enfrentamos a una tensión adicional: la refiguración de la estructura  del sentir patriarcal, no a través de su mera inversión o del puro  reclamo de racionalidad para las mujeres, sino de la exhibición  problemática de un arco afectivo contradictorio que jaquea cualquier  estereotipo establecido sobre la distinción entre afectos positivos  y negativos mientras no teme exhibir el papel del cuerpo en esta  aventura política radical. 
         
         
        * * * 
        Notas
        [1]  Para la realización de  este trabajo resultaron  fundamentales las sugerencias  y comentarios de Constanza  Ceresa, Silvina Cormick,  Alejandra Costamagna, Laura  Cucchi y Macarena Urzúa.  Agradezco también el debate  generado a partir de la lectura  de una versión previa en el  Congreso Chile Transatlántico,  realizado en Santiago de Chile  en agosto de 2016.
  
          [2]   En este artículo utilizo  indistintamente las nociones  de «emoción», «pasión» y  «afecto». Soy consciente de  las diferencias conceptuales  que conlleva cada una de  estas palabras, pero se trata  de distinciones que no alteran  el eje central de este texto. Es  necesario sin embargo aclarar  que mientras «pasión» es una  opción actualmente descartada  por entender la cuestión en  términos de mera pasividad,  a partir de las teorizaciones  de Brian Massumi muchos  investigadores (Gould, Ahmed)  señalan que, mientras que los  afectos son desestructurados,  auténticos y no lingüísticos, las  emociones son la expresión  de tales afectos atravesados  por la dimensión cultural  y la lingüística (Macón,  2013). Sin embargo, esta  distinción terminológica —  que implica importantes  desafíos metodológicos— no  resulta siempre trasladada a  la discusión de los debates  específicos. Entiendo que la  noción de «visceralidad» saca  a la luz claramente el vínculo  con la dimensión corporal,  incorporado a la discusión  gracias al debate alrededor  de la idea de «afecto»  generado por el llamado «giro  afectivo». Es que si bien la  filosofía política se ha ocupado  extensamente de discutir el  rol público de las emociones  —Hobbes, Spinoza, Smith— y  las teorías de género se han  venido dedicando también a  la cuestión desde su propia  perspectiva —basta recordar los trabajos de Nussbaum,  Mouffe o Young—, lo cierto  es que el giro producido en  los últimos años ha redefinido  su objeto al caracterizar los  afectos primordialmente en  términos de una instancia  donde la distinción entre  razones y pasiones se disuelve  y donde cuerpo y mente son  pensados como una unidad.  Así, Hardt señala que «los  afectos se refieren tanto al  cuerpo como a la mente,  involucran tanto a las pasiones  como a las acciones» (2007:  34-37) haciendo que «la  perspectiva de los afectos,  nos fuerce constantemente  a dar cuenta del problema  de la relación entre mente y  cuerpo con el supuesto de que  sus poderes constantemente  corresponden de algún modo»  (43-44, 46-49). Cabe aclarar  que, sin bien en gran parte  de la literatura dedicada a la  cuestión se utiliza la idea de  afecto en singular —como  en el caso de Brennan o  Massumi—, lo cierto es que en  otras discusiones —Michael  Hardt— se opta por el plural,  una alternativa que, no solo  acentúa su diversidad, sino que  además en la lengua español  evita su asociación exclusiva  a la mera expresión positiva  de los afectos. En relación a  la delimitación detallada de  cada una de estas nociones y  al despliegue del giro afectivo,  véase Macón (2013). Para una  reconstrucción histórica, véase  Dixon (2012).
  
          [3]   Me refiero aquí al ya clásico  concepto desplegado por  Raymond Williams para dar  cuenta de la matriz emocional  de la experiencia histórica  de una época. Existen, por  cierto, «estructuras del sentir»  que actúan en tensión con la  cultura dominante en términos  de tensión, desplazamiento,  latencia. Véase Williams (1977:  157).  
          [4]   He discutido puntualmente  estas cuestiones  en Macón (2017a).
        [5]   Teresa Brennan ha  desplegado un argumento  central en torno al rol que  cumple el afecto —en tanto  emoción abrumadora— a la  hora de constituir un salir de  sí a partir de la circulación de  energía afectiva. Se trata de  entender la transmisión del  afecto en términos de una  experiencia que excede la  meramente individual (Brennan  2004: 4 y ss.).
        [6]   Una comunidad es, de  acuerdo a Rosenwein, un  grupo de personas con una  apuesta común en términos  de valores y objetivos que  ponen en funcionamiento  un determinado rango de  términos emocionales que  los hace distinguirse de otras  comunidades: son las familias,  las congregaciones religiosas,  los vecinos, los gremios, las  escuelas vistas desde un  punto de vista que intenta  indagar en sus sistemas  de sentimientos (2007: 25).
       [7]   Es importante recordar que,  dentro de este movimiento, las  tensiones entre anarquismo  y feminismo no resultaron  menores. Al respecto, véase  Molynaux (1986).
        [8]   La distinción entre afectos  positivos y negativos se  origina en la perspectiva  estoica que destaca el papel  de los afectos positivos y  suaves en contraste con las  perturbaciones del alma. Años  después esta distinción fue  retomada sistemáticamente por  Silvan Tomkins en términos de  afectos que impulsan la acción  y aquellos que la obturan. Para  una reconstrucción de esta  diferencia véase Dixon (2012).
        [9]   Véase nota.
        [10]   He discutido la noción  misma de «amor maternal» en  Macón (2017b).
      [11]   En relación a estas  tensiones basta recordar  las paradojas del momento  fundacional del feminismo  analizadas por Joan  Wallach Scott en términos  de la aceptación y rechazo  simultáneos de las definiciones  dominantes de género (Scott,  2012: 13).
         
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