Algunas partes de este texto se incluyeron en un artículo titulado «Writer’s Block» (Bloqueo de escritor), escrito para la cadena de periódicos del New York Times, y una pequeña parte se incluyó en mi libro Steering the Craft. Es una meditación inconexa que he retomado una y otra vez a lo largo de los años, cuando no lograba escribir lo que quería escribir.
Ahora mismo no estoy escribiendo. Es decir, estoy escribiendo aquí y ahora que no estoy escribiendo, porque me molesta el hecho de no escribir. Pero si nada tengo que escribir, no hay vuelta que darle. ¿Por qué no puedo esperar con paciencia hasta tener algo? ¿Por qué cuesta tanto esperar?
Porque no hago ninguna otra cosa igual de bien y ninguna otra cosa es igual de buena. Prefiero escribir a hacer cualquier otra cosa.
No porque sea un placer directo en el sentido físico, como una buena cena o el sexo o la luz del sol. Escribir es una tarea ardua que no sume al cuerpo en una actividad satisfactoria y una forma de alivio, sino en la quietud y la tensión. Suele ir acompañada de incertidumbres acerca de los medios disponibles y el resultado, y a menudo responde a la ansiedad («Tengo que terminar esto antes de morir y terminarlo va a matarme»). En cualquier caso, al escribir me sumo en una especie de trance que no es agradable ni ninguna otra cosa. No tiene atributos. Es una inconsciencia del ego. Al escribir soy inconsciente de mi propia existencia o de cualquier existencia salvo en las palabras que suenan y forman ritmos y se conectan y forman sintaxis y la historia que ocurre.
Ajá, ¿la escritura es un escape? (¡Ay, las connotaciones puritanas de esa palabra!) ¿Un escape de las insatisfacciones, la incompetencia, las penas personales? Sí, sin ninguna duda. Y también un modo de remediar la falta de control que una tiene en su propia vida, la impotencia. Al escribir, tengo el poder, el control, escojo las palabras y moldeo la historia. ¿No?
Pero ¿lo hago yo? ¿Quién soy yo? ¿Dónde está el yo cuando escribo? Yendo en pos del ritmo. Las palabras. Ellas son las que tienen el control. La historia tiene el poder. Yo la sigo, la registro. Esa es la tarea, y lo difícil es hacerla bien.
Damos a los verbos «escapar» y «remediar» connotaciones negativas, así que no podemos definir con ellos el acto creativo, que es positivo e irreductible a nada que no sea él mismo. La verdadera creación es realmente satisfactoria. Es realmente más satisfactoria que todo lo que conozco.
Y así, cuando no tengo nada que escribir no tengo ningún sitio adonde escapar, ningún remedio, nada que tome el control, ningún poder del que formar parte y ninguna satisfacción. Solo puedo quedarme aquí con mi vejez y mis preocupaciones y confusiones y el miedo a que nada tenga sentido. Echo de menos y deseo el hilo de palabras que atraviesa el día y la noche y me conduce por el laberinto de los años. Quiero contar una historia. ¿Cómo conseguirla?
Al tener tiempo libre para escribir, a menudo me siento a pensar, ardua, intensa y concentradamente, e invento gente interesante y situaciones interesantes de las que puede surgir una historia. Las apunto y las elaboro. Pero no surge nada. Trato de provocar algo, sin esperar a que ocurra. No tengo una historia. No tengo a la persona de la que habla la historia.
De joven, me daba cuenta de que tenía una historia susceptible de contarse cuando hallaba en mi mente y cuerpo una persona imaginaria en la que podía encarnarme, con la que podía identificarme poderosa, profunda y físicamente. El fenómeno se parecía tanto a un enamoramiento que a lo mejor lo era.
Ese es el lado físico de contar historias, y me sigue resultando misterioso. Para mi enorme placer, ha vuelto a ocurrir después de cumplir los sesenta años (con Teyeo y Havzhiva en Cuatro caminos hacia el perdón, por ejemplo); y, en efecto, poder vivir dentro de un personaje día y noche, contar con un personaje que vive dentro de mí y con un mundo que se solapa e interactúa con mi mundo es un placer activo e intenso. Pero no me identifiqué de un modo tan profundo con ningún personaje de Searoad, ni con la mayoría de mis personajes de los últimos diez o quince años. Aun así, escribir Tehanu o Sur o Hernes fue de lo más estimulante que he hecho, y la satisfacción fue concreta.
Encarnar a alguien o identificarme con él me sigue pareciendo más intenso cuando el personaje en cuestión es un hombre: cuando el cuerpo no es en absoluto el mío. Hay una excitación inherente en ese salto de género (y probablemente por ello se parece a un enamoramiento). Cuando me identifico con personajes femeninos como Tenar o Virginia o Dragonfly es diferente. Hay un aspecto aún más sexual, pero no se trata de una sexualidad genital. Es más profundo. Se encuentra en el centro de mi cuerpo, donde una se centra en el taichí, donde está el chi. Ahí es donde conviven conmigo mis personajes femeninos.
Este asunto de encarnarse quizá sea diferente para los hombres y las mujeres (no tengo manera de saber si otros escritores lo hacen siquiera). Pero me inclino a creer que Virginia Woolf llevaba razón al pensar que lo importante sucede con independencia del género. Puede que Norman Mailer crea seriamente que hace falta tener huevos para ser escritor. Si se quiere escribir como él, supongo que es cierto. Para mí los huevos de un escritor son irrelevantes, cuando no molestos. La acción no está en los huevos. Al hablar del centro del cuerpo no me refiero a los huevos, la polla, el coño ni el útero. El reduccionismo sexual es tan malo como el de cualquier otra clase. Tal vez peor.
Cuando me sometí a una histerectomía, me preocupé por la escritura, porque el reduccionismo sexual me había asustado. Pero estoy segura de que la operación no me afectó tanto como le afectaría a un hombre como Norman Mailer quedarse sin huevos. Al no haber identificado nunca mi persona, mi sexualidad ni mi escritura con la fertilidad, no tuve que atormentarme. Con cierto dolor y pena, pero no con un dolor y una pena terribles, pude procesar lo que significaba la pérdida para mí como escritora, como persona en un cuerpo que escribe.
Lo que sentí fue que, al perder el útero, había perdido en efecto una conexión, una especie de imaginación accesible y corporal, que debía ser reemplazada, si podía reemplazarse, solamente mediante la imaginación mental. Por un tiempo creí que ya no podría encarnarme en una persona imaginada como antes. Pensé que no podría «ser» nadie más que yo.
No quiero decir que cuando tenía útero creía que llevaba a los personajes en el interior como si fueran fetos. A lo que voy es que, cuando era joven, tenía una conexión absoluta, inconsciente y física con las personas imaginadas, a las que comprendía a nivel emocional.
Ahora (quizá a causa de la operación, quizá solo por envejecer) me he visto obligada a entablar una conexión deliberada a través de la mente. He tenido que salir de mí misma con una pasión que no era solo física. He tenido que «ser» otras personas de un modo más radical y completo.
No ha supuesto necesariamente una pérdida. Al verme obligada a elegir un camino más arriesgado, empecé a comprender que podía salir ganando. Cuanta más inteligencia haya en juego, mejor es, siempre y cuando la pasión, la conexión física y emocional, se manifieste, esté presente.
Los ensayos residen en la cabeza, no tienen cuerpo como las historias: de ahí que a largo plazo los ensayos no me satisfagan. Pero ejercitar la cabeza es mejor que nada: doy fe de ello ahora mismo, al hacer que una secuencia de palabras corra por el laberinto del día (un laberinto muy simple: una o dos elecciones, un trocito de pienso por toda recompensa). Cualquier secuencia de palabras conectadas de manera significativa es mejor que ninguna.
Si puedo encontrar un sentido fuerte en las palabras o conferírselo, tanto mejor; no importa si el sentido es intelectual, como ahora, o inherente a la música, en cuyo caso, ¡ojalá!, estaría escribiendo poesía.
Lo mejor de todo sucede cuando las palabras encuentran cuerpo y empiezan a contar una historia.
Más arriba dije «ser» alguien, «contar con la persona», «encontrar a la persona». Ese es el misterio.
Utilizo el verbo «tener» no en el sentido de tener un bebé, sino en el de tener un cuerpo. Tener un cuerpo es encarnar a alguien. La encarnación es la clave.
Mis proyectos de historias que no se convierten en historias carecen de esa clave: la persona o la gente sobre la que trata la historia, el corazón, el alma, la interioridad encarnada de una persona o varias. Cuando trabajo en una historia que luego no cuaja, me pongo a inventar personas. Podría describirlas de la manera en que aconsejan hacerlo los manuales de escritura. Conozco la función que desempeñan en la historia. Escribo sobre ellas; pero no las encuentro, o no me encuentran ellas a mí. No habitan en mi interior, ni yo en el suyo. No las tengo. Carecen de cuerpo. Y en consecuencia no tengo una historia.
Pero en cuanto establezco una conexión interior con el personaje, lo conozco en cuerpo y alma, tengo a la persona, soy esa persona. Tener a la persona (y con la persona, misteriosamente, llega el nombre) es tener la historia. Luego puedo empezar a escribir la historia directamente, confiando en que la persona sabe adónde va, qué pasará, de qué va todo.
Es un procedimiento muy arriesgado, pero hoy en día me funciona más a menudo de lo que solía hacerlo. Y el resultado es una historia de una sola pieza, que carece de elementos forzados o superfinos, que no se deja llevar por la opinión, la voluntad, el miedo (a la falta de popularidad, la censura, el editor, el mercado o lo que sea) ni otras irrelevancias.
Así que mi búsqueda de una historia, cuando me impaciento, no consiste tanto en buscar un tema o nexo o resonancia o espaciotiempo (aunque todo eso forma parte del proceso o lo hará en su debido momento) cuanto en esperar un encuentro con un desconocido. Paseo por un paisaje mental en busca de alguien, un Anciano Marinero o una señorita Bates, que empezarán (casi con toda seguridad no cuando lo desee yo, ni cuando los invite a entrar, no cuando anhele su presencia, sino en el momento más inconveniente e imposible) a contarme sus historias y no me soltarán hasta que no terminen de hacerlo.
Los momentos en los que nadie recorre el paisaje son silenciosos y solitarios. Pueden prolongarse durante mucho tiempo, hasta que llego a pensar que no volverá a haber nadie salvo una estúpida anciana que antes escribía libros. Pero de nada sirve tratar de poblar el paisaje a voluntad. La gente llega solo cuando está dispuesta, y no responde a ninguna llamada. Responde con silencio.
Ahora muchos escritores llaman «bloqueo» a cualquier periodo de silencio.
¿No sería mejor considerarlo una limpieza? ¿Una manera de seguir adelante hasta que uno llegue ahí adonde necesita estar?
Si quiero escribir y no tengo nada que escribir, me siento en efecto bloqueada, o más bien atragantada: llena de energía, pero sin nada en que emplearla, con pleno conocimiento de mi oficio, pero sin saber qué uso darle. Es frustrante, agotador, exasperante. Pero si lleno el silencio con un ruido continuo, escribiendo lo que sea con tal de escribir algo, forzando la voluntad para inventar situaciones de historias, puedo bloquearme aún más. Es mejor quedarse quieta y esperar y escuchar el silencio. Es mejor hacer alguna clase de labor que obligue al cuerpo a seguir un ritmo, sin ocupar la mente con palabras.
Llamo a esa espera «tratar de oír la voz». Siempre ha sido eso, una voz. Lo fue en «Hernes», en todo el proceso de escritura, cuando esperaba y esperaba, y entonces la voz de una de las mujeres venía y hablaba a través de mí.
Pero es algo más que una voz. Es un saber del cuerpo. El cuerpo es la historia; la voz la cuenta.

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Por Ursula K. Le Guin