En uno de esos momentos en que quería escribir una historia pero no se me ocurría ninguna, me puse a pensar en las primeras palabras de Anna Karenina, que se citan muy a menudo como si fueran verdaderas, y decidí que era hora de apuntar mis ideas al respecto\ dado que no tenía nada mejor que hacer. Después de un tiempo se publicaron en la Michigan Quarterly Review.
Antes era demasiado respetuosa como para disentir de Tolstói, pero pasados los sesenta años se me atrofió la facultad del respeto. Además, en algún momento de los últimos cuarenta años empecé a cuestionar el respeto que sentía Tolstói por la vida. Todo el mundo puede equivocarse al contraer matrimonio, ni que decir tiene. Pero me da la impresión de que, más allá de con qué mujer se casara, Tolstói la habría respetado solo en ciertos aspectos, aunque esperaba que ella lo respetara en todo aspecto. Respecto de ello, estoy en contra de Tolstói; y eso hace más fácil, en primer lugar, disentir de él, y en segundo, decirlo.
Transcurrió un buen lapso de tiempo entre el primer lugar y el segundo: años. Pero también hubo un periodo de años antes de llegar al primer lugar, antes de disentir, de lograr la habilidad de estar en contra. En todos esos años, desde que yo tenía unos catorce y lo leí por primera vez hasta que hube entrado en la cuarentena, estuve, por así decirlo, casada con Tolstói; fui una esposa fiel. Aunque por fortuna no debía copiar sus manuscritos seis veces a mano, leí y releí sus libros con placer y entusiasmo. Lo respetaba sin nunca preguntar o preguntarme si él, por así decirlo, me respetaba a mí. Cuando E. M. Forster, en un ensayo sobre Tolstói, me dijo que no, contesté: ¡Está en todo su derecho!
Y si E. M. Forster hubiera preguntado: ¿Y qué le da ese derecho?, yo habría contestado sencillamente: El genio.
Pero E. M. Forster no preguntó; mejor así, sin duda, porque probablemente me habría preguntado qué quería decir con genio.
Creo que lo que quería decir con genio era que, a mi entender, Tolstói realmente sabía de qué hablaba, a diferencia de todos nosotros.
Sin embargo, en algún momento, al cumplir los cuarenta o por esas fechas, empecé a preguntarme si realmente sabía de qué hablaba más que cualquier otra persona, o si lo que sabía mejor que nadie era cómo hablar de ello. Las dos cosas se confunden con facilidad.
Así pues, con discreción, para mis adentros, rodeada por los suaves y comprensivos murmullos de las feministas, empecé a hacer preguntas insolentes sobre Tolstói. En público seguía siendo una esposa fiel y amorosa que respetaba plenamente sus opiniones y su arte, Pero las preguntas tácitas, el disenso mudo seguían estando presentes. Y lo no dicho, como bien se sabe, tiende a fortalecerse, a madurar y a enriquecerse con los años, como un vino sin descorchar. Por supuesto, puede convertirse en vinagre freudiano. Algunos pensamientos y sentimientos se avinagran muy rápidamente y deben desecharse de inmediato. Algunos siguen fermentando dentro de la botella hasta que estallan, provocando una explosión de astillas asesinas. Pero un sentimiento con cuerpo, con un buen corcho, solo se hace más profundo y complejo mientras reposa en el fondo de la bodega. Lo difícil es saber cómo destapar la botella.
Pues bien. Estoy lista. La gran primera oración del primer capítulo del gran libro —no el más grande, pero quizá el segundo más grande— es, sí, digámoslo al unísono: «Todas las familias felices se parecen; las familias desdichadas son desdichadas a su manera». Las traducciones varían, pero no significativamente.
La gente cita esa oración con tanta frecuencia que parecería considerarla satisfactoria; pero a mí no me satisface ni lo ha hecho nunca. Y hace cosa de veinte años empecé a admitir la insatisfacción para mis adentros. Esas familias felices de las que habla Tolstói tan confiado, para descartarlas por parecidas, ¿dónde están? ¿Eran mucho más comunes en el siglo XX? ¿Conocía el escritor una gran cantidad de familias felices entre la nobleza rusa, o la clase media, o el campesinado, todas ellas parecidas? Me parece tan improbable que me pregunto si conocería unas pocas familias felices, lo que no es imposible; pero que esas pocas familias fueran todas parecidas se me antoja muy, pero que muy poco plausible. ¿Era su propia familia feliz, bien la familia en la que creció o la que formó? ¿Conocía una familia, una sola, que pudiera llamarse con toda honestidad feliz durante un periodo sustancial de tiempo, en su conjunto y miembro por miembro? De ser así, conocía una familia más que la mayoría de nosotros.
No me estoy dando tono con mi cinismo de sexagenaria, por mucho que me enorgullezca de ello. Admito que una familia puede ser feliz, si por ejemplo sus miembros tienen buena salud, buen ánimo y buen carácter al estar juntos un tiempo bastante largo; una semana, un mes, incluso más. Y si entramos en comparaciones, no cabe duda de que algunas familias son mucho más felices que otras, en general y durante años seguidos, pues hay muchísimas familias muy desdichadas. Muchas de las personas con las que he hablado del tema fueron de un modo u otro desdichadas en la infancia; y quizá la mayoría de la gente, aunque está muy unida a sus parientes y recuerda momentos jubilosos con ellos, no llamaría a su familia feliz. «Tuvimos muy buenos momentos», dicen.
Crecí en una familia que, en líneas generales, parece haber sido más feliz que la mayoría; aun así, me parece falso —una devaluación intolerable de la realidad— llamarla simplemente feliz. El coste y la complejidad enormes de esa «felicidad», el hecho de que dependía de una subestructura de sacrificios, represiones, secretos, elecciones o renuncias, oportunidades que se aprovechaban o que se dejaban pasar, momentos de sopesar males mayores o menores (lágrimas, miedos, migrañas, injusticias, censuras, peleas, mentiras, enfados, crueldades implícitas), ¿todo ello debería hacerse a un lado, barrerse debajo del tapete con la escoba veloz de una frase tontorrona, «una familia feliz»?
¿Y por qué? ¿Para sugerir que la felicidad es fácil, poco profunda, ordinaria, algo común sobre lo que no merece la pena escribir una novela? ¿Mientras que la desdicha es compleja, profunda, difícil de definir, inusual, incluso única y por lo tanto un tema noble para un novelista grande y único?
Me parece una idea muy boba. Pero, boba o no, lleva décadas imponiéndose entre los novelistas y los críticos. Muchos novelistas se retorcerían de vergüenza si los reseñistas los sorprendieran escribiendo sobre familias felices, familias como otras cualesquiera, gente como los demás, y lo que es aún peor, los críticos están alertas a la felicidad en las novelas para descartarla por banal, sentimental o (dicho de otro modo) femenina.
Cómo se ha vuelto la cosa cuestión de género, no lo sé, pero es así. La división en géneros supone que los lectores masculinos tienen una naturaleza fuerte, resistente, deseosa de realidad, mientras que las lectoras anhelan ser consoladas todo el rato con tibias gotas de felicidad: conejitos de peluche.
Eso es cierto en el caso de algunas mujeres. Las hay que nunca han sentido un resplandor de felicidad más fuerte que el de un conejito de peluche y, por lo tanto, se rodean de conejitos de peluche, ficticios o verdaderos. En ese sentido son quizá más afortunadas que los hombres, a quienes no se les permite tener conejitos de peluche en absoluto, sino solo chicas vestidas de conejitas. En cualquier caso, ¿quién se atrevería a culparlos, a unos y a otras? Yo no. Todo aquel que haya tenido el privilegio de conocer la felicidad real, sólida, sin peluche, y que se deje intimidar por un novelista o crítico que le quiera hacer creer que no debería leer sobre la felicidad porque es más ordinaria que la desdicha, inferior a la desdicha, menos interesante que la desdicha… Pero ¿adonde me lleva la sintaxis? A emitir juicios. Me desenredaré en silencio.
En ningún lugar se ve tan clara la falsedad de la famosa oración de Tolstói como en las novelas del propio Tolstói, incluida aquella a la que pertenece esa oración. La familia de Dolly, que se nos presenta como desdichada, es a mi entender una familia bastante feliz, en términos realistas. Dolly y los niños son amables, están contentos y a menudo se divierten juntos; y marido y mujer tienen sin duda sus buenos momentos, por mucho que él se meta en estúpidos líos de faldas. En Guerra y paz, los Rostov pueden describirse como una familia feliz cuando los conocemos; son ricos, sanos, generosos, amables, están llenos de pasiones y sus contrarios, llenos de vitalidad, energía y amor. Pero los Rostov no se «parecen» a nadie; son idiosincrásicos, impredecibles, incomparables. El viejo conde dilapida la herencia de sus hijos y la condesa enferma de preocupaciones; Moscú se incendia; Natasha se enamora de un apático, por poco no escapa con un cretino, se casa y se convierte en una idiota cerda de cría; Petya muere sin sentido en la guerra a los dieciséis años. ¡Qué diversión! ¡Conejitos de peluche por doquier!
Tolstói sabía qué era la felicidad: lo rara, difícil de conseguir y complicada de conservar que es. Más aún, tenía la habilidad de describir la felicidad, un don poco frecuente que confiere a sus novelas buena parte de su extraordinaria belleza. No sé por qué negó ese saber en su famosa oración. Era propenso a mentir y negar, quizá más que los novelistas menos importantes. Tenía más cosas sobre las que mentir; y su cruel cristianismo abstracto lo llevó a negar de mil formas aquello que en su narrativa identificaba y presentaba como verdadero. Así que quizá solo se estaba dando tono. Le valió una primera oración estupenda.
Mi próximo ensayo versará sobre si quiero que un desconocido me proponga llamarlo Ismael.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Todas las familias felices
Por Ursula K. Le Guin
En "Contar es escuchar", Círculo de Tiza, 2017, 300 páginas