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"Nina Asturriaga"
Vicente Urbistondo. Barcelona, Argos Vergara S.A. 1984

Por Carmen Foxley
Publicado en Revista Chilena de Literatura. N° 26, noviembre de 1985





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Vicente Urbistondo es un escritor chileno que vive en Estados Unidos hace muchos años dedicado a la pintura y la crítica literaria, de arte y de cine. En Chile no lo conocemos y ya se nos olvidó que proviene de Punta Arenas donde nació en 1929. Sabemos si con exactitud que es el autor de este curioso y extenso libro con propósitos memorialistas e históricos. Nina Asturriaga es el personaje que da el título a la novela, y que ocupa el centro de la enigmática y borrosa escena del acontecer social e histórico que se despliega entre el gobierno del Frente Popular y el de la Unidad Popular en Chile de los años treinta y ocho a setenta y dos. Nina Asturriaga es un personaje de tintes decididamente melodramáticos y folletinescos. Es hija natural de un aristócrata castellano-vasco y una actriz de radioteatro de esforzada clase media, y centro de todas las miradas y habladurías de un círculo social distinguido y decadente que se ve a si mismo como guardián del buen gusto, pero está más preocupado de los apellidos, el que dirán y el lugar que creen que les corresponde en una sociedad dividida en clases definitivamente excluyentes, y ciega al valor intrínseco de las personas y a sus particularidades individuales. La situación de Nina Asturriaga, y no su personalidad caracterizada superficialmente porque no es una novela psicológica, lo que le reprochan los críticos, pretende ser la cifra que permita dilucidar aspectos del enigma que representa para el cronista de esta historia, este personaje, especie de luminaria hollywoodense en boca de todos, y que posa gustosa de primera figura seductora, frágil y desafiante a la vez. Su andar inseguro, sus largas pestañas y voz gangosa, su pose de actriz cinematográfica de hombro desnudo, su vitalidad, ingenio y hermosura la hacen centro de las miradas y de la maledicencia de una sociedad que hace y deshace los destinos en base a rumores, murmuraciones y roles asignados a sus miembros. Dentro de esa lógica determinista de comportamiento social la mujer sólo puede permitirse dos opciones, la de Virgen o la de Pecadora, y así lo enfatiza el cronista: “Nina y tantas otras menos afortunadas, oscilaron en su tiempo, como sus descendientes de ahora, entre la que fue bendita entre todas las mujeres y la Colonial Princesa del Infierno (la Quintrala) que desvistió sus tentadoras carnes, regada de sangre alemana y española con gotas de sangre araucana, a toda suerte de varones ...” (581). Dos roles femeninos que no conducen sino a ocupar el lugar social de la Víctima. Y aunque la protagonista huye de esa predeterminación tratando de conciliar la frivolidad irreflexiva y cierta dignidad, fracasa y cae voluntariamente en ese rol en un arrebato inconducente y fatal. Es la víctima de la estrechez de miras, la maledicencia, pero también de su propia debilidad, su abulia, temor, vergüenza y soledad, sumadas a la tuberculosis a lo Marguerite Gauthier que padece. ¡Un delirio folletinesco con todas las de la ley! Y así, en cierta ocasión no parecen quedarle otras alternativas que aceptar un viaje a Estados Unidos en calidad de amante del atractivo cónsul de ese país o entregarse a los amores de un seductor latino, burócrata, sin escrúpulos y bravucón. A pesar de la irracionalidad del gesto le parece esto último mas digno, que ceder sin poder decidir su destino con libertad.

Por otra parte, y para completar el cuadro social, los únicos roles masculinos de la novela son el de macho desembozadamente prepotente o protector, y el de ambiguo homosexual, a veces sensible, culto y fino, a veces intrigante y amanerado, pero siempre indefinido y sin lugar. Según el cronista del texto estos personajes permitirían indagar el revés de la trama de la historia nacional y entrever la modalidad de “la épica de la burguesía”. Es evidente un cierto reduccionismo en la visión de mundo que se desprende de la historia contada, pero es bastante interesante y valioso el modo de contarla, salvo tal vez la falta de énfasis en el propósito paródico, si lo hay, puesto que a menudo la imitación de ciertos modos de hablar recargados y anacrónicos se despliega con demasiada seriedad, haciendo la lectura fatigosa e irritante. Es interesante, a pesar del exceso, porque consigue que los personajes se definan por el registro de su habla o su escritura sin necesidad de mayores explicaciones. El autor se maneja con mucha soltura y talento a ese nivel, de modo que el chismorreo social propio del parodiado modelo del folletín se transforma en documento sociológico y cultural históricamente acotado, y que debería posibilitar el esclarecimiento parcial del comportamiento social de un pueblo.

Ahora, el resultado de conjunto del trabajo escritural del texto es de un abigarramiento y barroquismo adecuados, según el cronista textual, para crear “una cierta felicidad de las palabras que lo acerquen a un lenguaje soñado de frescura anticipatoria que pinte un mundo Adánico con una lengua para todos” (68), y con esto denegar desde los ademanes de la escritura las manías clasistas y excluyentes de la sociedad chilena pero, más que conseguir ese efecto, que si lo consigue al referirse a Cuba Lezama Lima de la generación anterior, se construye aquí una suerte de lenguaje común cuya constante es el exceso, la sofisticación y el amaneramiento propios del “meteco”, el que, según algunos de nuestros escritores es un rasgo definitorio del latinoamericano, y se caracteriza por un cierto arribismo y ambigüedad cultural que nos impide la sencillez y la autoctonía. No veo otro sentido para las continuas citas cultas, textos en inglés o francés y muestrario de jergas o ideolectos sociales que van construyendo un discurso denso y muchas veces difícil de seguir.

Y por último, el libro coincide en la modalidad de la enunciación con algunas notables novelas hispanoamericanas postboom. Estoy pensando particularmente en “La Casa de las Mil Vírgenes” de Arturo Azuela o “El Rincón de los Niños” de Cristián Huneeus. En estas novelas un sujeto ubicuo es el cronista, editor y soporte del acto de narrar, voluntariamente ambiguo e indiferenciado de otra instancia de enunciación intradiegética. En Nina Asturriaga, de la del memorialista doctor Alonso Carrera Llona quien a su vez escribe en base a textos ajenos, como las notas de Sergito Aguirre, los textos de Felicia y Rebeca, y los relatos orales de muchos informantes citados textualmente, plagiados, corregidos o modificados por él , de modo que el propósito de veracidad y exactitud propios de la crónica histórica y realista se transforma en versión libre e invención. Se desmienten con ello los propósitos del memorialista del texto, quien declara: “La historia de Nina Asturriaga es historia, novela no... ¡a menos que todo lo que pasó y se escribe acabe siendo literatura! En ese caso el memorialista se aferra a aquellos hechos de que dejaron testimonio los que la conocieron” (67). Y se consigue con esta técnica exhibir la problematización del género, y del ubicuo sujeto que narra, voluntariamente confundido con el memorialista a quien vemos con claridad sentado frente a la ventana del altillo de su casa, desde la que es testigo de lo que puede ver desde ahí, es decir, la ciudad norteamericana en la que vive y escribe, y no de los hechos narrados de los que es un intérprete y manipulador. Esto hace de la historia y su supuesta verificabilidad meras hipótesis interpretativas, preguntas más que respuestas sobre el período histórico que la novela esta indagando y sobre el problema de narrar, cuestiones tematizadas al interior de la novela. Desde esta perspectiva es sin duda un acierto la selección de la técnica, ya que es la que engendra esa visión, y hace evidente la precariedad y clarividencia de la novela, sobre la que se establece su ambigua función sociológica e historicista.



 

 

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