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          Foto de una acción de arte de la muestra Carnaza de de la poesía de Fernando Prats, 
          protagonizada por un grupo de cóndores.
 
          Foto: Fernando Prats.
         
        Nunca estuve tan alto, nunca fui tanta sangre seca
            Apreciaciones  poéticas sobre Carnaza de la Poesía  Chilena, exposición de Fernando Prats en Galería Patricia Ready
            
                Por Úrsula Starke
        
          
        
          
        
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          Merodean, como cóndores  carroñeros, por mi vida los hombres y yo, que no tuve padre, nunca he sabido  tratarlos como al ave nacional.
              Cartas desde el sanatorio
          
          En  el sueño, un cóndor me picoteaba el ojo izquierdo con insistencia, a pesar que  yo estaba viva. ¿Estaba viva? En el sueño lo estaba, sentía perfectamente como  un cóndor picoteaba mi ojo izquierdo húmedo, justo en la palabra espalda. La montaña a esa altura era Los  Andes y las nubes operaban como una cúpula blanca viva que palpita. Se movían  acompasadamente a la manera de un pulmón, sobre mi cadáver, porque en el sueño  estaba viva pero era el cadáver de un cabrito negro o un animal parecido, así  como ocurre en los sueños, cuando uno es pero no es y lo narras de esta manera:  yo estaba viva pero era un cadáver, pero era un cadáver de cabrito negro, y un  gran cóndor macho picoteaba mi ojo izquierdo húmedo justo en la palabra espalda. La palabra que siempre me ha  dolido más que todas.
           Entonces,  de pronto, pude ver la escena desde arriba. El breve pasto recién nacido  verdeaba todo lo que no era tierra o sangre seca, porque no podía estar segura  qué materia era aquella mancha oscura, si tierra o sangre seca. Podrían haber  ser lo mismo, ambas entregan un dramatismo tal al conjunto que no importa  detenernos en esta parte. Pero me voy a detener igual, era sangre seca, sí, de  mi cadáver de cabrito negro. Tanta sangre seca, no podía creer que fuera  posible derramar tanta sangre por la yugular o la aorta. Seguramente era toda  mi sangre, seguramente mi cadáver ya estaba vaciado sobre esa altura donde la  montaña es Los Andes. Ahí fue cuando llegaron los otros cóndores.
           Y en  el sueño picoteaban con insistencia cientos de palabras, pero no solo de mi  cadáver, sino de los cadáveres de muchos otros cabritos negros ¿Quiénes eran  los otros cabritos negros? Sangre seca, pasto, yuyos, y palabras como estrellas  que volaban entre el aleteo de los cóndores en una danza que yo sabía milenaria  en el sueño. Ahora no puedo explicarla bien, pero en el sueño podía explicarla  milenaria como todas las danzas donde se mata. Porque lo milenario es la  muerte. Nuestra muerte como carnaza hecha de palabras. Palabras prestadas.  Palabras que los cóndores estaban tomando de vuelta desde nuestros cadáveres de  cabritos negros. Y luego todo se sentía más liviano, más puro, más honesto. Ya  sin palabras todos éramos inocentes y libres.
           Y  los cóndores se retiraban satisfechos de abandonar nuestros huesos a la  intemperie, diciendo nosotros somos los  dueños de estas palabras, tu espalda no es más que el trazo exacto de la tierra  sobre la memoria y no al revés, tu espalda no es una palabra, es una huella que  no se elige, porque estaba ahí desde antes de tu muerte y seguirá estando.
           Al  despertar, todo seguía igual. La palabra espalda seguía donde mismo, doliendo, como una gran herida longitudinal abierta.