5. Búho. (Bubo bubo)
Cuando al bosque la noche
con su capa negra penetra,
y rinden su sólida vigilia
los extenuados seres silvestres,
y ya no más que espeso silencio,
nada más que el soliloquio del agua
o el invisible roce de la brisa,
eleva de pronto el búho sus claves,
su idioma que la luna entiende
y enhebra con sus rayos de plata.
Y la noche muerta mira,
la noche mira por dos pupilas
fijas, redondas, centelleantes,
clavadas, sumergidas en su hipnosis,
como si la luna hubiera abierto
dos orificios de fiebre en la sombra,
o llamearan dos ascuas insomnes
desde las vetas del fósforo.
El búho en la densa tiniebla
abre su imperceptible vuelo,
y parece el ángel de la muerte
cayendo sobre aterradas criaturas.
O un espíritu de ultratumba
cerniendo su entidad extinta
sobre nocturnos transeúntes.
Y el bosque sumergido en su mutismo
calla cuando el señor de la noche
cruza con sus ojos delirantes,
cruza escrutando todo lo viviente.
8. Ardilla. (Scirius vulgaris)
Gracioso pícaro de la arboleda
deslizándote de rama en rama
como un equilibrista de la altura
brincando, trepando, haciendo piruetas,
libre de vértigo en el trapecio
de las frondosas encinas,
audaces tus menudas patas
columpiando tu cuerpo en el aire,
alegre en la libre atmósfera desnuda.
Cuando tu caudaloso rabo flamea
volando tras tu regocijo
por las altas copas de los arces,
o cuando asoma tu inocente testa
como una cimera de piel juguetona,
o pende de ti indiferente
continuando tu magnético pelaje,
¡qué noble elegancia de líneas
uncido a ti como un cometa cautivo!
¿Dónde ocultas tus trazas en el bosque,
dónde está tu nido de gimnasta
balanceándose en los aires,
atiborrado de cónicos frutos,
tu despensa de rubicundas bellotas?
¿Dónde amamantas tu lúdica prole,
tus aprendices de magos del aire
desplegando ya sus gimnastas atributos,
con sus ojos cupulares
y su vientre como una mancha de nieve?
¿Dónde iremos a buscarte, gracioso,
cuando el frío descoyunte la arboleda,
y una gran alfombra alba se extienda
asediando tus menudas resistencias?
9. Castor. (Castor fiber)
Tu saber de alta ingeniería
heredó los viejos diplomas
de constructores hoy sumergidos,
cuyo hidráulico domicilio
sobrevivió las edades del saurio
porfiando en las ciénagas del pleistoceno.
Al nudo de la corriente
arroja tu ojo mensor
un bosquejo de vegetal alcázar,
y a las fluviales raíces
de esbeltos centinelas forestales
amarra tu atávico instinto
tu hogar de lodo sobre enramada.
Una bóveda silvestre
se eleva sobre el nido
de vegetal argamasa,
y he allí tu fortaleza
de señor fluvial erigida
en mitad de las rápidas aguas.
Por la bosqueril ribera
con tus dentales atributos
estrangulando mudos testigos,
derribando egregios patriarcas,
desmenuzando olorosas materias.
Y rama sobre rama tu juicio
doblega el músculo de la corriente
y obliga el nivel del agua.
Nadie más que tu atávico instinto
conoce el lugar sumergido
de acceso a tu insular alcázar.
Inaccesible es tu reino,
tú, ingeniero de alta escuela,
fluvial leñador diseñando
en tu hidráulico domicilio.
13. Erizo. (Erinacëus)
Hace sesenta millones de años
emergieron tus minúsculas orejas
a capturar los ruidos de la noche,
y desde entonces tus prehistóricas patas
hollan la ruta de prófugos insectos.
A tu olfato inverosímil
van a parar incorpóreas substancias
como invisibles señales de vida,
y un reguero de luz imperceptible
guía tus pesados pasos
de cazador nocturno.
Cómo no amar tu ingenua existencia,
pequeña fortaleza andante,
cómo no sucumbir ante el rictus
de extrema inocencia de tus ojos
apenas emergentes en la espesura.
Un mar de apretadas lanzas
brama su aguda amenaza
erizando sus hostilidades
de dura córnea inquebrantable.
Ovíllate de púas aceradas,
envuélvete de un cerco impenetrable,
rodea tu exigua figura
de un valladar de afiladas puntas,
huye a tu armadura de espinas
cuando afilados colmillos te acosen.
El otoño se te ha echado encima,
y tu nariz de sensitivos sensores
agudiza sus sutiles filigranas
tras las etéreas huellas disueltas.
Largo será tu clandestino sueño
sumergido bajo yesca y hojarasca,
profundamente hundido en el invierno,
mientras afuera la nieve prorrumpe
en ráfagas de gélida inclemencia
estrangulando el tránsito de alas y patas.
No despiertes en el mundo, pequeño,
no abras tus ojos en la luz enferma,
retrotrae tu cerrado sueño
a la edad rebosante de climas,
a la edad cuando el viejo planeta
irradiaba su fresca salud en torrentes,
en bosques de embalsamado aliento,
en integridad de la madre silvestre.
19. Jabalí. (Sus scropha)
Por los húmedos bosques de Europa
bandas de maleantes merodean,
y someten a un alto tributo
los huertos y sembrados aledaños.
Cruzan en formaciones tribales,
y a su paso sucumben cercas,
colonias de patatas sumergidas,
rubicundos maizales rojos,
bulbos de subterránea protuberancia.
En vano lidia la acribia del frío
contra su piel de cerdas erizada,
dura de corteza y resistencias.
Su trompa de golpe interrumpida
busca en el áspero suelo sus presas,
desenterrando frutos clandestinos
inmersos en la maraña del subsuelo.
No les veréis transitar por las sendas
de espinales y duros abrojos,
que sólo sus estoicas patas
arrostran con su incansable trote.
No les hallaréis si vais tras sus huellas
a través de indómitas rutas,
que apenas el puercoespín, o el erizo
y el riguroso tejón seguirían.
Pero si encontráis su salvaje figura
reunida de cerdas y gruñidos
detrás de sus dos puñales curvos,
no acerquéis vuestra amenaza a sus cerdas,
no toquéis su intimidad silvestre,
no desafiéis los espíritus del bosque.
26. Mapache. (Procyon lotor)
Cuando el bosque se retira del mundo
y penetra, solemne, en la noche,
abren los seres silvestres los sellos
de sus abstrusos escondrijos, y empieza
la nocturna mascarada en la floresta.
Entonces, de rama en rama, impetuoso,
anónimamente inconfundible
tras su careta de ladrón nocturno,
asoma el mapache su nariz osuna
y sus orejas succionantes,
y llena el salón obscuro con sus pleitos.
Hacia el oso iba su forma, sin duda,
con sus garras de aguda navaja
y su cráneo ursino adelgazado.
Pero el clima interrumpió sus afanes,
y detuvo su curso impetuoso
en las cercanías de la zarigüeya,
adscribiéndole la noche y sus recintos.
Entonces se echó el antifaz, de vergüenza,
y tras la víspera, furtivo, misterioso,
despliega el mapache sus incursiones
de castigo contra sus denigradores.
Lleno de dignidad el gesto,
con su nobleza de plantígrado inconcluso,
lava, prolijo, en el arroyo su bocado
y se yergue en su inequívoco atavismo.
Cuidáos de él, plumíferos del bosque,
ratas nocturnas de la floresta,
peces condecorados de escamas,
habitantes todos de la noche despierta,
porque el mapache va, truhán enmascarado,
con su saco de ladrón por la enramada
recolectando sonámbulos transeúntes.
34. Cuervo. (Corvus corax)
Fatídico heraldo de nocturna capa
graznando funestos mensajes
con tu curvo pico pulsado,
¿quién ha muerto en la tribu,
qué novia se despeñó en la muerte,
dónde lucha un agónico contra la parca?
Ya Edgar escuchó tus apotegmas,
y toda la noche tembló su pluma
traduciendo cifradas congojas.
Mas yo te conmino, pájaro adusto:
sacude la negra leyenda
de tu equívoca forma luctuosa,
vuela tu vuelo sombrío
agitando tus alas difamadas
con ira de secular inculpado,
con estrépito de vendaval airado,
hasta que tu color mortuorio
degrade su substancia amarga,
hasta que tu idioma de luto
se desgrane en notas neutrales.
Porque dulce es la maternidad
de tus plumas sobre la corvada,
tibio de amor tu vientre combado
irradiando la vida en oleadas.
Con la aurora levanta el vuelo
tu abanico obscuro plegado,
y raudo en evoluciones
se precipita tu pico arqueado
a la caza del sustento matutino.
Vocinglero es tu hogar en hambrientas gargantas.
¿Por qué ha recaído en tu ingenua existencia
el estigma de heraldo de la muerte?
¿Por qué, tierno pájaro obscuro,
huyen de tu graznido los seres
y te abruman de negras calumnias?
¿Por qué, cuervo, eres el chivo expiatorio?
36. Cernícalo. (Falco tinnunculus)
El cernícalo cierne su vuelo,
cierne sus plumas nerviosas,
cimbra en el aire su cuerpo
atisbando el movimiento
de orejas, patas y rabos.
Veloz a campo traviesa,
celérico en evoluciones,
inaudita su destreza
de precipitarse a su presa
y derribarla de un golpe.
Recolector de ratones
en todo el silvestre espectro,
tu ojo avizor recorre
los más secretos rincones
atrapando movimientos.
Al nido con los despojos
de tu botín desdichado,
los picos de tus cachorros
entrenarán su cerrojo
de duro hueso curvado.
En el aire tus maromas,
tu gimnasia en contorsiones,
tu larga y esbelta cola
gobernando la derrota
de tu centelleante estoque.
El cernícalo se cierne,
cimbra su peso en el aire,
su plumaje se estremece
batiéndose sin moverse,
permaneciente y viajante.
45. Ciervo volante. (Lucanus cervus)
El ciervo volante depuso
en la enferma madera racimos
de minúsculos frutos ovales,
de cuya alucinante entraña
asomó la larva su existencia.
De enfermas fibras vegetales
arranca la larva su sustento,
sumergida en la humedad gestaria,
y envuelta en su tibio capullo,
cae a la crisálida como a un sueño,
a un lento, lento sueño alucinante,
y a finales del sol cuaja el milagro:
el ciervo volante asoma sus tenazas.
Soberbio titán del sotobosque,
tu figura real cruza la hojarasca,
y a tu paso los escarabajos
te aclaman en su duro silencio,
sobrecogidos de un sacro respeto
ante tu monarcal instrumento.
En el fogoso atardecer de estío,
se oye un zumbido entrecortado
trizar los espacios forestales
a la búsqueda de la hembra en celo,
y en un espectáculo telúrico
el acoplamiento del ciervo volante
sujeta a la cierva con su cornamenta.
En los viejos bosques encinales
sentó sus reales marrón obscuro,
y de los estigmas de la madera
liba el néctar de vegetal aroma
como una ambrosía de dioses agrarios,
hasta emborracharse en la silvestre orgía,
hasta regresar al sueño de la infancia,
a la crisálida alucinante.
45. Escarabajo sepulturero. (Necrophorus vestigator)
La sociedad de los escarabajos
te declaró sepulturero oficial
de la microfauna del bosque,
con facultades plenipotenciarias
para inhumar incluso los domingos
y decorar el cadáver con tus huevos.
Un cortejo de insectos cabizbajos
asiste en silencio al sepelio,
y cava con honda emoción la tierra
depositando al finado en su huesa.
De pronto estalla en hostilidades
la gran hembra de lomo manchado,
y el cortejo fúnebre se disuelve
dejando al matrimonio con su muerto
en el interior de la tierra hambrienta.
Como amarillas perlas ovaladas
depone la hembra apretados racimos
en la entraña nutricia del cadáver,
y los diminutos fetos ciegos
cumplen las disposiciones silvestres,
y devuelven la vida muerta a la vida,
en un proceso necrogastronómico
de complejos vínculos y claves.
Miles de años ha trabajado natura
para dotar tus espirales antenas
de tal percepción olfatoria
sincronizada al hedor de la muerte,
sabueso-policía de salubridad
y desechos orgánicos del bosque.
Si alguna vez me muero en la floresta,
será un sepelio con toda tu tribu
que cavará mi tumba en la espesura,
y me rociará de sus racimos
devolviéndome a la vida silvestre.
56. Escorpión. (Skorpiones)
A la bóveda sin orillas
confinaron los dioses tu forma
de intrépido gladiador silvestre
flanqueado de sólidas tenazas.
Aguerrida asoma tu figura
por las secas hendiduras de las rocas,
donde tu devoción monástica
buscó su hogar de duro lecho,
lejos del tránsito del peligro.
Desde allí emergen tus patas
al atardecer, cuando las rutas
se pueblan de afanosos transeúntes
tactando el aire con sus antenas.
A tus tijeras de mortal abrazo
caen los coleópteros nocturnos
quebrantadas sus calcáreas corazas,
y todo menudo habitante terrestre
se aparta de tu senda predatora.
El escorpión enarbola su cola
de móviles segmentos añadidos,
y en su final la púa curvada
guarda el brebaje del sueño eterno,
destilado de crueles substancias.
Nadie ose aceptar su desafío
erizado de pinzas y ponzoña,
de espeluznante ser cavernario
moviendo sus patas cimbrantes
al compás de la danza de la muerte.
Por las estériles grietas desliza
su aplastada forma de segmentos,
y regresa a su hogar en la sombra,
profundamente hundido en la piedra.
* * *