Thomas Mann ve con descarnada lucidez la corrosión permanente, diaria,
minuto a minuto, de la vida. En "La Montaña Mágica", describe los aspectos
de la muerte: el decorativo y el de la regeneración constante del ser.
Nos encontramos en el sanatorio, rodeado de montañas y encerrados en un noventa por ciento en los límites de nuestro cuerpo, en contacto permanente con la enfermedad y la muerte.
No existe escapatoria: donde miremos, aparte de nieve y montañas, de enfermos, enfermeras y médicos, muebles fríos y asépticos, todo en un marco de colores blancos, lo demás es cuerpo, Eros y la muerte.
Estamos, por lo tanto, frente a los mayores y eternos problemas de la condición humana. Eros, aunque nos resulte extraño, como dice el Doctor Krokosky, surge estrechamente ligado a la enfermedad, a los estremecimientos de la psiquis y de la carne. Estos tres elementos: Eros, enfermedad y muerte, hipostasiados, constituyen en verdad un solo elemento, y existe un "Eros" de la muerte, como lo existe del sexo.
VIDA Y MUERTE
Existe también un pudor y una atracción ante la muerte de naturaleza erótica. La muerte, al igual que la cópula, radicaliza la vida y es el signo absoluto del mundo de la cultura que espiritualiza, mitifica, sacraliza tanto al ser amado como a la muerte. El amor, antes del sexo, antes del cuerpo, es un juego coreográfico y verbal, estético, lírico, lleno de connotaciones semióticas, representaciones, emociones, prejuicios y tabúes; luego es una vorágine, un vértigo, una huida de la historia, una caída en los abismos de los instintos, del inconsciente y de la violencia donde aparecen, sin máscaras, los Mr. y Mrs. Hyde que llevamos dentro. El hombre y la mujer son igualmente un animal de presa como lo veía Teilhard de Chardin, pero un animal de presa con imaginación, con tabúes y, por lo tanto, con instinto de trasgresión: ojos que miran y se miran a sí mismos, conciencia y autoconciencia.
En el hombre como en el animal, el amor es un acto de violencia. No olvidemos que el Doctor Jekyll, luego de beber la pócima, no sólo asesinaba sino que se convertía en un sádico sexual.
Y la muerte, no es menor radicalidad. El gesto apacible o torturado del rostro del cadáver, el color cetrino de la piel, la mudez y la inmovilidad contrastan en violenta oposición con el ser vivo, y producen igualmente una especie de mareo, de vértigo que se asocia con los abismos insondables de la carne, del cáncer de la descomposición, de la putrefacción. Mann ve con descarnada lucidez la corrosión permanente, diaria, minuto a minuto, de la vida:
¿Qué era pues la vida? Era calor, calor producido por un fenómeno sin sustancia propia que conservaba la forma: era una fiebre de la materia que acompañaba el proceso de la descomposición y de la recomposición incesante de las moléculas de albúmina de una estructura infinitamente complicada e infinitamente ingeniosa. Era el ser que, en realidad, no puede ser, de lo que oscila en un dulce y doloroso vaivén sobre el límite del ser en ese proceso continuo y febril de la descomposición y de la renovación. No era ni siquiera materia ni era espíritu. Era algo de los dos, un fenómeno llevado por la materia, semejante al arco iris sobre la catarata y semejante a la llama. Pero aunque no sacase nada de la materia, era sensual hasta la voluptuosidad y hasta la repugnancia: el impudor de la naturaleza convertida en sensitiva y sensible a ella misma, la forma impúdica del ser. Era una veleidad secreta y sensual en el frío casto del universo, una impureza intimamente voluptuosa de nutrición y excreción, un soplo excretor de ácido carbónico y de sustancias nocivas de procedencia y de naturaleza desconocidas.
LA VOLUNTAD
En los párrafos anteriores se reconoce la gran influencia que sobre Mann tuvo el filósofo Schopenhauer, quien afirmaba que la vida humana y toda vida correspondía a la voluntad, y que ésta pertenecía a la especie y no al individuo, y que esa parte, la voluntad, no muere, sino que se renueva en un continuo proceso de muerte y nacimiento. La mejor imagen para representarse la voluntad, decía el filósofo, era el arco iris que forman las aguas de una cascada: aquél permanece, lo que se mueve y cambia es el líquido que cae, la vida individual, su permanente descomposición y renovación. En La Montaña Mágica, Castorp descubre en la muerte de su abuelo ambos aspectos dentro de la misma muerte: el aspecto decorativo, las flores como símbolo de la realidad canonizada, el crucifijo y los candelabros. Pero a la vez lo otro que se le aparecía muy diferente.
Y era a causa de esa segunda naturaleza de la muerte que se producía el hecho de que el abuelo difunto apareciese tan alejado que, en verdad, no apareciese en modo alguno como abuelo, sino como un muñeco de cera de tamaño natural que la muerte había sustituido a la persona y al que se rendían esos piadosos y fastuosos honores. El que se hallaba tendido allí, o más exactamente, lo que se hallaba tendido allí, no era pues el abuelo mismo; eran unos restos que Hans Castorp sabía perfectamente que no eran de cera, sino hechos de su propia materia, y precisamente en eso estaba lo inconveniente y la escasa tristeza, tan poco triste como son las cosas que conciernen al cuerpo y que no conciernen más que él.
También George Bataille afirmaba que si vemos en los interdictos esenciales el rechazo que opone el ser a la naturaleza, considerada como un derroche de energía viva y como una orgía de aniquilamiento, ya no podemos encontrar diferencia alguna entre la muerte y la sexualidad. "La sexualidad y la muerte no son más que los momentos agudos de una fiesta que la naturaleza celebra con la multitud inagotable de los seres, pues una y otra tienen el sentido del despilfarro ilimitado al que procede la naturaleza en contra del deseo de durar, que es lo propio de cada ser".
En nuestra cultura, la relación de la muerte con la vida y con Eros tiene rasgos fuertemente patógenos, ya que proviene de una concepción individualista, egocéntrica, que separa tajantemente la vida de la muerte y ve en ésta un corte, una discontinuidad y, por lo tanto, una falta, un castigo, un golpe inmerecido a la conciencia de que la vida es un valor único, precioso, irrepetible y no un acontecimiento genérico, habitual de la naturaleza en su incesante proceso de extinción y renovación.
En la cultura griega y en todas las primitivas, Eros aparece ligado al culto al falo, a la germinación, a la festividad que igualmente culmina en la muerte, en Tánatos.
Fragmento del ensayo "Eros, Tánatos y Trasgrsión en "La Montaña Mágica", del libro de
Jaime Valdivieso que se publicará proximamente titulado "El Espejo y la Palabra"
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Eros, Tánatos y Transgresión en "La Montaña Mágica
Por Jaime Valdivieso
Publicado en El Mercurio, 13 de abril de 1997