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René Char: una prodigiosa libertad

Por Víctor Coral

Se cumplen sesenta años de la publicación de Furor y misterio (1948) y veinte de la muerte de su autor, el poeta francés René Char. Un acercamiento a una obra que atraviesa la historia del siglo veinte para fundirse en un manojo de imágenes acaso imperecederas.

 

Cuando uno oye hablar de la poesía del siglo veinte, de lo mejor de ella, inmediatamente piensa en Tierra baldía, de T. S. Eliot; Anábasis, de Saint-John Perse; Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke; Trilce, de César Vallejo. Pero si pudiéramos preguntar por su poemario preferido a algunos de los más grandes pensadores y poetas de ese mismo siglo, como Martin Heidegger, Albert Camus, Georges Bataille y Paul Celan, no hay duda de que nos responderían: Furor y misterio.

Gran parte de la oscuridad y desinterés que ha envuelto a este extenso libro de poemas en prosa, aforismos y reflexiones sobre la poesía, provienen del propio autor, quien durante toda su vida practicó una suerte de ascetismo laico, dedicándose exclusivamente a la creación y desdeñando todo elemento distractor, incluyendo tender los puentes del caso para aspirar a algún gran premio –aunque muy a su pesar fue voceado para el Nobel en los sesenta- o reconocimiento.

La poesía de Char no se restringe a este gran libro, Furor y misterio, pero sí es una buena síntesis de lo mejor de su creación. Se trata de un poemario difícil, relampagueante, pero nunca hermético, ni en el buen sentido ni en el peyorativo. Y es que para Char la poesía siempre fue un espacio donde belleza y verdad debían ir de la mano. Un escenario de claridad e ideas renovadoras.

Sobreviviente de la resistencia europea, Char siempre pensó la escritura como un acto de libertad y a la vez un compromiso ineludible:

Cada una de las letras que componen tu nombre, Belleza, en el cuadro de honor de los suplicios, abraza la llana simplicidad del sol, se inscribe en la frase gigante que cierra el paso al cielo, y se asocia al hombre empecinado en burlar a su destino con ayuda de su contrario indomable: la esperanza (“La rosa de roble”)

Su voz también  se alza contra los versificadores vacíos, contra los diseminadores de superficialidad y cinismo, contra la impostación:

¡cuántos aficionado siguen poniendo a correr por las pistas de un hipódromo situado en el seno del lujoso verano, entre los nobles brutos selectos, a un caballo de coso taurino cuyos intestinos recién cosidos palpitan todavía con un polverío repugnante! Hasta que la embolia dialéctica que fulmina a todo poema elaborado fraudulentamente castigue como se merece a su autor por esta impropiedad inadmisible” (“Partición formal”)

Reflexivo y súbitamente éclatant, con un pie en una trascendencia curiosamente atea y el otro en el maravilloso horror de ser de un hombre hecho de guerra y pasión, de ternura y fuego, Char fue durante toda su existencia el oficiante de su propio ritual, el alquimista de una forma muy propia de asumir el compromiso creador, y aunque se encontró a lo largo de su vida y de su muerte cara a cara con la incomprensión y la mezquindad, nunca se apartó un ápice del camino que él mismo se trazó.

Hoy, varias décadas después, ese camino parece, incluso, el de un visionario: Llegará el tiempo en que las naciones, sobre la rayuela del universo, serán tan estrechamente interdependientes como los órganos de un mismo cuerpo, solidarias en su economía. (“La Francia de las cavernas”)

Como Hanna Arendt lo sugiere, parafraseándolo, en su ensayo “La brecha entre el pasado y el futuro”, la poesía de Char es una herencia que no proviene de ningún testamento. Es más bien el testamento mismo –yo diría- de un futuro donde el poeta “íntegro, ávido, impresionable y temerario se cuidará de simpatizar con las empresas que enajenan el prodigio de la libertad en poesía, es decir, de la inteligencia en la vida”.

Tal vez por ello el autor de El hombre rebelde sentenció con extraordinaria lucidez sobre su poesía: “Poeta de la rebelión y de la libertad, jamás ha aceptado la complacencia ni confundido la rebelión con el capricho”. En un tiempo donde los caprichos predominan sobre la verdad, y donde la complacencia es un sentido común, no hay duda de que su palabra es cada vez más urgente. Como en los tiempos en que luchaba, en cuerpo y verbo, contra los dictados de la muerte fascista. Todo un poeta. Todo un hombre.

 

 

 

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