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Dolor y meditación en «Acróstico deleuziano» de Víctor Coral
Por Francisco Trejo
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La palabra “acróstico”, más allá de su alcance técnico, hace pensar en una palabra o frase sigilosa que discurre en un texto poético; porque, de hecho, es una composición con un verso vertical dentro de un conjunto de versos horizontales. El “verso oculto” se ubica en cualquiera de las dos orillas del poema –o en medio–, como un río que suena aparte, pero en un mismo ecosistema musical. Este fenómeno de comensalismo discursivo es el modelo utilizado en Acróstico deleuziano, último título de Víctor Coral, publicado por Grupo Editorial Mesa Redonda en la ciudad de Lima, en junio del presente año, y reeditado meses después en México por ManoSucia Ediciones, editorial oaxaqueña especializada en la elaboración de libros objeto.
El texto de este poeta peruano nacido en 1968, año de importantes movimientos sociales a nivel mundial, es la suma de diferentes tradiciones, como el poema de largo aliento, el poema vanguardista y el poema filosófico, por mencionar sólo algunas de las más evidentes. Si el acróstico es la revelación de un río vertical, dentro de otro río zigzagueante que recorre la página, desde el título de Coral ya se anuncia su cauce en una relación intertextual con el pensamiento de Gilles Deleuze. La frase del filósofo francés, tramada en el discurso poético al que se abandona la voz lírica, es la siguiente: “Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones. Se está fabricando un buen Dios para movimientos geológicos. En un libro, como en cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentariedad, estratos, territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de desestratificación. Las velocidades comparadas de flujo según esas líneas generan fenómenos de retraso relativo, de viscosidad, o, al contario, de precipitación y de ruptura. […] No hay ninguna diferencia entre aquello de lo que un libro habla y cómo está hecho. Un libro tampoco tiene objeto. En tanto que agenciamiento, sólo está en conexión con otros agenciamientos, en relación con otros cuerpos sin órganos. Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo”.
Si bien es compleja la cita extraída de Mil mesetas (1980), segundo volumen de Capitalismo y esquizofrenia, precedido por El Anti-Edipo (1972), parece clara una preocupación por el concepto de libro y las circunstancias que lo hacen posible como un objeto cultural vinculado con otras sustancias. Sin embargo, aunque el acróstico sugiere prestar atención a la voz de Deleuze, el lector puede prescindir de esta premisa, porque la poesía se impone en el texto y nunca es pájaro asido en su esencia de aliento prolongado. De manera que la cita funciona más como un injerto del que no dependen la ramificación ni el follaje lírico; por ello, cualquier tipo de lector que se acerque al libro puede hacerlo sin el prejuicio de los postulados filosóficos.
En cuanto al contenido de la propuesta de Coral, no se pretende proponer aquí una lectura que señale lo que quiere decir, sino, siguiendo a Deleuze, dar respuesta a la pregunta “¿con qué funciona?”. En este primer acercamiento, algunas trascendencias en el acróstico parecen ser el dolor –su forma más cruda– y la poesía como respuesta al menoscabo, en un contexto de desastre ecológico e indiferencia, canibalismo y problemáticas existenciales. De todo esto, una de las virtudes del libro se encuentra en cómo fue resuelto su discurso, pues ante el dolor se esperaría el modelo elegiaco y no el meditativo; porque lamento es la carne en la prisión del dolor, y no reflexión. Con todo, la elegía puede ser el primer paso hacia una evolución de la persona lírica que comunica el conocimiento del mundo, posterior a la experiencia; posiblemente, porque, frente a este saber, “ya no habrá espacio ni tiempo para ayes”.[1] Y el hecho es valioso, en la medida en que, siguiendo a Rilke, “una obra de arte es buena cuando nace de una necesidad”.
Y ¿cuál es la necesidad de comunicar el conocimiento del dolor en nuestro tiempo? ¿Revertirlo? Tal vez, o simplemente pensarnos seres condicionados a este padecimiento del que es consecuencia el libro de las cosas del mundo, porque “hay en el mundo un Libro, o más exactamente, todo termina en un Libro” y “Líneas retorcidas impotentes somos del final de ese libro abominable”, cuando no “peor que pies de página”. En este ejercicio de abstracción, la voz lírica se dirige a una segunda persona del singular (“también, sin pensar en violaciones y glocks y muertes, solo en esas líneas que definirían lo dominante en ti, droga atiborrada en ti misma, de tu mala suerte que yo llamaría dejadez e inmovilidad estólida”) y brinca repentinamente a la primera del plural (“el lenguaje es ese muro donde seremos acribillados por los silencios, o un desfiladero por el que rodaremos (o nos deslizaremos finalmente)”), como indicio del flujo de conciencia, mediante el cual es imprescindible, a manera de poética, “No pensar en metáforas, no entregarse a imágenes, dejar que estas vengan. Hay una entrega creadora donde la entidad es sólo un dispositivo por el cual ninguna imagen se propala, se genera, sólo sirve como caja proyectiva”.
Se advierte la meditación, como discurso que profundiza en el aprendizaje del sufrimiento y en la disminución de los cuerpos después del sollozo. Esta circunstancia es, acaso, lo que precede al hacer en este mundo donde “no hay conexión entre las partes y el todo”, porque “tenemos con el todo una relación de abandono, de orfandad holística, y peor con los otros, los lisiados, los marginados, los migrados, los excluidos, los viudos”, en suma, con los desasidos que tienen los puños deformes, a lo alto, como las cabezas de una hidra que recuerdan “Los nueve monstruos” de César Vallejo, texto del que hay ecos puntuales en este acróstico, “con el símbolo escarnecido que no aguanta tanto dolor en su lagartija, en su cajón, detrás de su retrato, en su carta ajada”.
La voz lírica reflexiona, critica la realidad y se compromete, tal vez para dar paso, en otra estancia, a la arenga que se logra en el poema de Vallejo para insistir en la acción: “hay, hermanos, muchísimo que hacer” frente al dolor que crece “a treinta minutos por segundo, paso a paso”, porque “la condición del martirio, carnívora, voraz, es el dolor dos veces”. Como un libro, el malestar en el mundo es lo que el ser humano abre cuando piensa, antes de devolver, en forma de ave o de perro, el particular entendimiento. Amor u odio es el dolor en apogeo.
Resultado de esta situación del cuerpo es la poesía, desde sus orígenes. La poesía está ligada al dolor y al lamento, porque, siguiendo a María Zambrano, “la poesía ha sido en todo tiempo, vivir según la carne”, y la carne vive dispersa en las pasiones que alejan al alma de su cometido, que no es otro, sino llegar al logos, digna meta de liberación y unidad del yo. Esta fue la principal causa por la que Platón consideró a los poetas, en un primer momento, como un peligro para la República. Pero, de acuerdo con Zambrano, es la misma carne la que reintegra al poeta a la historia, porque por ella se llega a la unidad también. Si el filósofo consigue la emancipación de su alma por medio de la razón, el poeta lo logra desde el amor, principio que le da unidad a la que antes era carne dispersa en la angustia. Es así como el que canta llega al conocimiento del mundo y consigue dar libertad a su alma. El poeta, con su aflicción siguiéndolo en su sombra, devuelve al mundo aves majestuosas de todo tipo, canoras o rapaces.
Finalmente, después de leer Acróstico deleuziano, se reafirma que el dolor es la casa primera de toda poesía. ¿Por qué leer este libro? Porque es un cuerpo sin órganos que nos involucra a todos, órgano a órgano, en la realidad con problemáticas cruciales: violencia, corrupción, desaparecidos, asesinatos, contingencia ambiental, etc., entre discursos que se exponen o se ocultan, como una frase sustancialmente nociva en los acrósticos de la especie. En el poema extenso de Coral, la carne es la poesía encaminada hacia el canto colectivo. Si hay dolor en el mundo, desde los discursos utilizados por el poder para justificar crímenes de lesa humanidad, el lenguaje poético surge como un ungüento amoroso sobre la carne; pues nadie negará que leer neologismos como “encarruselamiento”, un poema en sí mismo, renueva la existencia en el lenguaje, donde “luz-muerte-escritura-vida-pensar-poesía” es la concatenación de un presente que se piensa para el hacer del porvenir.
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[1] Las citas entrecomilladas en negritas son del texto de Coral. En la reedición de ManoSucia Ediciones, el libro objeto contiene tres piezas: una compuesta por el forro (36x25 cm.), otra con la frase de Deleuze, a manera de epígrafe, y tres breves comentarios de Edgar Saavedra, Cristino Bogado y Alejandro Susti, y una más con el cuerpo del poema, de aproximadamente metro y medio, doblada en tres partes. Por esta razón, el libro no cuenta con páginas numeradas. Es importante, a su vez, destacar la singularidad artística en el papel fabricado por la casa editorial. En este caso, se utilizaron tres diferentes materiales para la elaboración del papel: algodón, fibra de totomoxtle y fibra de yuca. Esta particularidad hace que cada uno de los 20 ejemplares numerados de la reedición sea una pieza única.