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Fernando van de Wyngard | Autores |












Cincuentaiún años de poesía en Bolivia y Chile, 1964-2015.
Entre la angustia de influencia y la angustia de interlocución

Mónica Velásquez Guzmán [1] y Fernando van de Wyngard[2]
Ensayo publicado en la Revista Ciencia y Cultura, Vol. 19, N° 34, Junio de 2015,
de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo”, La Paz, Bolivia.




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RESUMEN
Los autores de este artículo sitúan dos tradiciones poéticas, la chilena y la boliviana, desde la década del sesenta hasta nuestros días. Señalan que ambas mantienen posibilidades de búsqueda y de riesgo, a pesar de un siglo XXI que apuesta por su atemporalidad. Se sostiene que ambas sobreviven a este tiempo adverso a la poesía, guiadas, la tradición chilena por una “angustia de influencia y la boliviana, por una “angustia de interlocución”.

INTRODUCCIÓN
Se debería partir, como paso anterior al establecimiento de una narrativa de nombres y datas, con la pregunta de si Latinoamérica ha conquistado o no una relativa independencia intelectual, es decir, epistemológica (que no material, por cierto), para efectos de sostener condiciones de enunciación propia en los poetas del continente. No nos atrevemos a contestar tal pregunta y sólo la presentamos aquí a modo de llave para una cerradura que los siglos no han dejado de abrir y de cerrar. Y, si aquello fuera posible, cabría proceder con la pregunta siguiente, a saber: ¿desde cuándo, y bajo qué circunstancias?

Lo anterior, debido a que el acto de toma de la palabra como afirmación de la presencia, en la poesía escrita desde suelo americano y, tal vez, como “autodescubrimiento de América” (Liliana Weinberg) por sus propios habitantes –no como algo distinto, sino igual a sí misma y, por ende, inmediata– parecería (hacia entrado el medio siglo con el que empieza este ensayo, por lo muy menos) haber dejado de ser ventrílocua o necesitada de la acción de un tercero otorgador de la investidura simbólica y del revestimiento de su dignidad identitaria.

Habiendo quedado sepultada en un pasado cincuentero la liquidación (con el magistral ensayo de Lezama Lima “La expresión americana”, publicado en La Habana en 1957), si es que no también el cansancio acerca del tema de lo propio, se hizo inteligible el horizonte epocal para una generación poseída por una colosal energía de cambio, para quien su destino se jugaba en las excitantes fronteras consigo misma. La enunciación del sur se hizo manifiesta. Si la propedéutica anterior fue efectiva y permitió girar las batientes del portal imaginario para hablar (y poblar) hacia dentro, ahora ya no sólo era posible mirar de cara al pueblo de donde tal poesía se alzaba (sin espejos que la refractaran), sino encontrar en la articulación del lenguaje el lugar propicio donde escucharse resonar en el espacio de lo socialmente audible (como ocurrió con la novelística para el denominado Boom latinoamericano, aunque mediado en este caso por una industria editorial extraña), como orgulloso tercer mundo, como tercer espacio planetario que se erguía en base a una columna vertebral endógena, y no foránea, la del suelo matriz y la de una “historicidad propia” (constituyendo así una “era imaginaria”, según el concepto creado por Lezama Lima). Siguiendo a Julio Ortega y a Ricardo Loebell, decimos que somos “como dijo Octavio Paz, parte de Occidente aunque lo seamos de un modo excéntrico, es decir, descentrado” (“Poesía latinoamericana” 2011: 197), por el cual “aunque históricamente somos occidentales […], cada vez que queremos mostrar que no lo somos, tenemos, para empezar, que hacerlo en términos absolutamente occidentales” (“…En lugar de utopía” 2000: 54-55).

Al decir “enunciación del sur”, se quiere decir exactamente perteneciente a, y también de, la suridad misma, ya no como momento antagónico respecto a un itinerario fijado por la metrópolis septentrional, sino como encarnación de un propio norte (entendiéndose por éste algo subjetivo, más que geográfico), el que se hallaría dentro, o entre, la constitución de un pulso local. Ya se habría renunciado a disputar la atención de otras centralidades (“nunca salí del horroroso Chile”, dice un poema de Enrique Lihn, y “este país tan sólo en su agonía” podría contestar desde asiento boliviano Gonzalo Vásquez Méndez), y las energías se ocupan de asumir la capitalidad de un magisterio interior.

Si, con Julio Ortega, aceptamos que es intrínseca al nacimiento de nuestras sociedades una angustia de interlocución que nos legitime o no, un deseo de un otro, presente, ante el cual constituirnos, entonces cabe imaginar nuestra propia causalidad: cómo se tejió el diálogo y el reconocimiento, o cómo el silencio y el aislamiento, entre nuestros poetas, durante este aleatorio tiempo. Leer sus “peticiones, reclamos, elogios, tributos, triunfos y odas que postulan la legitimidad de un lugar de enunciación demandando espacio” (Ortega 2011, 38) será, pues, nuestra brújula.

Parece innegable que la tradición poética chilena ha expandido sus luces y sombras por el continente, mientras que la boliviana aparenta insularidad y es poco conocido su efecto, incluso entre sus mismos pares. En medio de la tensión de nacer a una consolidada ‘tradición de tradiciones’ (la chilena) que, para estar en ella, exige cada vez un gesto parricida, la otra (la boliviana) que, más bien, se mantiene tenue, constante en el fluir de un poeta a otro. Entre esos extremos hallamos una trama de destinación recíproca que, en los últimos años se evidencia en contactos, roces, puentes a contrapelo de las tensiones históricas y/o territoriales de la superestructura. No en vano, durante este período, Marcia Mogro, Vilma Tapia y Emma Villazón residen, o han residido, en Chile; Ariel Pérez, Juan Malebrán, Andrés Ajens, Sergio Alfsen-Romussi y Fernando van de Wyngard residen, o han residido, en Bolivia; y Marisol Quiroga, siendo boliviana, nació y fue criada en Chile; para ellos no sólo se trata de escribir trasplantado en otra latitud, sino de participar de sus movimientos internos, cuando no incluso de impulsarlos.

Vecinos que se han llamado desde hace mucho. De acá para allá con el viaje sediento de cimientos (un Huidobro, una Mistral, un Parra, un Zurita, etc.); y en el viaje de vuelta más bien hambre de alternativas lógicas, misteriosas e idealizadas ancianidades (cómo un Saenz, de dónde un Camargo, una Wiethüchter, etc.). Allá preguntas contestadas, acá repetidas e irresueltas; allá una vanguardia, acá un lenguaje que, subterráneo, socaba a otro que lo ha negado. Cabe preguntarse: ¿se puede leer Chile en la angustia de influencia y Bolivia en la angustia de interlocución? Igualmente es de Ortega la premisa de que el poeta latinoamericano está tensionado por otra angustia, la de la universalidad, en cuanto que le es propio vivir su práctica bajo el mandato de ser leído y oído también fuera de su continente (“Poesía latinoamericana”).


REMONTANDO LA ÉPOCA
Fijar este lapso de tiempo (cincuentaiún años hacia atrás), para una observación recapitulante, implica determinar la fecha de 1964 como inicio de algo. ¿Se puede valorizar ese año en particular, puesto que toda la década del sesenta parece un solo vertiginoso acontecimiento, un hervidero de esperanzas y la puesta en obra de los sueños colectivos para un mundo donde la juventud era el segmento dominante, y en muchos casos precipitante, de la población? Parece prudente revisar dicho tiempo, que ahora nos resulta impensable, en busca de ese nicho histórico que nos incumbe.

Después del sobresalto por lo inédito de la Revolución Cubana, que vierte su influencia simbólica sobre toda la década siguiente, Brasilia es inaugurada como la primera capital mundial que se funda para tal propósito, en 1960. La noticia de que en 1961 la URSS lanza a Yuri Gagarin al espacio, desterritorializando así la disputa planetaria, es respondida por USA en 1969 con el primer alunizaje, encabezado por Neil Armstrong. También, 1960 es el año en que comienza el desarrollismo, con la creación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) y 1961 lo es para la iniciativa norteamericana Alianza para el Progreso, su modo activo de detener la penetración del comunismo en tierras americanas. El presidente Kennedy, asumido en 1961, es asesinado en 1963, y su amante, la estrella Marilyn Monroe, ha muerto en confusas circunstancias un año después. En 1962 también se funda Amnistía Internacional, que luego jugaría un importante rol en el continente. El mismo año  se premia con el Nobel a los científicos que describieron el ADN humano. El Concilio Vaticano II comprendería desde 1959 a 1965, cuya “opción preferencial por los pobres” impulsaría posteriormente la Teología de la Liberación, en 1968, como producto legítimamente latinoamericano. La píldora anticonceptiva irrumpe con la década. La organización Nacional de la Mujer se funda en USA en 1966, mientras que en 1968, con ocasión del concurso Miss America, se produce la protesta feminista más emblemática, que fue la quema pública de los brassieres.

La antipsiquiatría, inquietud incipiente de esos años, recibe su bautizo en una obra de 1967. La banda musical más trascendente de la época moderna, The Beatles, emerge en 1962. En 1968 se realiza el masivo recital de Woodstock, durante tres jornadas consecutivas. En 1960 surge el grupo guerrillero los Tupamarus, en 1965 se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) y los Montoneros se estrenarán en 1970. Malcolm X es asesinado en 1965 y Martin Luther King, quien en 1963 pronunció el discurso “Tengo un sueño”, es abatido en 1968. En este año se crea en Chile la brigada muralista Ramona Parra y en 1969 se desgaja del Partido Demócrata Cristiano el Movimiento de Acción Popular Unido (MAPU). También se presenta el film 2001 Odisea espacial y al año siguiente Buscando mi destino. La serie de televisión Perdidos en el espacio se muestra a partir de 1965. El primer transplante de corazón se realiza en 1967 y al año siguiente se replica en Chile, el primero de Sudamérica. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) inicia sus reuniones periódicas en 1964. La diseñadora Mary Quant lanza la minifalda en 1965. Mao Tse Tung inicia la Revolución Cultural Proletaria en 1966 y la Primavera de Praga acontece en 1968. El denominado Boom latinoamericano obtiene su reconocimiento y difusión en el mundo, desarrollándose entre 1960 y 1970. El pop art nace en 1960, comienzan también el body art y las artes de acción, y el arte conceptual es bautizado como tal en 1961, en tanto el land art se muestra por primera vez en 1969. El movimiento Fluxus se estrena en 1963, el grupo Situacionista poco antes, pero éste será decisivo en los movimientos de 1968. A la vez, Guy Debord, su impulsor, publica La sociedad del espectáculo en 1967. Mientras a McLuhan se le conocerá como el formulador de que “el medio es el mensaje”. Silvia Plath se quita la vida en 1963, Violeta Parra hace lo suyo en 1967 y luego lo hará Alejandra Pizarnik, al comenzar la década siguiente. Está en apogeo la contracultura y pronto se avizorará la mercantilización de estos estilos de vida emergentes.

En 1963 hacen su entrada los “estudios culturales” a la academia norteamericana. En toda la década se libra la feroz Guerra de Vietnam, donde se masacra a la población civil por parte de ambos bandos bajo el repudio mundial, el napalm fue introducido por los norteamericanos en 1965. El movimiento político ecologista se hará realidad en 1970, pero germinará en la década anterior. En 1966 el Che Guevara exporta la guerrilla a Sudamérica y es muerto en la selva boliviana en 1967. El LSD se propaga al comenzar los años 60, siendo el primer relato publicado de la experiencia de su consumo en 1961 y USA es el primer país en prohibirlo. Nace la psicodelia. Los alucinógenos naturales de América se hacen muy populares, así como los viajes iniciáticos por el continente, dado el precedente ejemplo de los beats. El movimiento hippie nace con la década, estableciéndose diversas colonias en todo el orbe, cuya cúspide fue el “verano del amor” ocurrido en 1967. Muchas de estas cosas son conocidas en Latinoamérica a través de la revista norteamericana Life,en su edición traducida. La Reforma Universitaria, con expresiones simultáneas en diversos países y continentes, se desarrolla el año 1968, pero le precede el foco de una escuela de Valparaíso, Chile, en 1967. En la plaza de Tlatelolco, México, acontece la matanza masiva de estudiantes, en vísperas de las XIX Olimpíadas del 68. En el MIT se inicia el uso personal de la computarización en 1961 y los primeros juegos de computadora nacen en 1962, aunque su uso masivo se desatará a partir de 1977. Por su parte, aunque las redes sociales como tales comenzarían tres décadas después, la idea de una red mundial es de 1960, con la primera propuesta de “trabajo en red” que propició la Internet, también originada en el MIT. Pero la década pasa a la historia como una de las épocas más íntegramente progresistas –y radicalizada– de todos los tiempos y, a la vez, cuna de las más trascendentes invenciones que regirán este medio siglo por venir.

En 1970, entre otras cosas, triunfa por votación popular en las urnas el primer gobierno socialista del mundo, cuando el hasta entonces candidato Pablo Neruda renuncia a su postulación en favor del doctor Salvador Allende, encarnando la modernidad entendida como “visión global del mundo, del yo, de la realidad”, organizada alrededor de lo que Néstor García Canclini (Culturas híbridas) denomina sus proyectos fundamentales: emancipación, expansión y renovación indefinida. Sin embargo, la sombra de la Escuela de las Américas, que USA tenía en Panamá para el adoctrinamiento de los militares latinoamericanos, inculcándoles la defensa del “enemigo interno” (léase comunista, en el vocabulario de la “seguridad nacional” durante la Guerra Fría), encontrará el escenario dispuesto para practicar lo aprendido, estremeciendo y consternando al mundo entero. Así será el año 1971, para Bolivia, y el año 1973, para Chile. Aquel tiempo de preocupación por la vida colectiva se apagó precipitadamente o, en rigor, fue apagado a nivel planetario por “el proceso de restauración violenta del capitalismo” (Sergio Spöerer, Los desafíos del tiempo fecundo. 1984: 101), el que vino a diezmar las lealtades comunitarias con la promoción superlativa del individuo (y su rendimiento egoísta), manifiesta en lo que Zygmunt Bauman llama “ideología de la privatización” (El arte de la vida. 2010: 112-113). La imposición brutal de esta doctrina refundacional implicó en Latinoamérica no sólo el pavor y la estupefacción derivada de su materialización policial, sino también la interrupción de las heredades en el mundo del conocimiento, tanto por el desmantelamiento de los espacios de encuentro (físicos y mediales) como por la purgación de los programas de transmisión del saber.

En 1964 ocurre la muerte de Edmundo Camargo, vencido por la enfermedad a los veintiocho años, pero también durante el año se publica con carácter póstumo su obra, titulada, no en vano, Tiempo de la muerte. El mismo año, el poeta Godofredo Iommi estrena sus actos poéticos en suelo francés, llamados phalènes, mientras que Alejandro Jodorowski hace lo propio con sus happenings en México y París, ambos con antecedentes en la escena chilena. En 1965 el artista visual y poeta Juan Luis Martínez realiza sus primeras obras objetuales, las que expondrá por primera vez en 1972. En 1967 se publica el gran poema y crónica Amereida, el que da cuenta de la visión y el viaje realizado en 1965 hacia el “centro de América”, efectuado por un grupo de profesionales de las artes y las humanidades. Estos son hechos caros a nuestro tramado, pues enmarcan ya, de manera más concreta, los gestos progenitores que comentaremos.

Ante el azar de una invitación como es el recién celebrado medio siglo de existencia de la UCB, inventamos el sentido que dicha lanzada de dados puede tener en una imprevista lectura que recorra dos tradiciones poéticas, en el sur de nuestro continente.

PRIMERA PARTE: POESÍA CHILENA

Aquí, se manejará una visión no literaturezca para el caso de la poesía en Chile, en tanto no cerrada en una solipsista pretensión estética (mejor o peor lograda), sino abierta a y aperturizante de mundos, lo que quiere decir, de posibilidades de comprometerse con el contexto de destinación –tanto existencial como gnoseológica– para un ser americano. Las obras a mencionar (que no son todas las que merecen destacarse) resultan articuladoras de momentos nuevos, de impulsos para el surgimiento de tradiciones que conciben y practican el lenguaje de modos renovados, en cuanto que el lenguaje en sí se hace escenario de disputa en el cual desplazar el valor y la función de la palabra, y se fundan así gestas de la subjetividad originaria en sus poemas. Por ello, es propio que consideremos no sólo cualidades formales del rendimiento lírico (cuyo reconocimiento es, por lo demás, un asunto de índole corporativa y que ameritaría el despliegue de un mapa demasiado extenso y agobiante), sino su capacidad (siempre contaminada) de descubrir espacios para lo poético de la existencia, en lo que tiene de suyo. Estas voces promulgan la vida misma, en su complejidad estructural (semiótica, ética, política, cultural, metafísica, religiosa, sexual y artística), por lo que cada una quiebra el paradigma anteriormente pactado acerca del rol atribuido a la literatura. No importa, entonces, sólo a qué le da la voz un poema, sino a qué espacios de habitabilidad se puede ingresar por esas voces, qué acciones, hábitos, normas y juicios se continúan gracias a ellas. Ateniéndonos a dicho criterio, nos abocaremos al registro de sólo  dos grandes matrices o subtradiciones fundantes en la poesía chilena –en correspondencia problemática con la presencia de figuras predecesoras–: una neoconservadora y otra deconstructiva. Pero, además, se revisará sólo conceptualmente una tendencia posterior, en la que caben a granel la obra de innúmeros poetas cuyo gesto principal es la captura de lo nimio, principalmente a través del chiste o de la anécdota.


. . . . . a) Línea neoconservadora o mítica

Si quizá Vicente Huidobro fue el padre de la vanguardia chilena, lo cierto es que dejó una obra portentosa que gravitó fuertemente en poetas como Eduardo Anguita, nacido en 1914, quien antes tuvo lazos con la generación surrealista, pero que en esta etapa publica tal vez su obra fundamental, titulada Venus en el podridero (1967), y luego Poesía entera (1971). Coincidente será Mistral, fallecida en 1957, pero repercutiendo el año 67 con su obra póstuma, titulada El poema de Chile. En ellas, la preponderancia de la imagen y el cuidado de una ética del lenguaje serán una brújula seguida por no pocos poetas.


Acto inaugural de la Ciudad Abierta. Ritoque, Región de Valparaíso, Chile, 1971.
Fuente: Archivo Histórico José Vial Armstrong, Escuela de Arquitectura y Diseño, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

Otra vertiente de esta misma corriente la representa la figura, que al cabo sería trascendental para la matriz de unión de poesía y vida, de Godofredo Iommi (nacido en Buenos aires en 1917, pero en Chile desde 1942), poeta que, inspirado en el Dante durante su juventud, desemboca en el abandono de la literatura a favor de la encarnación de la poesía misma. Cabe recordar que se une al arquitecto Alberto Cruz al fundar la Escuela de Valparaíso en la Universidad Católica de ese puerto, donde, antes que querer llegar al libro, optan por privilegiar la voz del poeta como iluminador del acto constructivo (de lo cual necesariamente no hay mayor registro, pero sí las actas de sus clases y un sinnúmero de escritos relativos a la poesía). Juntos precipitan la Reforma Universitaria en 1967 (adelantando por un año al agitado 1968) con el “Manifiesto del 15 de junio” y, por último, ante su particular apreciación de lo fallido del rumbo que adopta dicho movimiento institucional, fundan Ciudad Abierta en 1970, una concreción experimental, pero palpable, de su respuesta a lo que significa habitar poéticamente bajo el mandato –de resonancias rimbaudianas– de “no cambiar la vida, sino cambiar de vida”. Anterior de ello, con un grupo conformado por poetas, pintores, escultores y filósofos nacionales y extranjeros, se lanzan en travesía siguiendo la marca de la Cruz del Sur sobre el mapa de Sudamérica, en 1965, y levantan colectivamente el texto sobre dicho viaje, que Iommi transcribe y edita (aunque son fieles a la no-autoría y aparece como anónimo), llamado Amereida –contracción de los nombres América y Eneida–, publicado en 1967, como un gran poema épico que busca, o solicita, “generar un pueblo” en base a la herencia latina, en suelo americano, de acuerdo a la visión que en esa destinación creen hallar.

Una vastísima tradición se desprende de ese tronco, aunque no necesariamente representada en los ámbitos académicos, y ni siquiera gremiales. Un caso fuerte lo es Virgilio Rodríguez (46), cercano, pero a la vez cuidadosamente distante de esa aventura, quien comienza a publicar en 1964 con Necesaria lejanía, pero que alcanza su verdadero despliegue y apogeo en las obras El hexaplus, de 1976, o Número único, 6 poemas, de 1981, de grandes rupturas, quien sigue publicando hasta la fecha, con una ruta definidamente personal. Pero, sin aquella antecedencia mentada, no se entienden extensiones tan lejanas como, por ejemplo, la exuberancia fantástica de Santiago Elordi (1960), de fuerte tono vitalista, visiblemente reflejada en el periódico poético de circulación masiva, con noticias fabulosas, de que fue cofundador, titulado Noreste, publicado entre los años 1986 y 2002 –con su elocuente bajada que reza: “La vida peligrosa”–, poeta que en verdad publica su primera obra convencional en 1982, titulada Salto mortal, y luego Poemas de viaje, 2002, y Poemas de amor, 2002. O, entre otros, el discurso legendario de Armando Roa Vial (¿1966?) El hombre de papel y otros poemas 1994, El apocalipsis de la palabra/La dicha de enmudecer en 1998, La zarabanda de la muerte oscura en 2000, y Fundación mítica del Reino de Chile, publicado en 2002, de fuerte intertextualidad.


. . . . . b) Línea deconstructiva

Por contraste, y recortándose sobre el fondo de una poesía de corte netamente político, o de compromiso, propio de la izquierda tradicional (primero convocatoria y, posteriormente, denunciatoria), tendrá lugar en Chile un quiebre colosal, que surge entre los finales de los años 60 y principios de los 70, venido de una comprensión semiótica de la escritura, en connivencia con otras artes e, incluso, con el resto de las prácticas culturales, aunque no verá la luz sino hasta propiamente pleno tiempo de estado de sitio. Serán relativamente contemporáneos en sus apariciones Ronald Kay (1941), además filósofo y teórico del arte; Juan Luis Martínez (1942), quien sin siquiera terminar su enseñanza escolar se convierte en un visionario artista visual (de enorme repercusión en las generaciones venideras); Raúl Zurita (1951), quien alcanza a estudiar parte de la carrera de Ingeniería; y Diego Maquieira (1951), también artista plástico. Todos ellos generan un cataclismo que retó invariablemente el destino de la concepción de lo poético. Puede ser una generalización, pero es plausible que la influencia de la Escuela de Frankfurt y del posestructuralismo francés, además de una radiación de la neovanguardia representada por Fluxus (y más improbablemente el Situacionismo) desencadenaran sus obras.


Juan Luis Martínez: La poesía chilena, 1978

La obra Upsilon de Maquieira es publicada en 1975, Bombardo en 1977, La tirana en 1983 y Los Sea Harrier en 1994 –una obra que canta un hedonismo épico en clave utópica. Pero, ¿tal vez habría que haber situado a este poeta y su obra en la matriz anteriormente expuesta, por no tratarse en propiedad de una deconstrucción del sitio mismo de la palabra, sino de un canto y, con ello, de una fabulación? Después, La nueva novela, publicada por Martínez en 1977, en realidad está escrita entre los años 68 y 75 y es mucho más que un mero libro, no sólo en lo físico de su concepción, sino porque constituye una summa que no está exenta de complejísimas intertextualidades, tensionando al máximo el concepto de poemario. Además, Martínez “publica” un artefacto que es de suma importancia en su obra: La poesía chilena, en 1978, caja que contiene las cartas de defunción de los cuatro poetas fundacionales de la patria (Mistral, Huidobro, Neruda y de Rokha), como si hiciera falta. Sólo en 2003 se publica el volumen Poemas del otro, póstuma aparición de sus obras anteriores al corte que él mismo ayudó a desatar. El libro Purgatorio, publicado por Zurita en 1979, está escrito entre el 70 y el 77, proponiéndose la subversión de la lógica y su inmersión en la vivencia corporal (la portada muestra un acercamiento a su propia mejilla quemada por él mismo en 1975), como parte de un vasto proyecto escritural que comprendería los otros tres libros capitales, Anteparaíso de 1982, Canto a su amor desaparecido de 1986 y El amor de Chile de 1987 (todos igualmente monumentalistas con turbadores dejos nerudianos) y, de un modo virtual, conteniendo su posterior salida del objeto hacia la escritura en soportes reales: en el cielo, con humo de aviones, La vida Nueva, Nueva York, 1982 y sobre la planicie del desierto de Atacama, con retroexcavadoras, Ni pena ni miedo, en 1993. No de menor importancia es su consecutiva participación en el grupo Colectivo de Acciones de Arte (CADA) y, en aquél, su concepción integrada del arte como “corrector de la vida”. Por su parte, Kay escribe Variaciones ornamentales en Alemania entre el 70 y el 72, aunque es publicado en Santiago en 1979, quien repercutirá sobre una generación muy posterior y especialmente más que por su poesía, que conocería la publicación tardía de sus obras tempranas (de la década del 60) titulada Deep Freeze, en 2000, por sus legendarias incursiones como editor y como ensayista.


Raúl Zurita: Ni pena ni miedo, 1993

Pero, continuando con la cadena, prontamente vendrán Gonzalo Muñoz (1956), con sus obras Exit de 1981, Este de 1983 y Estrella negra de 1985; y Juan Carlos Montes de Oca (1960), con sus obras Bravuvara de 1985, Restauraciones de 1988 y El beso arcángel de 1997, antes de dejar la poesía completamente por su práctica visual (claramente entroncada con la obra plástica de Martínez). A Andrés Ajens (también de 1960) sería propio incluirlo en esta corriente. Sus principales obras son Conmemoraciones de inciertas fechas y otro poema (1992), Más íntimas mistura (1998) y No insista, carajo (2004), además de su trabajo como ensayista, visible en La última carta de Rimbaud (1995) y El entrevero (2008). Todos los anteriores tendrán un gran desasosiego por el papel del significante en la escritura y por el lugar de la enunciación, y desmontan, más o menos exitosamente, no sólo el código literario, sino también el código cultural de su sociedad y de su tiempo.

Y, alterando la línea de tiempo seguida hasta aquí, cabe mencionar por su particularidad a Rodrigo Lira (1949), que irrumpe en 1984 con Proyecto de obras completas (obra póstuma editada por Enrique Lihn, no sin sentido de culpa por parte del editor), escrita a partir de 1977, el que bebe igualmente de la secularización de la poesía, desatada por Nicanor Parra, del escepticismo humorístico representado por el mismo Lihn y de la semiotización de la escritura enraizada en la neovanguardia internacional, con repercusiones profundas en el trabajo –irónico, más que mordaz– del significante, pero en una derivación a la vez trágica (no por nada se suicidará en 1981) y delirantemente pop, indicación esta última que se hace necesario indagar de un modo aparte.

El caso de Bruno Vidal (1957) es realmente inquietante, pues, con sus obras Arte marcial (1991) y Libro de guardia (2000), interpela la posición natural respecto a la mala fe, al desplegar una posible enunciación del lado oscuro, e incorrecto, del ser colectivo. Además, convoca en su voz ventrílocua la propia escena del arte en que acontece.


. . . . . c) Imaginarios pop

Una tendencia predominante en la poesía posterior a los años 00, que quizás se deriva de la cierta y poderosísima influencia de Parra (bien o mal leído), pero también de la poesía norteamericana que ha irradiado su hegemonía después del tercer cuarto de siglo (un Williams, un Stevens, un Bukowski o un Ashbery, leídos al paso), e incluso del formateo del imaginario que las nuevas tecnologías presentan en lo que dice relación con la dispersión de la atención y la búsqueda de la velocidad en el consumo (v.g., el videoclip, o la canción comercial de 3½ minutos, o la momentaneidad de lo que se denomina “muro” en facebook), es la de la intrascendencia de la experiencia inserta en el poema.

Lo cierto es que ella ha irrumpido con total vasallaje a través del poema breve, de la instantánea (en sentido fotográfico), del chiste y la anécdota, y/o del cuento corto (como el corto fílmico). Vale la pena, en ciertos casos, preguntarse por la necesidad que se tiene de volcarse en verso (y qué significarían los conceptos de verso y de quiebre, en tales circunstancias, más allá de la predisposición a encontrar en éstos una alternativa para el discurrir del habla, aunque –en esta matriz– siempre se ponga al habla por delante), cuando en verdad muchas veces se trata de una anotación prosaica que tiende a no problematizar el lenguaje en el que se está –descansando más en la elocuencia que en la mediación y trayendo en ello de vuelta a la representación–, que bien pudiera prescindir tanto de la escritura quebrada como de la cifra misma. Si persiste la notación versificada (y la defensa del género que la cultiva) creemos que es por el deseo profundo de transgredir la convencionalidad poética que aquélla representa, a la que se la considera tributaria de una postura sublimadora, hermética, solemne, retórica, oscura, sufriente, etc., y por lo tanto buscando una sana profanación de la figura del enunciador esencial. Así, en vez de ello, se ha virado hacia la captura de lo banal, como si se requiriera no más que de un acompañamiento de la vida cotidiana por medio de acercamientos (al modo de un haiku citadino y occidental) a lo nimio que la compone, vale decir, al pedestre referente del que depende estrechamente, aunque ominoso o divertido por efecto de la amplificación misma. Poesía que se hace testimonio de la contingencia del sujeto normal, del sujeto corriente, del sujeto ‘de a pie’. Sin embargo puede preguntarse, si, según Parra: “todo es poesía, menos la poesía”, entonces, ¿por qué precisamente hacer poesía una vez aceptado el descrédito de su proceder específico?

Contemporáneamente, esta escritura desea ser inmediata (es decir, contemporánea de su lector, o sin la mediación de la letra que produce la distancia simbólica) y, por ende, prescinde de su tradicional desafío al tiempo largo. Ya no busca comprometer una arquitectura para el aliento que la cruza, ni siquiera para desdecir el carácter de signo artificial que posee toda escritura, toda inscripción. Lo que sí es verificable es la necesidad interna de ingenio del que resulta, de modo que la condición exigida para el poeta actual es su capacidad para ‘ver’ un recorte de lo real y, conjuntamente, de retratarlo en el artefacto verbal donde funcionen los resortes para contar bien el cuento que cuenta. Quizás pueda sostenerse que el sello de la autoría consista precisamente en este recurso al ingenio personal (no siempre de la mano de su genio) de parte del prestidigitador que inscribe su gesto en los códigos de un poema.

Pero, es de notar que este inciso no porta en sí un juicio de valor, sino una tipificación que ha intentado describir la condición epocal de ahora. Aunque se reconoce que tal descripción necesariamente es injusta, pues comparece allí en su demasiada cercanía, y no en tanto mediada por el prisma de las obras que la han tenido por contexto y por pretexto.

Entre todos, el que descolla durante el período revisado es Claudio Bertoni (1946), quien ha sorprendido tanto por sus instalaciones visuales, como por ejemplo con una sala llena de zapatos solitarios y desvencijados encontrados en la playa y regularmente dispuestos en el piso (en la VIII Bienal Internacional de Arte de Valparaíso, “Caballeros, señoras y niños”, 1987), como por sus poemas, que pueden igualmente componerse de sólo dos versos (como en De vez en cuando, 1998, o en No faltaba más, 2005) o conformando un único poema de cerca de ochocientos versos (en la obra Sentado en la cuneta, 1990), y en todos los casos dando a ver la realidad con llaneza (casi transparencia), erotismo, humor y ligereza, dentro de una particular sencillez relacionada con el vaciamiento de la personalidad (no en vano, cercano al zen).

Quedan fuera de estas matrices poetas de la talla de Eugenia Brito, Elvira Hernández o Carmen Berenguer, dada su imposible categorización. Lo que, tal vez, nos sugiera una cuarta línea, aún por explorar.

El presente se constata como plural, pues, si no hay ahora propiamente una tradición contra la cual apoyar una negación, cabe preguntarse: ¿no será el signo de los tiempos precisamente el que cada quien haga lo que cree que tenga que hacer, sin más, o sea, sin discurso y sin proclama? Por no tener sobre las espaldas figuras tutelares o autoridades, el discurso de los poetas actuales no puede ser el de ir en contra de algo, sino a favor. ¿De qué? Cada poeta irá tras lo suyo, vale decir, tras lo que él concibe que significa el colocarse en la escena del lenguaje. Pero, ¿a sabiendas de que duplica su presencia por medio de la enunciación, como una forma propia de ser en el hacer? No resulta extraño, entonces, que convivan desde los impulsos más vitalistas y descreídos, junto a las demandas intelectuales, pues de todos ellos nadie sabe qué es lo que se destinará como apertura de edades por venir. El desarrollo de la poesía (y del arte en general) es imprevisible por definición.

SEGUNDA PARTE: POESÍA BOLIVIANA

A modo de faro bajo cuya luz ordenar el panorama poético boliviano de los últimos cincuenta años, retomamos la idea de que nos rige, en tanto autores latinoamericanos, una angustia de interlocución. Al respecto, dice Julio Ortega: “Ser un poeta americano reclama ser un poeta universal, esto es, darle a lo americano un lugar de interlocución en la poesía, en su memoria y en su actualidad. Buena parte de la obra de estos poetas está hecha de peticiones, reclamos, elogios, tributos, triunfos y odas que postulan la legitimidad del lugar de enunciación” (Ortega 2011: 138). En Bolivia, tal reclamo se acentúa dada la mínima circulación de obras más allá de sus fronteras, lo que pareció dejar siempre un halo insular, desgajado de la historia y los devenires de la poesía en el continente y fuera de él. Para la crítica literaria no siempre fue visible la filiación ni el legado poético, por ello, cada autor o autora parecía inscribir su palabra cada vez sobre un origen a medio hacerse. Una tradición conformada, entonces, de nombres propios sin escuela ni tendencia claras; sin repercusión muy visible después del modernismo, una tradición de continuidades más que de rupturas… la ordeno resaltando los hitos que como matrices poéticas originaron escuela y tradición, para luego ver las líneas de continuación o ruptura y, finalmente, la producción más reciente y sus desafíos.

. . . . . a) Seis hitos que dialogan con la memoria universal

Si nuestro siglo abre su diálogo con Jaimes Freyre y la avanzada modernista, su huella y la de Tamayo legan dos de las más fuertes líneas para el siglo poético. Una de éstas sería el rigor de la forma, la interlocución abierta con mitologías nórdicas o cristianas, la enunciación problemática que se debate entre tocar el mal o decir el bien, el acento en la mirada y el oído. Despojar a la poesía de su aire de expresión de afectividad fue un gesto compartido por los denominados parnasianos, quienes desplazaron el acento hacia la búsqueda de una perfección formal. Si ya Poe y Baudelaire habían exigido alejarse de la “embriaguez o intoxicación del corazón”, proponiendo en su lugar un reconocimiento del quehacer poético como producto de la inteligencia; si Mallarmé había ido un poco más lejos en la geografía de la página para que sea el solo lenguaje quien hablara, sin la angustia ni la limitación por deber producir un sentido; si, además, Rimbaud pensó al poeta vidente y si, para culminar el camino, Catulle Méndes redimió lo “impasible” de su actitud y la de sus pares a favor de una poesía existente en su forma… Si todo eso se había inscrito en la poesía decimonónica, un oído como el de Jaimes Freyre no pudo ignorar esos afanes y los retomó en su propia obra de maneras sugerentes a la hora de pensar su filiación y aportes a esta tradición. El poeta, como “operador de la lengua”, eliminaba “los azares de la persona” y centraba en su materialidad, con todas sus im-posibilidades, la valía del poema. Hay por lo menos tres poetas que en nuestro siglo trabajaron la brevedad y el despojo verbal de todo lo explicativo, enunciativo o incluso afectivo: Antonio Ávila Jiménez (1898-1965), Marcia Mogro (1956) y María Soledad Quiroga (1957).



El otro legado serían la conversa tamayana con la mismísima Grecia (tamizada por Nietzsche), con el lejano Oriente de Khayyam, con Goethe, los poetas ingleses; el poema como zona de reflexión teórica sobre el arte, la reescritura de los clásicos, el retorno enigmático a la siempre ausencia del propósito humano. Es el único momento del siglo XX en el que estamos, por decirlo de algún modo, a tono con las conversaciones de la mesa poética universal. Tamayo añade al gesto una re-utilización de sus influencias y sus fuentes, al hacerlo los hace originar y rendir desde otro sitio; eso y no otra cosa podría definir el arte mismo, tomar lo existente para desaparecerlo en una nueva forma donde la ausencia toma presencia. Esta línea, propuesta en Ordenar la danza: Antología de poesía boliviana como la de los poetas-lectores, es fuerte en esta tradición, piénsese en Shimose (1940), Rubén Vargas (1959) y Carlos Mendizábal (1956).

Ambos poetas, Jaimes Freyre y Tamayo, son modernistas y asumen, como los de su tiempo, la tarea de legitimarnos el español y el imaginario latinoamericano, de darnos un nuevo lenguaje. Inevitable traer a colación el nombre de Oscar Cerruto, tal vez el mayor heredero e interlocutor de ambos poetas; con Tamayo compartía no solamente su erudición, su aislamiento y algunos roces con el mundo político, sino esencialmente su necesidad de comunidad poética que, en este caso, deriva en un dar voz directamente al otro, cosa que Cerruto elaborará en sus elegías y casas de poetas extrañados, actualizados en su voz. Ambos caminaron por los pasillos de la política y de la ciudad buscando una palabra que devuelve la peste del mundo cuando la impregna de silencios, comunidad y asilo en la tradición que demuestra que lo que vivimos es lo circunstancial e histórico, pero también un más allá de ello. Es común para él y para Jaimes Freyre la pregunta por el sentido y por cómo mantener a salvo la palabra poética de la herida natural que reside en el lenguaje. Ante ese dilema, central en ambas poéticas, Cerruto puntualiza que “la poesía es el último refugio del hombre. Un reducto sin casamatas, sin fosos, sin muros. Por ello mismo inexpugnable […] la única no negociable” (“Poesía y lenguaje” 1973: 1) Ese refugio es un amparo hostil ante el mundo que, como se ve, parece casi siempre también hostil, donde se utiliza el lenguaje como cambio, como camino para obtener algo. Mientras que el poeta debe conjurar su palabra esclareciendo su ser en ese reverso que es otro modo del mundo. Y todavía más, pues el poeta explica que “la poesía es la transcripción del mundo, todo eso que es realidad pero también los sueños que el hombre edifica sobre esa realidad, y aún contra esa realidad. Por eso la poesía es un acto de fe y no se acaba” (Ídem.) Aquí queda claro que la palabra es un acto de fe y desde allí es donde mira y dice su mundo, por ello no cabe sólo una lectura de jerarquías o de odios en Cerruto, porque su denuncia es la lucha por ir más allá de ese mundo reverso y degradado, es el afán por ver otro camino más vital, más duradero, la verdadera otra cara del mundo. A riesgo doble, pues la palabra poética también está herida de sí, también es una bofetada o un engaño, frágil sostén del anverso mundano. Ante la vuelta de la desazón, la crisis de un mundo y un sujeto vacíos, evidentemente Cerruto habla con Quevedo, con Lope, con el barroco español, no de formas sino de crisis.

Cómo lograr que vida y obra estén a una altura poética, con qué lenguaje, con qué muerte. Esas tres preguntas fueron el sitio de enunciación de Jaime Saenz. Son tareas del poeta aprender a aprender, aprender el cuerpo, aprender a morir sin estar muerto. Esas distancias estructuran esta poesía, que bebe directamente del romanticismo alemán (sobre todo Hölderlin, Novalis y Rilke) e instaura en el poema una dimensión filosófica y ética. Un yo crítico que separado de sí se propone una nueva corporalidad, una doble noche que sostiene el misterio y una doble muerte que nos permite llegar a la “muerte propia”. Estos legados son retomados de manera diferente por varios poetas que bebieron en este imaginario, como Jaime Taborga (1955), Álvaro Diez Astete (1949) o la misma Wiethüchter (1947). Un lenguaje que a tiempo de desafiar sus formas (en el verso largo, por ejemplo) reta también a modos de pensar y de habitar, modos de hacer en el mundo y de cuidar al sujeto en su humildad y su gobierno, para merecer vida, obra y muerte.

Y para pensar las instancias de la muerte, nada más radical que Edmundo Camargo (1936). Poeta que muriera prematuramente, pero que dejó un legado muy importante. Su concepto de muerte está literalmente mojada en un alto erotismo que, sin tregua, obliga a mirar la muerte justo donde más duele: en el deshacerse de los cuerpos, en su fundirse con la tierra, en su apuesta amorosa. Dialogante con el surrealismo –la obra más vanguardista de García Lorca, Apollinaire y Huidobro, Macedonio–, su apuesta central está en el trabajo con la imagen poética. Sus legados oscilan entre esa capacidad imaginativa en un lenguaje de imágenes y un despliegue conceptual que obliga a mirar el deseo como el partenaire de la muerte. Poetas como Eduardo Mitre (1943) o Juan Carlos Orihuela recogen esta posta.

Sexto hito en este recorrido: la poesía de Blanca Wiethüchter. Podría destacarse en su obra tres coordenadas de trabajo. La primera explora la conciencia e interioridad como historiando una subjetividad autocrítica. La segunda recoge la tradición del poema dramático y reescribe la lectura de un clásico homérico creando su propia versión de Ítaca y Penélope. La tercera es un largo diálogo con los momentos más álgidos de la historia boliviana contemporánea, guiado por el cuestionamiento sobre cómo hacer visibles las voces marginadas, cómo posibilitar o negar una reconciliación imaginaria del país y asumir responsabilidad al dar testimonio de las dictaduras y totalitarismos que marcan la historia desde la colonia. Poetas como Pedro Shimose en sus Reflexiones maquiavélicas o Marcia Mogro han retomado esos caminos de exploración en la historia universal, en el primer caso, y en la historia nacional en el segundo. Mogro y Vilma Tapia (1960) lo hacen además recogiendo en sus obras la pregunta por lo femenino y sus voces.

La importancia de los árboles genealógicos evidencian la filiación de los poetas, cuya angustia acabó por renovar y reescribir desde y con sus fuentes literarias, pero también con sus contextos en un difícil equilibrio típicamente latinoamericano. Si, por un lado queda saciada la sed al constatar los interlocutores de cada autor/a, queda aún pendiente la asimilación de esas influencias, la constatación de que ahora establecida la filiación, se puede/debe trabajar el legado y el imaginario que estas seis escrituras claramente plantearon en el siglo XX.

. . . . . b) Entre el mundo roto y el sujeto múltiple

La angustia de interlocución no ocurre solamente con la tradición literaria, sino también con las apelaciones contextuales de cada tiempo histórico. En este sentido, son rescatables algunos poetas que han asumido cierto tono de época, de urbe, de negación social y ante ello han optado o por la extravagancia o por el encierro o por la polifonía. Humberto Quino (1950) presenta una voz lírica dividida y una ironía corrosiva. Entre sus libros, atravesándolos, existe una voz que mira la ciudad de la Paz y desde ella el país con la irreverencia y con el desasosiego que en ningún caso es derrotista sino más bien retador. Versos explícitos, como “Para suprimir los golpes de estado/ Hay que suprimir el estado”, equivalen a la sensación de que “el horizonte/ no es más que una hoja en blanco” y a pesar de eso, el poeta decide “cansado de hacer versos/ hoy quiero hacer balas”. Con la ironía de un pie entrando al palacio de gobierno y “tomando pacíficamente el poder”, este yo deviene varias máscaras para enfrentar el entorno, convertir el agravio en acicate para seguir creando y hacer de la creación la constatación del vacío, del encuentro imposible. Su huella es la división enunciativa, el descreimiento, la fe en la carencia de dioses; su escritura del margen colándose en los centros del poder y de las certezas. Cercano estará por un tiempo Jorge Campero (1953), quien atraviesa de una desolemnización a una reivindicación de voces sociales.

En la escritura de Juan Carlos Orihuela (1952), desde su primer libro hasta el más reciente, hallamos un proceso parecido pero con sus particularidades y revelaciones, sobre todo en los últimos libros: la preocupación, más que por denunciar instancias de violencia, por construir espacios alternativos donde la vida, el amor y la fe sean sus armas de resistencia y de libertad. En obra posterior, la mirada se alimenta de una fuerte alusión a la cosmovisión andina de los tejidos, lo gemelar y el cuerpo que se convertirá en motivo central de su poética. Significativamente la preocupación por lo social y por la apuesta vital que lo compense reapareció un año después en Febreros, en el que la crítica de lo social es también la crítica por el lenguaje. Ahora aparece una mirada que busca un país entero y lo halla descuartizado, disperso, inacabado, buscándose aún respecto al cuerpo mayor del universo inscrito en su memoria subterránea. Este país es una “colectividad solitaria” asfixiada, además, en un viejo lenguaje que nada regenera.

Otros poetas, desde la zona oriental del país, han sentido el mismo desamparo y lo han combatido desde dos vetas de sentido: el retorno al pasado histórico o mítico y los refugios en la dispersión o en el fantasmagórico perfil de la intimidad. La primera es trabajada como una pluralidad de voces que en verdad se reúnen en una cosmovisión única que entra en la memoria histórica de los cronistas que llegaron a Santa Cruz. Así, Nicomedes Suárez (1946), por ejemplo, en su libro Los escribanos de Loén, se remonta a una imaginada “primera mirada” para ver de nuevo el lugar natal. El gesto es interesante y provocador, ¿hace falta retroceder hasta la primera escritura para mirar de nuevo lo original o lo esencial del sitio? La segunda veta completa ésta, proponiendo una fragmentación de la voz, a la manera de heterónimos, en Cinco poetas amazónicos, para “ser nadie, o sea todos”. Proyecto que queda inacabado en su aspiración, pero que apunta a esa búsqueda que parte de la certeza de un desamparo. Finalmente, en Poemas y protejas, recorre una genealogía esta vez literaria a través de alusiones y lecturas de Baudelaire, Basho, Jiménez o Wordworth, para preguntarse “¿cuál era la distancia entre la mirada y lo que veía?/ ¿Importa aquello?” Sea entonces por trasladarse hasta las crónicas o hasta hitos literarios, la inquietud por el lugar y por cómo dar cuenta de lo visto permanece irresuelta.

Gary Daher (1956), en su poemario Cantos desde un campo de mieses, trabaja la existencia y el habitar “esa patria que está por suceder pero que nunca llega”. Es central la propuesta de este libro porque realiza algo poco frecuente: tratar con calidad literaria y explícitamente el tema del territorio y pertenencia o no a la patria. Y es que no sólo queda incluida la patria bajo el denominativo “la Amanecida” sino también el nombre del autor; doble referencialidad que, sin embargo, adquieren su grado de ficcionalización dentro del poemario. Ese personaje está marcado por la ebriedad y la desazón de no encontrar lugar, sitio que busca en imprecisos recuerdos de su infancia, por lo que acaba preguntándose cómo merecer la patria “sin conocerte/ vaya piedad”. Poniendo al fin un nombre a esa invocación, la llama Amanecida, promesa de inicio que no llega, por lo menos en el texto, pues no está en el Chaco, ni en los torrentes de febrero que inundaron la ciudad de La Paz, ni en los enfrentamientos de sus pobladores, ni en el pulmón perforado por donde aún respira. Al final, “solamente queda el corso/ la burla”. Este poemario permite una lectura alegórica que, justamente, fragua en esa nominación ambigua “la Amanecida” una metáfora de la patria ausente, como eterna promesa de inicio o de recomienzo.

Otro tipo de modo para habitar la desazón contemporánea es la reclusión que puede leerse en la vuelta hacia una búsqueda más bien mítica. Eduardo Nogales (1959) ha transitado en sus poemas desde una visión detenida en los márgenes (cabarets y barrios) hasta una sofisticada reflexión sobre la relación del poeta con los dioses. Muy cerca de un marco hölderliniano, este poeta restablece una labor “espiritual” en el que la palabra, merecida y contada, es el resultado de un despojo, un aislamiento (irse del mundo) y una búsqueda de los dioses. El libro que mejor sintetiza esta propuesta es El humo del paraíso que, en verdad reúne tres libros (El libro de la Necesidad, El humo del paraíso y El libro de la serenidad). Arte y gratitud se reencuentran después de presenciar lo divino en su inevitable lejanía. Desde los “deseantes” hasta los “soñadores” o los “oficiantes”, el misterio es una necesidad no sólo para la palabra, sino también para vivir en el mundo. Lo que se mira, por tanto, no siempre es comunicable, pero se sabe “la silenciosa condición de las transparencias”. Entre el misterio y el silencio queda la palabra, quien reconoce que no se puede dejar de lado ninguno de estos planos, pues lo divino está presente como condición absoluta de lo terrenal. Ahora bien, este poeta devuelve la fe y la confianza en la presencia divina, opuesta a la sufrida “doble infidelidad” de los dioses que se van y del mundo que no comprende ya esa ausencia, trabajados por el poeta alemán. Lo notable es que dicho camino es posible en la vivencia de cotidianidades donde habitan sartenes y baldes, rincones y pancitos. Poesía como ofrenda, como vigilante del misterio, como don.

Máximo Pacheco (1956) explora además un doble encierro: el existencial desde un hombre en los márgenes de todo afuera y el sitio del poeta como exilio, pérdida de sentido para su comunidad: “El poeta sentado/ en una silla/ haciéndose/ la paja/ a siete manos/ de un ojo le mana/ sangre/ por el otro le chorrea/ saliva/ y una enorme/ bosta de vaca/ corona su cabeza”. Lo que los poetas dicen acaba siendo “sólo literatura” sin poder ya reunir en su palabra las revelaciones de las calles, “los consentidos de la muerte” o la muerte en sí. ¿A qué lugar entonces pudiera aspirar este sujeto poético? Ni el resguardo ni el afuera son refugios. El sujeto de estos poemas acaba en la farsa de los lugares o puestos de la sociedad y paralelamente acaba perdiéndose en la irrealidad del cuerpo que lo sostiene. Desintegración que acaba en la paradoja de saber que “sólo el odio a mí mismo me mantiene vivo/para/alimentarlo/no puedo/dejarme morir”. Último lazo con uno, el aniquilamiento, último lazo con lo social, la denigración o la farsa. Salidas imperfectas y cargadas de ironía que se agudizarán en poetas posteriores, como Rodolfo Ortiz (1969) o Diego Mejía (1982).

María Soledad Quiroga ofrece un camino paralelo al anterior y cuya convivencia discursiva de varios espacios interesa. En varios de sus libros, esta poeta ha explorado los sentidos y sinsentidos del encierro. Aun en Ciudad blanca, donde se sale a espacios abiertos, la cerrazón es permanente. Es decir, una ciudad marcada otra vez por el vacío y lo ausente. Una ciudad que se esculpe a sí misma, petrificada para ser el lugar de encuentro de sobrevivientes. Esta ciudad teatral esconde cualquier sentido y ante ella sólo una niebla impide el desciframiento de las mutaciones de sus habitantes. Frente a ese escenario exterior, la voz poética vuelve al encierro quizás por aquello de preguntarse “¿cómo olvidar el sosiego de la jaula?” En el poemario Los muros del claustro, retorna este motivo junto a otro muy presente en la literatura boliviana: las piedras. Ese símbolo, que frecuentemente y en otros poetas es permanencia, resistencia, quietud, aparece acá como un aglomerarse denso dentro del alma, fraguando un dique, un muro contra y a salvo del exterior. Dentro de este resguardo, la piedra amenaza o promete ser agua y fluidez, sin embargo mantiene su forma aun después de los estallidos del cielo, única entrada del afuera: “el muro/ guardado aún/ del súbito relámpago”. Puestos en diálogo, estos poetas muestran dos caras de la misma búsqueda. Por un lado, la ausencia de sitio, de lugar al que pertenecer; por otro, el encierro y la mirada hacia dentro. Éstas son dos recurrentes líneas en la poesía actual boliviana. ¿Hay que refugiarse y extremar el adentro para estar a salvo de la orfandad del afuera?

Pero no todo queda sin posibilidad de comunicación, la poeta Vilma Tapia, por ejemplo, lee en la casa y la intimidad un refugio (“Vuelvo de la noche/de la calle/del espanto/mi niño duerme”), una posibilidad de encuentro amoroso amparado por una armonía universal (“Todo se trenza/ lo invisible/ lo extraviado/ tu mirada/ y mi desnudez”) y una sabiduría para con el amor y los otros (“En pos de ti/ he ido por mil direcciones/ ninguna equivocada”). Otra escritura que cree en los diálogos es la de Rubén Vargas (1959), quien especialmente en el poemario La torre abolida apunta a una plática con y a relecturas de otros poetas; en este caso la poesía habla consigo misma. Ambas escrituras, de modos diferentes, iluminan un poco el panorama entre encierros y aperturas.

Con angustia de interlocución, otros poetas han trabajado más bien el sujeto múltiple. Por el influjo de Pessoa, estas obras poéticas exploran a esos varios que podemos ser, dándoles voz a cada uno y trizando la univocidad lírica. Esta tarea es herencia de la generación que, ya en la década del setenta, había incorporado la ruptura del sujeto y las voces poéticas, emblemáticos en ello Shimose y Wiethüchter. Jaime Taborga y Juan Mac Lean (1958) tiñen el asunto de humor. Para los tres, la identidad y los nombres están separados, esconden al mismo tiempo una revelación y una resistencia. Juan Carlos Ramiro Quiroga (1962) desdobla su voz frecuentemente entre la identidad de un creyente fervoroso y un impenitente ateo, entre esos extremos su palabra se muta de la plegaria a la blasfemia como líneas paralelas de búsqueda, ¿de qué? Posiblemente del lugar para lo poético. Dicho gesto aparece curiosamente en los poetas que nacieron en las décadas del sesenta y setenta. Para Paura Rodríguez (1973), una opción para llegar a la voz propia es hablarse desde lejos, distancia de sí a lo saenziano pero sin su peso filosófico, vuelto acá más bien una seña vital. En la obra de Mónica Velásquez se ha trabajado el tema de lo gemelar, lo múltiple y la muerte interna a la voz poética como señales de la dispersión identitaria y de la im-posibilidad del lenguaje. Gabriel Chávez (1972) también multiplica la voz de sus poemas, abriendo así no sólo el espacio de la enunciación, sino también el de la interpretación del referente, que cambia según el ojo con que se mira. En esta escritura, cada inciso desarrolla, gira o tuerce el rumbo de la idea general del poema (el acto de dejar) para armar, a la manera de un rompecabezas, las posibilidades del tema. Por otra parte, Rodolfo Ortiz, por ejemplo, lleva al límite el doblez para acabar en la disolución de la identidad. Todo tiende a ampliar el registro poético más lírico para enfrentarlo a incursiones que rozan lo novelar y lo dramático.

. . . . . c) Volver a lo trivial

Al igual que en la reciente poesía chilena, y tal vez latinoamericana, en las dos décadas que van del siglo XXI, aparece un repliegue hacia formas tradicionales que parecen dejar de lado la experimentación que desde la vanguardia nos cobijara, o una ansiedad de volver a situar la poesía en las calles, en lo narratológico, en lo terrenal. Las mismas preguntas caben, ¿por qué esta rebeldía necesita la respiración del verso?, ¿cuán lejos puede retomarse el aliento parriano en los nuevos autores?, ¿a qué lenguaje se aspira?

Algunas antologías recientes iluminan los peligros y las búsquedas más que los hallazgos. Poemas que recogen vocabularios cibernéticos sin alterar un pelo la lógica que sostenga tales glosarios, lo que acaba en excentricidad y desatención. Poemas que añoran las vanguardias y todavía dibujan en la página un sinsentido del significante. Prosa poética que en verdad encubre un esfuerzo narrativo. La poesía que roza la canción. Lo que parece claro es la pérdida de brújula. Y quizás así deba ser en un tiempo que ya no es el de los grandes relatos ni nombres ni guías.

Pese a tal marco, destacan algunas voces poéticas. Pamela Romano (1984) es una poeta que, con dos libros publicados, instala un lenguaje de rupturas sintácticas y rescate de lo cotidiano del cuerpo o la manera de habitar el mundo contemporáneo. Montserrat Fernández (1983) incorpora la dimensión mítica y trabaja en dialogantes voces entre lo griego y lo aymara o entre identidades femeninas yuxtapuestas en el tiempo y en el espacio. Ema Villazón (1983) presenta un lenguaje más saturado de imágenes y de rupturas sintácticas que también desafían a la irreverencia, el erotismo y la angustia existencial.

Curiosamente, en este tercer grupo, la angustia de interlocución parece haberse aplacado. Ya no hay un desafío a la tradición ni una pretendida renovación, escasas en este panorama, más bien un desenfado, una pluralidad de búsquedas que, todavía, no parecen llegar a puerto alguno.

CONCLUSIONES ENTRE DOS

Pensar una práctica poética anclada en las influencias la acerca a su relación con la tradición, el parricidio literario y la legitimación. Mientras que leerla desde la anhelada interlocución nos remite a problemas como la visibilidad, el legado o la recepción. Si propiciamos un diálogo entre ambas, seguramente entenderemos mejor esta vecindad literaria que, lejos de toda frontera, nos ilumina los modos con que dos culturas han trabajado sus imaginarios poéticos. En el caso chileno, una poesía ya situada y reconocida brega más bien con una renovación difícil de constituirse, sin caer en repetición o en banalidades ante la urgencia del presente. En el boliviano, es posible reconocer nuestra capacidad receptora de herencias poéticas de variado origen temporal y espacial, nuestro deseo de filiación, nuestra impotencia frente a políticas de difusión pobres, que acaban por encerrar la poesía en las fronteras de lo local, impidiendo una resonancia  continental o universal.

Un mapa, que no un catastro, aparece como una filigrana especialmente concebida para orientarse, esto es, para indicar un oriente (oriens, ‘que está saliendo’, diciéndose del sol) que permita a la audición y la lectura hacerse de la posición apropiada para recabar en el sitio perseguido, y lo hace sintetizando el paisaje, no negándolo. Al proyectar la luz adecuada, se imprime la sombra que es necesaria para dibujar un contorno con el que reconocer luego a quien retrata.

Las fronteras han de ser entendidas aquí como membranas (para ser traspuestas, infiltradas) y, si alzamos nuestra vista a una escala regional, donde –si aún no federados (concepto que no dice en sí nada de división, sino principalmente del ‘pacto’ o la ‘alianza’ indispensables para el mutuo sustento de las vidas autónomas)– lo que podemos oír y leer en cada país obedece a leyes internas que bien pudieran considerarse formas de cierre, de encierro endogámico, descubrimos por el contrario que el tránsito y el intercambio reales llevan y traen esporas que, en nuevos oídos, irrumpen como nuevos dones, como nuevas transferencias y abren inéditas conversaciones donde tenerse recíprocamente. Como ésta. En reconocimiento mutuo.

 

 

REFERENCIAS
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Notas

[1] Poeta boliviana. Doctora en Literatura. Profesora de la UCB y de la Universidad Mayor de San Andrés. Contacto: mobevegu@gmail.com.

[2] Poeta y teórico chileno residente en Bolivia. Contacto: f.wyngard@gmail.com.

 


 



 

 

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Cincuentaiún años de poesía en Bolivia y Chile, 1964-2015.
Entre la angustia de influencia y la angustia de interlocución
Mónica Velásquez Guzmán y Fernando van de Wyngard
Ensayo publicado en la Revista Ciencia y Cultura, Vol. 19, N° 34, Junio de 2015,
de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo”, La Paz, Bolivia.