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Los ojos de Van Gogh

Jorge Cabrera Labbé

 



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Vale la pena el ejercicio interminable de la pregunta. Especialmente las preguntas menos doctas, las que no llevan la respuesta implícita, las que hace un profesor a su alumno invirtiendo la relación acostumbrada, las que hacen los niños con sus ojos grandes a los padres, y ante las cuales el padre, pese a la obviedad de la respuesta, no sabe cómo articularla. Si nuestros intelectuales, de esos que aglutinan grados académicos en su currículo, especialistas del conocimiento, depusiesen su actitud de examinador y reanimasen el conocimiento estructurado en torno a la pregunta más que a la respuesta, entonces las discusiones de sobremesa no sólo no lo harían enrojecer, sino que los temas y puntos de vista expuestos en la misma discusión de sobremesa serían más variados y más profundos. Porque la respuesta nos hace más inteligentes, pero la pregunta… esa nos hace más sabios. La distinción, se comprenderá, radica en el grado de profundidad: el intelectual, con su tono sapiencial, sentencia: la pintura de Van Gogh parte del impresionismo hacia una versión más personal del mismo, pues tiene que ver más con el pulso del observador que con la representación fidedigna del objeto a representar.

El niño, que no sabe, pregunta: ¿por qué  Van Gogh pinta girasoles tan amarillos? El intelectual, respondería, abrumado por la difícil pregunta: qué sé yo, porque le gustaban los girasoles. El niño, aguijoneado por la curiosidad, se desborda en preguntas: ¿Y por qué la noche pintada con esas estrellas que parecen soles? ¿O esa iglesia con un rayo de alba sobre su cruz que parece de leche, el cual, a su vez, está situado bajo la oscuridad pintada de azul como un mar embravecido? ¿Por qué Van Gogh pinta sin sentido de la dimensión, como si las cosas habitasen un mismo plano y estuviesen mezcladas? ¿Es que acaso las veía así? ¿Y estaba loco por mirar las cosas así? ¿Y por qué, entonces, me fascinan los colores que hay en la pintura de un loco? ¿Y por qué Van Gogh pinta su pieza? ¿Y por qué la silla parece que diera brincos? ¿Por qué esa habitación parece una pieza de barco en medio de una tormenta? Y el intelectual, especialista del conocimiento, sin un método que le facilite el entendimiento en relación a las preguntas incesantes del niño, acierta a decir, con visible desgano: en el impresionismo, el artista está más atento a la impresión suscitada por las cosas que por las cosas mismas; es decir, el impresionismo es una búsqueda estética en que lo real comienza a ser desterrado del cuadro, abriendo un abismo entre pintura y realidad. Y el niño, que no entiende la palabra estética, ni aquello del abismo, y desencantado por no comprender al especialista, vuelve a discurrir en su interior: yo veo una noche estrellada y el reflejo de esas luces en el río de París; veo girasoles; veo los almendros recién brotados, justo en la mitad del invierno, cuando el sol retorna de su viaje cósmico; veo el color verde de la hierba; veo las flores amarillas, rojas y azules; veo, en fin, los ojos de Van Gogh, que se pintó a sí mismo en innumerables ocasiones.

El niño ve. Y ve menos una pintura impresionista o posimpresionista que el mundo a través de los ojos de Van Gogh; y Van Gogh, a su entendimiento, no es un superhéroe, sino un hombre, y un hombre que gastaba su tiempo pintando. Ver las cosas es lo mismo que preguntar. En ambos actos existe la piedad. El que pregunta porque no sabe, ve el mundo sin necesidad de una explicación. En síntesis: ver y preguntar son formas en que el yo suspende sus juicios, y se abre a la contemplación. La belleza, si es que tiene una función, es esta: descontaminar el espíritu, agotado como está en la organización del mundo e, incluso, de lo que no comprende.

Y de más está decirlo: la experiencia antitética de la organización del mundo es el asombro. Relato esta anécdota: todas estas líneas responden a inquietudes que brotan de las pinturas de Van Gogh expuestas de un modo sorpresivo, por medio de proyección multimedia en pantallas gigantes que cubren la totalidad de la sala oscura y sin un orden simétrico. La música, en este cine delirante, juega un rol protagónico. El montaje fue bautizado “Van Gogh Alive”. Y es cierto: los objetos del cuadro se mueven. ¿No fue éste el sueño del artista: captar el movimiento, el ajetreo mudo de las cosas a través de la significación del color? A mi lado, la amada. No es casual. Pues el amor, así como ver y preguntar, es otra forma de la piedad, es otra forma de suspensión del juicio, otra forma de asombro, de apertura. Contemplábamos las imágenes proyectadas como dos niños que no saben lo que hacen. Nos amamos así, sin tocarnos, en el mudo ver las cosas, mi cabeza en su hombro, en las inmediaciones del éxtasis: nada extraordinario, sino un punto en que la mirada no es la relación del ojo con el objeto observado, lo cual genera necesariamente algún tipo de distancia, mas la comunión entre ojo e imagen, el ojo atravesado por la imagen. El pensamiento queda absorto; y es que, si no hay distancia entre ojo y objeto, no hay tiempo para que el pensamiento inicie su incesante labor de organizar lo mirado y emitir juicios al respecto. Asombro es igual a razón sorprendida y suspendida. Así lo trata de describir Van Gogh, en una carta a Theo: “De vez en cuando, hay momentos en que la naturaleza es soberbia, efectos de otoño de un color glorioso, cielos verdes que contrastan con vegetaciones amarillas, anaranjadas, verdes, terrenos de todos los violetas, la hierba quemada donde las lluvias, no obstante, dieron un último vigor a ciertas plantas, que se ponen a producir nuevamente pequeñas flores violetas, rosadas, azules, amarillas. Cosas que uno se pone melancólico al no poder reproducir”.

El asombro es profuso en pensamientos, no en ideas. Y los pensamientos son profusos en palabras. Y las palabras del asombro caminan por los rieles del lenguaje poético: más que la palabra del discurso lógico, la palabra ambivalente, ambigua, absurda, incluso, que navega como el barco ebrio rimbaudiano. Palabras-instintivizadas, palabras-sensación, palabras-silencio. De pronto, en el vértice de una de las pantallas, el detalle de los ojos verdosos del pintor que hacen pensar en el miedo y en la angustia, dos estados del ser que, normalmente, aparecen juntos, abismando al hombre que debe hacer esfuerzos sobrehumanos para soportarlos. Recordé todos los autorretratos que había visto de Van Gogh. Ojos blindados por el ceño fruncido, ojos circundados por un rostro de pómulos sobresalientes, ojos camuflados por algún sombrero, ojos circunscritos por el inevitable rojo de la barba. Pero, ante todo, ojos de un hombre que ha conocido el miedo y la angustia y que, por consiguiente, ha desclavado las tablas del único puente que le permitía cruzar hacia la vereda del mundo. ¿Sólo por esto no es normal? Cómo saberlo. Lo que sí podemos conjeturar es que la vida le queda un poco grande a quién, acosado por el látigo del amor, se enamora de una prostituta embarazada y enferma, le pide que se vaya a vivir con él, le paga los gastos médicos con el dinero que no posee, plantea sus intenciones de casarse con ella… pero casarse con una prostituta es como tratar de enjaular al viento junto a un canario. Y qué decir del episodio de la oreja: la misma navaja con que persiguió a Gauguin, su amigo, por alguna callecita de París, fue el instrumento utilizado para cercenar su oído derecho, y regalarlo a una prostituta, sólo para cumplir una promesa.

Como sea, en los ojos de Van Gogh reluce el temblor de la angustia. Sus ojos parecen la prisión en cuyo interior se mantiene cautivo un niño. En un vértice percibí una lágrima, la lágrima que lloran todos los hombres angustiados del mundo. Y ya que la amada estaba a mi lado, y ya que estamos inmersos en el asombro, entonces hice la pregunta: Javiera, ¿crees que el autorretrato es una cuestión de ego o también es una búsqueda? ¿Crees que el pintor que se pinta a sí mismo lo hace por vanidad? Y ella, con su vocecita iluminada, responde: ¡Claro que no! ¡Todo lo contrario! Se necesita una humildad casi crística para pintar el propio rostro, sobre todo cuando pintas un rostro que no es soberbio, sino que está atiborrado de imperfecciones. ¡Y qué verdad! ¡Triste el espectáculo del artista que desnuda su alma de ese modo! Triste, cierto, pero a partir de los autorretratos de Van Gogh es posible conjeturar lo que es el hombre cuando está sólo, mirándose al espejo, tratando de medir cuán largo es su fracaso o cuán largas son sus esperanzas. Los ojos de Van Gogh son el reflejo del hombre que realiza el mayor gesto de humildad posible: el del sacrificio de sus vestidos, de sus credenciales, de su nombre, y queda sólo, desnudo para sí mismo, portando nada más que el peso de su alma. Dicho en sencillo: el hombre sereno, exteriorizado, en estado de apertura. En una nomenclatura distinta: el hombre-silencio.

Cuando nos vamos del lugar, Javiera dice: si los hombres aprendiesen a ver, el mundo sería distinto. Yo sólo redondeo: la belleza es el único método que puede salvar el mundo. Su método es silencioso, sin bombas, sin ruido, sin revoluciones. Su método es inofensivo, no se mancha las manos de sangre. Su método es una prueba para los pacientes, para los que contemplan el atardecer y están tristes, pues piensan que el sol ha fenecido. Pero, el suicido de Van Gogh, que muere dos días después de su frustrado intento, en brazos del querido hermano Theo, ¿es un suicidio por exceso de belleza o por la imposibilidad de practicarla tanto en el ámbito estético como en el de lo real? Cualquiera sea el caso, la belleza en sí es una cosa seria.



 

 


 

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