Como ya habrán notado, el título de este ensayo se arrastra a cierta experiencia que relata Walter Benjamin en su libro Infancia en Berlín hacia 1900. En uno de los tantos fragmentos que le componen, el narrador niño nos habla de su relación intima con los libros. El recuerdo es fatídico, angustiante, en tanto su experiencia de lectura se enmarca en una búsqueda imposible, a propósito de las huellas que ha dejado, en él, la totalidad del mundo: “frente a la ventana en el cuarto caliente, los remolinos de la nieve, allí fuera, me contaban cosas en silencio. Lo que me contaban no lo pude comprender nunca (…) había llegado el momento de buscar, en el torbellino de las letras, las historias que se me habían escapado” (Benjamin 50). Naturalmente, para un adulto, siempre es dificultoso recordar con exactitud los pasos de la niñez. Los pedazos de la memoria suelen aparecer de forma difusa. Pero lo curioso aquí es que, el propio niño narrador, en el mismo instante de la infancia, no logra comprender en qué consiste el lenguaje que le atraviesa. Así como alguna vez señaló San Agustín, la muerte, el nacimiento y, particularmente, la infancia, nos está velada, prohibida por la propia divinidad. Aquel Cristo niño, ciertamente, no existe más allá del horizonte iconográfico. Su relato ha quedado sepultado, como la mayoría de los detalles de nuestra propia niñez.
De todos modos, la imposibilidad de la memoria le permite a la literatura modelarse como aquella respuesta, o más bien como aquel paliativo capaz de apagar la angustia del olvido. Esto es, que frente al vacío que constituye a la infancia, solo queda la escritura, su trazado ficticio por el cual no solo intentamos rescatar aquel tiempo extraviado, sino también establecer ciertas condiciones para la felicidad. En la reconstrucción de la infancia no solo rescato escenas, más bien, las produzco, las imagino. Juego, entonces, a ser nuevamente aquel niño fascinado por el mundo: “Nuestra infancia nos fascina porque es el momento de la fascinación, ella misma está fascinada, y esa edad oro parece bañada por una luz espléndida porque irrevelada, pero porque es extraña a la revelación, no tiene qué revelar, puro reflejo, rayo que no es sino la irradiación de una imagen.” (Blanchot 28). En la escritura de la infancia intentamos simular la desaparición repentina de la consciencia. La relación con los objetos es orgánica, muy pocas cosas están mediadas por la razón. Nuestros pies enterrados en el barro no sufren el rechazo del asfalto, más bien, se enlazan con la extensa profundidad de lo otro, así como una mano se enlaza con la superficie de un juguete.
Pero ¿Cómo fue que este periodo pudo acabarse? ¿En qué momento tuvimos que abandonar aquel país de la infancia? Naturalmente, en el preciso instante en que descubrimos nuestra capacidad de hacer memoria. Esta tragedia, me parece, es lo que recorre tanto la escritura como la trama de las siguientes novelas. Estas son Crin (2021) de Rodolfo Reyes Macaya y Ella estuvo entre nosotros (2021) de Belén Fernández Llanos. La razón por la cual escogí estas novelas es que, además de que ambas descansan en la experiencia infantil, también proponen el mismo horizonte ineludible que está sugerido en Benjamin. Esto es que, sin importar los esfuerzos, en el instante en que nos sumergimos en la infancia, las cosas, en vez de aproximarse, se alejan como verdaderos animales asustados. La infancia, como tal, pareciera convertirse en la imagen absoluta de Blanchot: una dimensión imposible de alcanzar, en tanto todo lenguaje queda expulsado irrevocablemente.
Tanto Crin como Ella estuvo entre nosotros comienzan sus respectivas narraciones desde el confort del núcleo familiar, pero de inmediato, al continuar la lectura, nos damos cuenta de que este espacio está profundamente trastornado. En ambas novelas, el concepto de familia es puesto a la deriva por alguna especie de crisis. Es decir, aquello que da pie al colapso de la infancia es la interrupción de lo cotidiano: “lo cotidiano (…) constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le transmitía a la siguiente (…) Cada acontecimiento (…), se volvía así la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad.” (9). Lo que nota Agamben en esta cita es algo elemental para nuestro análisis, en tanto lo cotidiano es el territorio donde el niño ejerce su poder. En la repetición constante de los días, el lenguaje como tal no debe mediar incisivamente la experiencia, ya que la relación con el mundo está automatizada. Para hablar en términos literarios, en lo cotidiano, el mundo está desprovisto de su extrañeza, aunque esto no significa, precisamente, que lo cotidiano sea un lugar seguro. Más bien, aquel orden ilusorio se constituye como el escenario perfecto para que lo traumático haga su aparición.
En Crín, aquel evento fatídico consiste en lo siguiente: “Silvana (madre de la protagonista) se fue sin despedirse (…) Su rastro se perdió; ninguna visita, ninguna llamada. Sí un espacio en blanco que Cintia tuvo que llenar sin saber cómo.” (Reyes 12). Ahora, cabe hacer algunas acotaciones. El abandono de la madre no es, en estricto rigor, un fenómeno absoluto de la crueldad. Antes de que se marche, Cintia, su hija, la descubre por la noche llorando, desconsoladamente. Silvina desea volverse, a toda costa, una estilista famosa, pero al descubrir que el sistema laboral la rechaza por su maternidad, esta es empujada, forzosamente, al colapso. De todos modos, el secreto que guarda Silvana está velado para todos y, particularmente, está terriblemente prohibido para Cintia, no solo porque nadie se lo ha contado, sino porque el mundo como tal está estructurado de modo que todos conozcamos e ignoremos una ilimitada cantidad de cosas. Entonces, de pronto, Cintia descubre que en la cotidianidad existe una herida profusa, horrorosa, que apenas ha comenzado a sangrar. La herida es el hecho de que, a pesar de todos los esfuerzos, ella nunca podrá comprender la interioridad del otro. Este es, de algún modo, el leitmotiv que atraviesa toda la trama de la novela.
Este advenimiento de la destrucción es aquello que Nestor Braunstein entiende como el espanto, aquel evento fundacional donde el niño se ve expulsado de aquel lugar sin memoria: “así el instante en que el niño, saliendo de una lactancia que pertenece al Otro antes que a él mismo, oye el canto del gallo y queda anonadado por esa intrusión de lo real (…) y lo lleva a sentir su indefensión ante lo ignoto, lo innominado.” (33). En este caso, lo real se expresa por medio de la incomprensión. En el otro, en la figura de la madre, no solo hay una serie de motivos desconocidos, sino también el abismo de lo irrepresentable, y si alguna vez existió algún atisbo de legibilidad, este fue destruido apenas lo cotidiano se derrumbó junto con la infancia.
Por su parte, Ella estuvo entre nosotros se instala derechamente en la catástrofe de la enfermedad. La novela comienza relatándonos cierto programa horario donde la madre vomita día tras día, estableciendo así una especie de cronograma de lo abyecto. Aparentemente, el preámbulo de la muerte, en tanto tabú, debe construirse como aquella normalidad insostenible que antecede al fin de todas las cosas. La madre de la protagonista morirá, sin lugar a duda, en las próximas páginas, pero aún así, el texto debe simular que lo ignora, o al menos, que no le importa. De aquí entonces que la protagonista, al enterarse de la muerte de su madre, siente un alivio liberador. Pero ¿Es realmente así?
Durante la lectura, el libro nos enfrenta a una de las terapias que la protagonista mantiene, luego de la desastrosa pero premeditada muerte de su madre: “Ella siempre dormía de lado, como un feto, entonces yo me acurrucaba en la cavidad que hacía su cuerpo encogido y me quedaba ahí, respirando su olor.” (88). Al leer este fragmento recuerdo, de inmediato, aquella fe irracional que Freud depositaba en los territorios perdidos de la memoria infantil. Si los sujetos, por medio de la asociación libre, lograban recordar su infancia, estos podrían sanarse muy fácilmente de todos los traumas que les aquejaban. Ahora, la terapia que mantiene la protagonista no es, ciertamente, de tipo psicoanalítica, o al menos el pasaje no nos da los suficientes detalles. Aun así, es interesante notar que los primeros alcances de la memoria se aproximan a lo uterino o al menos a su simulación.
Pero más importante aun es la fijación que la paciente establece con el aroma de su madre, y particularmente, con un perfume barato que la protagonista, hasta el momento, aun guarda. ¿No es esta, también, la relación que establecemos con nuestra propia infancia? Todo protegemos un conjunto de juguetes, de colores, de prendas, a modo de fetiche. Entonces, en algún instante secreto, no detallado por la trama, el aroma que desprende el recipiente desaparece, y con ello, todo recuerdo residual de su madre: “El otro día, en el mall, (…) pasó una señora que usaba el mismo perfume (…) Yo quise seguirla, abrazarla, colgarme de su cuello, y me dio tanta pena no tener ni el olor de mi mamá, que me hinqué en el suelo, me enrosqué en la cerámica y me puse a llorar.” (89). En el desastre de la memoria, el cuerpo de la protagonista pareciera adoptar, nuevamente, aquella postura “enroscada” de la infancia, aunque sin ser consciente del todo. Más bien, es el cuerpo el que recuerda, empujado por la terrible crisis del espanto representada en la consciencia de la muerte. Nuevamente, una fuerza avasalladora arrasa con todo el orden cotidiano donde la infancia transcurría. La experiencia de lo infantil, víctima de un cataclismo, termina por desaparecer sin dejar ningún rastro, ninguna huella de su existencia.
Por último, me parece que la estrategia de escritura que escogen ambos textos dialoga directamente con toda la catástrofe narrativa que he estado sugiriendo. Ambas novelas están desarrolladas a modo de fragmentos, aunque no optando por la forma del parágrafo, ni tampoco por la modulación aforística, sino que están compuestos por párrafos disimiles entre sí, instalados a modo de collage. No existe ninguna norma reguladora en la inscripción de las palabras. El orden de la escritura está disociado de sí mismo, en tanto “el habla como fragmento tiene relación con el hecho de que el hombre desaparezca.” (Blanchot 33). Ahora, la desaparición que atraviesa las dos obras es, con toda importancia, una desaparición femenina, lo cual es elemental a la hora de reflexionar a propósito de la escritura fragmentaria. La idea del texto atomizado es la misma que Mallarmé puso en practica a lo largo de su producción poética: esto es, que más allá de la grafía, hay todo un vacío significante que afecta la lectura del texto. Entre los párrafos y los enunciados, existe una hoja en blanco abismal, que posee, de forma violenta, las mismas características discursivas que se le han impuesto al cuerpo femenino, particularmente, desde la noción psicoanalítica de la ausencia del falo.
Y continuando en clave psicoanalítica, en Crin, la figura impotente del padre va siendo desplazada por la protagonista, quien debe enfrentar todos los horrores del mundo en soledad. Tal escenario se sublima en el instante en que, un grupo de cuatreros intenta robar sus caballos en medio de una noche tormentosa: “La luz difuminada por las nubes apenas dibuja las siluetas de los cuatreros. (…) Sus pies con calcetines, pero sin zapatos, están mojados por el barro cuando carga, apunta y dispara contra las sombras.” (86). Aquellas siluetas ennegrecidas, apuntadas por la boca de la escopeta, podrían ser, quizá, homologaciones del mismo vacío que hemos mencionado. La hoja, que a pesar de su intensa claridad está repleta de sombras, de baches profundos, es atacada por la escritura de la pluma, pero sin mayores resultados. Los rastros de las balas quedan dispersos a modo de manchas en la superficie del libro, como “fragmentos”, y mientras tanto, los cuatreros se llevan irremediablemente a los caballos de Cintia, animales portadores, quizá, de los significados secretos e imposibles que contienen las terribles huellas perdidas de la infancia.
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La huella imposible de la infancia:
perspectivas de la memoria en la narrativa chilena contemporánea.
"Crin" de Rodolfo Reyes Macaya y "Ella estuvo entre nosotros" de Belén Fernández Llanos.
Por Víctor González Astudillo