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Acabar con la poesía / incendiar el mundo
 (sobre Cuadernos de Quimioterapia de Victoria Guerrero)

Martín Guerra-Muente

 

 

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La escritura de Victoria Guerrero, que probablemente culmina un ciclo con este Cuadernos de quimioterapia (contra la poesía), se ha ido forjando a partir de una serie de experiencias que relacionan su quehacer poético con una práctica comunitaria. Lo que significa que su poesía está cargada de experiencia colectiva y de una política cotidiana que compromete toda sus demás actividades: como escritora y activista, como artista y mujer. Desde Ya nadie incendia el mundo, su escritura propone una poética que revela la unión entre lo personal y lo social, entre la intimidad y la sensibilidad de grupo. Una ética de la acción que no es otra que la conciencia de que esa subjetividad febril que la posee responde, también, a esa realidad que se le trata de imponer y con la que disiente día a día. Y que se va gestando en esta suerte de fábrica colaborativa de deseos donde se colectiviza la estética y la disconformidad.

En ese libro Victoria sentencia que nadie quiere incendiar el mundo. Lo que equivale a decir que nadie quiere cambiar nada. Porque el mundo que nos ha tocado vivir es un mundo posideológico y los síntomas de esa predisposición a la mansedumbre son la rabia, los cuerpos ardiendo en casas ruinosas, la escritura como frustración y dolor. Es, tal vez, en ese primer libro donde plantea lo que podría llamarse una estética de la disidencia: en el sentido de creer que es posible otra experiencia y otra mirada sobre ese mundo y que dicha negación es un consenso contra el que hay que batallar.

Por tanto, esta poesía se hace de intemperie, tensiona la conciencia poética con la política. Victoria sabe que la lucha que libra en la poesía, por su propio lenguaje, es la misma lucha ideológica que se libra más allá de ella. Y que no es un campo ajeno sino, por el contrario, un territorio donde se va gestando, como potencia, la propia poesía y que es, ni más ni menos, la propia vida: la emancipación de la sujeción del liberalismo cultural. Una toma de posición frente a la vida y a la poesía como acto de vivir escribiendo.

Ya ahí aparece esa disposición que caracteriza esta trilogía: una sintaxis proliferante, unas aliteraciones que son los fogonazos que dispara la propia poesía en esa lucha política que la caracteriza. Pero también imágenes dialécticas, constelaciones de existencia que laten y hacen explosionar la propia escritura. Una poesía que destruye la ideología del discurso, que subvierte el orden de la historia en la palabra, que quiebra o renuncia a un orden socializado. Escritura que no avala el artificio, que no esconde sus orígenes. Exterioridad que funda desde su nacimiento un nuevo acaecer, subvirtiendo las prescripciones a través de una constante acción disensual. O que funda una estética de la diferencia a través del poder crítico de la excepción.

Una conciencia de que la poesía, como forma sensible del pensamiento, tiene que desbordarse hacia otros espacios, hacia su propia existencia. Performativizando su cotidianidad. Politizando su poesía. Poetizando su existencia política. Transgrediendo su inmanecia. Entrecruzamientos múltiples. Derivas del pensamiento. Desidentificación con cualquier objeto o forma común. Una estética trans-objetiva.  

Lo que convierte a su poesía en una máquina de guerra, un disparo que atraviesa el propio canon que ella misma ve como una cárcel o un cilicio: el de la poesía hecha por mujeres. Una voz que siempre se desdobla y que confronta lo normativo: más allá de cualquier convención de género o de prescripción cultural. No es que no busque lo bello, pero lo bello no es ese canon predecible sino la lucha por otra poesía, otra sociedad, otras derivas. Su guerrilla es la de una mujer, ciertamente, pero que confronta su cuerpo desde una visión biopolítica. El desacuerdo es con el rol que le quieren asignar. Esa disposición se convierte en expectativa con respecto a la poesía. Pues como dice en Berlín, el segundo libro de esta trilogía: “Yo sé que los críticos piden de mí la cursilería de andar con el corazón en la boca”.

Asimismo, el estilo también es una lucha, una forma de disponer del espacio poético que se afronta como un lugar político. Lo dice explícitamente en el libro (parafraseando a Barthes): “Cada régimen posee su escritura.” Y el suyo es un régimen de militancia poética. Operación que nos revela un pensamiento, la trasposición de un lugar en el mundo. Ese lugar es el presente, una división que nadie quiere ver pero que en la poesía de Victoria aparece como una revelación intempestiva. Lucha de clases, patriarcado, géneros despóticos a los que se opone con la infancia, la rebelión, el baile, la androginia e, incluso, la infertilidad de su cuerpo en guerra.

Victoria no quiere ser feliz con permiso de la policía. Ni de los gendarmes de ninguna moral. Ni con la moral ciudadana ni con la moral estética, todas ellas emparentadas con el poder. Ella misma lo dice: “La moral ilegible del poder”. Qué cuerpos mostrar, qué opacidades disponer, qué patologizar e invisibilizar. Esa división de los cuerpos que el filósofo francés Jacques Rancière llama régimen policial y que en la poesía de Victoria se impugna y se subvierte: desterritorializando el yo, mezclando voces, escrituras y genealogías marginales. 

Estas decisiones marcarán su estilo: poesía que se desplaza, sin complejos, entre la prosa, el manifiesto, el lirismo como crispación intermitente. O que a través de la aliteración, los juegos fonéticos y las expresiones intercaladas de lenguajes diversos  van configurando esa tensión poética que la caracteriza.

Como dije líneas arriba: esta es una poesía de la intemperie o del afuera pero que, sin embargo, no abandona la reflexión sobre el propio quehacer poético, puesto que no sucumbe a la tentación del panfleto. Esa doble conciencia, la del lenguaje como una entidad reflexiva pero también como un dispositivo de poder que lastra las posibilidades de la convivencia está presente en estos tres últimos libros: la escritura como un límite. Pero si en los dos anteriores la escritura siempre volvía a comenzar en este último su final al parecer es la abolición.

Aquí también hay lenguaje urgente y desbordes lexicales: a veces interroga, otras impreca, grita. La incompostura, la rebeldía, la inadecuación es también su poesía. Para llevarnos a un mundo de gritos, de visiones fracturadas, de una realidad trizada por la fiebre de la enfermedad o por la fiebre del tratamiento.

Porque si hay un síntoma en la poesía de Victoria, es la de la violencia permeando el lenguaje. Violencia de un régimen de vida, violencia de Estado con la que se enfrenta, creando sus propios espacios literarios de disenso. Pero también sus propios espacios vitales de antagonismo. Ese es el rasgo constitutivo de los dos libros anteriores. Sin embargo pareciera que en este caso la lucha cuerpo a cuerpo la termina ganando la enfermedad. Es, ciertamente, una lucha sin cuartel. Pues la enfermedad lo ha contaminado todo: las mañanas, el sexo, la ortografía. Es la pedagogía de la enfermedad, o la bio-política de la enfermedad. El escarmiento frente a la desadaptación. Porque la poesía no sirve contra la enfermedad. Al final tampoco contra la violencia. Ni contra la tradición. Por eso el lenguaje se desespera, se enreda, se repite, trafica, propone su propia aniquilación.

No sé si este libro marca el final de un itinerario –un itinerario marcado por la lucha, por el reclamo, por la interpelación ideológica- pues la máquina de guerra que ha sido esta escritura quiere –finalmente- abolir la propia escritura. La futilidad de todo gesto. Y así lo pone de manifiesto:

“Hay hartazgo. Se impone el silencio, el habla efímera. Incendiar lo profundo.”

La poesía bosteza, se amarga y se frustra, es el tedio de la impaciencia. O de su imposibilidad. Ha sido un largo combate: con el lenguaje, los tópicos, el canon literario, la política, la enfermedad y la muerte. No se sabe qué pasará, si la escritura volverá, o si la poeta se dedicará a otros oficios. En todo caso, como en el primer libro de esta trilogía, siempre hay un punto de fuga, un intersticio de donde saldrá esa llama que incendiará un poco nuestro mundo. Una línea mágica que escapa del sistema dominante. No importa que la escritura esté condenada al peor servilismo. Tampoco que se la quiera abolir. Al final, pase lo que pase, haremos de nuestro trabajo un arte de la incomplacencia. O de la indocilidad. Ya sea que bordemos o que escribamos todo tiene que incendiar como un proyectil. Allí las costureras proletarias galvanizarán a fuego nuestra salvación.



 

 

 

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