Razones para leer a Huidobro
Por Jorge Edwards
La Segunda, Viernes 09 de Noviembre de 2012
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¿Qué razón tiene una persona que anda por la calle para leer sus memorias?, me pregunta una joven periodista. ¿Y qué razón tiene, le contesto, para leer un poema de Vicente Huidobro? La periodista queda desconcertada. Siente que sus estudios no le bastan, que sus profesores la han traicionado. Hablaré más adelante, cuando se presente la oportunidad, de las razones para leer memorias, novelas, poemas, lo que sea. Ahora he viajado a Madrid y he participado en un interesante, sorprendente, acto de presentación de un libro nuevo, una antología de Vicente Huidobro editada por la Fundación de Banco Santander y preparada por Gabriele Morelli, gran especialista italiano en la materia, profesor en la Universidad italiana de Bérgamo. Sobre Huidobro, sobre la vanguardia, sobre muchos otros delicados asuntos, hablamos desde hace años, en diferentes lugares, con Federico Schopf, con Morelli, con alguno que aparece y desaparece, mientras bebemos vinos de diferentes procedencias y comemos risottos milaneses y sopas de mariscos chilenas. No necesitamos hablar en la cátedra: hablamos fuera de la cátedra, frente al público y fuera del público.
Muchos daban a Vicente Huidobro por muerto hace décadas, y ahora resulta que goza de muy buena salud. En sus años finales, Huidobro escribió un artículo con el título siguiente: Por qué no soy comunista. El texto, en su tiempo, lo ayudó a morir, pero ahora lo ayuda a resucitar. Dentro de la vanguardia moderna, la de Europa y la de América de habla española, Huidobro tuvo un papel. Y la gente que tiene alguna relación con la literatura lo sabe. Bajo a la sala subterránea del Instituto Cervantes de Madrid, que tiene capacidad para más de quinientas personas, y me pregunto, escéptico: ¿cuántas personas, en una tarde fría, lluviosa, en el tráfico, en las complicaciones de la ciudad, vendrán a escuchar una conversación sobre un tema así? En otras palabras, participo delpesimismo de la joven periodista, de los tenderos, de los vendedores de pomadas, sobre la existencia de los lectores auténticos, de los amantes anónimos del arte de la palabra.
El edificio del Cervantes de la calle madrileña de Alcalá era un antiguo banco. Entramos a la bóveda, donde antes se guardaba el oro en lingotes y ahora se almacenan manuscritos y objetos dejados por algunos escritores para ser abiertos después de su muerte. Reservas desaparecidas, me digo, y necrologías futuras. Escucho un ligero rumor de pisadas, de voces, y pienso, con alivio, que asistirá una veintena de personas. Vamos, propongo, como quien dice, vamos al sacrificio, no sigamos esperando, y descubrimos que la enorme sala de la planta baja está llena. Además, hay gente que sigue llegando y que busca asientos en la última fila.
Algunos piensan que la poesía de Huidobro es cerebral, armada como un rompecabezas. Es una poesía que no sale de la ensoñación, de la vaguedad, de los sentimientos neorrománticos: sale de la imaginación, de la creación de realidades verbales autónomas, opuestas a las realidades naturales. Un poema es una cosa que será, escribía Huidobro en Altazor, y añadía: Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser. Más adelante escribía: Huye del sublime externo, si no quieres morir aplastado por el viento.
Comentamos al poeta, contamos historias suyas, leímos uno que otro verso, aparte de alguna prosa, y la gente, durante dos horas, daba la impresión de estar colgada de nuestras palabras. Yo me decía que nuestros ministerios se dedican a propagar lo que se encuentra por ahí, al alcance de todos, en forma de libros y en forma de estatuas, y no descubren ni redescubren nada. Domina entre nosotros una atmósfera de adocenamiento, de completa sumisión intelectual. Vivimos, como decía la voz de Altazor, entre “plantaciones de preceptos”, entre consignas y lugares comunes. Esclavos de la consigna, escribía Vicente Huidobro, y nosotros sabíamos muy bien a quiénes se refería.
El público de Madrid se detiene, escucha, agradece y se retira. Hemos discutido sobre el lado moderno de Huidobro, sobre su futurismo, derivado más tarde en creacionismo, y sobre sus tendencias arcaizantes, comparables en la poesía al amor de los pintores de su tiempo por los artistas primitivos. También salió a relucir su amor al cine, a las máquinas modernas, a los aeroplanos, a los paracaídas que él transformaba en parasubidas. La antología de Gabriele Morelli reproduce una carta de la década de los cuarenta de Huidobro a Luis Vargas Rozas. El Tercer Reich había sido derrotado hacía pocos días, y el poeta, corresponsal de guerra de los aliados, había visitado en avión y en automóvil, en compañía de otros corresponsales, algunos lugares legendarios. Había subido por tierra hasta Bertchesgaden y había visitado la casa de veraneo de Hitler. Le cuenta a su amigo que mientras los demás sacaban copas y objetos de aparente valor, él había sacado de su sitio y había envuelto en su ropa el teléfono de Adolfo Hitler. Regresó a París con ese teléfono y nadie le creyó la historia. Antes se contaba que había ingresado al búnker hitleriano y su relato resultaba menos verosímil. Pero entrar en la casa de descanso, después de todo, no era tan anormal, y robar el teléfono delFührer no era imposible. Hoy día tendemos a creerle a Huidobro más que antes. ¿Por qué? Porque su poesía sigue viva.