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Entrevista a Vicente Huidobro
La poesía contemporánea empieza en mi
Publicada en La Nación, Santiago, 28 de mayo de 1939
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— ¿Cuál es su concepto de la poesía?
— Pienso que la poesía es la síntesis de todas las potencias creadoras del hombre. La poesía es la suprema construcción del espíritu humano y algo así como el símbolo de todas sus facultades, de todos sus anhelos y de todas sus energías. Sólo por medio de la poesía el hombre resuelve sus desequilibrios, creando un equilibrio mágico o tal vez un mayor desequilibrio. Aplastado por el cosmos, el hombre se yergue y lo desafía, el poeta desafía el universo. Por la poesía se iguala o supera al cosmos. La poesía es más infinita que el infinito, más cósmica que el cosmos. Hace muchos años yo respondí en otra entrevista ante una pregunta semejante a esta: la poesía es la conquista del universo.
Dar definiciones de la poesía es muy fácil y muy difícil; se pueden dar cientos y todas en el fondo son insuficientes. La poesía es revelación, es vida en esencia, es el universo que se pone de pie. En realidad, la poesía nos hace ver todo como nuevo, como recién nacido, porque ella es descubrimiento, iluminación del mundo. Cuando sentimos que nos salen alas en la garganta y que todo nuestro cuerpo tiembla, estamos en presencia de la poesía. La poesía da vida a la muerte y más vida a la vida. La poesía es la vida de la vida, por eso podemos decir que es el juego de la vida y de la muerte. Pero, en verdad, todas las definiciones son insuficientes y acaso una de las mejores sería decir que la poesía es aquello que queda fuera del alcance de toda definición. Lo que es evidente es que la poesía no es una entretención inofensiva como creen muchos, ni es tampoco un compuesto de relaciones irracionales como han dicho otros. Lo que hay es que la poesía tiene razones que la razón no conoce, tiene derecho a entrar en campos vedados, a construir su mundo con una lógica suya propia que no es la lógica habitual. Así su irracionalidad no es sino aparente. Ella es profundamente racional dentro de su razón de ser, de su íntima realidad. Si la verdadera poesía contiene siempre en su esencia un sentido de rebelión es porque ella es protesta contra los límites impuestos al hombre por el hombre mismo, y por la naturaleza. La poesía es la desesperación de nuestras limitaciones, la poesía tiene hambre de infinito, de absoluto, de eternidad. Aun el poema que os parece como más sereno o más risueño, está lleno de ansias contenidas. No os fiéis de él, en cualquier momento pueden estallar sus dinamitas disimuladas y haceros mil pedazos.
La poesía siente más que nada el destino del hombre, y cuando creéis que está cantando, ella está llorando la libertad que es el paraíso perdido o, mejor dicho, el paraíso nunca hallado del ser humano.
Por otra parte, debo declararle que pensar en la poesía como una catástrofe de la razón no me asusta, ni asusta tampoco a la poesía.
— ¿Qué significación da usted a las viejas escuelas, la simbolista, el parnasianismo y el modernismo?
— Creo que todas las escuelas han sido buenas, porque han significado un proceso de la poesía en diversos caminos, han significado una agudización, un ahondamiento del sentido poético. Pero, naturalmente, lo más importante dentro de cada escuela ha sido el aporte de ciertos grandes poetas que por su propia grandeza salen más allá de sus escuelas, rebasan por todos lados.
— ¿Cuáles son, para usted, los valores más altos que usted admira en esas escuelas pasadas?
— Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, Jarry, Apollinaire. Pero si le he de decir la verdad, prefiero los poetas de mi tiempo a casi todos los pasados. Para mí, la poesía que más me interesa comienza en mi generación y, para hablar claro, le diré que empieza en mí. Esto no quiere decir que no admire a las grandes figuras de otros tiempos, les admiro y respeto mucho, pero prefiero a los míos, a los que están más cerca de mi pecho.
— ¿Qué piensa de García Lorca?
— Que es un poeta muy mediocre. Para mí no tiene ningún interés. En general, los poetas españoles carecen de imaginación y de inteligencia poética. La literatura española está aplastada por la retórica, esa terrible retórica del Mediterráneo, que mantiene ahogados bajo su lápida a todos los escritores de España, de Italia y muchos de Francia. Bueno, en realidad, Italia no tiene escritores sino escribanos, como el imbécil de Pitigrilli, el tonto furibundo de Marinetti y el tonto estético de D'Annunzio, con su cortejo de frases con miriñaques y crinolinas. Es increíble en el país del Dante, de ese genio cósmico, asombroso, que cada día me parece más admirable. Lo mismo sucede en España. ¿Cómo es posible que el magnífico impulso dado por los grandes poetas del Siglo de Oro no haya tenido continuidad? ¿Qué se hizo del genio español? Esto ha sido siempre, para mí, un motivo de misterio y de miles de conjeturas. Seguramente el descubrimiento de América desvió la imaginación española hacia la aventura vital de los exploradores y conquistadores, y la alejó de toda aventura intelectual; el español puso su acento en otra clase de conquistas que las espirituales. Y luego la retórica, la terrible retórica mediterránea, es como una lápida sobre el corazón, como un casco apretando los sesos; una verdadera armadura de hierro. Fíjese usted que todos los españoles de hoy escriben con un tono engolado, que parece salido de otros siglos, en un estilo tieso, rígido, con carrasperas de fantasmas y frío de catedrales o humedad de cementerios. Escribir bien, para un español, es escribir como se escribía antes. Por eso la literatura española tiene tan poca vida. No han producido nada en una cantidad de ramas y subramas de las letras. No tienen un solo gran dramaturgo, ni un novelista de primer plano, ni un sicólogo, ni un gran pensador. No hay en España un Dostoievski, ni un Gogol, ni un Tolstoi, ni un Stendhal, ni siquiera un Proust, ni un Meredith, ni un Goethe, ni un Hölderlin, ni un Nietzsche, para no nombrar sino autores de todos conocidos. Lo mejor que ha tenido la literatura española en los últimos tiempos es acaso Valle-Inclán, a pesar de su voz engolada. No hubo en España un Victor Hugo, un Musset, un Baudelaire, un Rimbaud, un Lautréamont, un Mallarmé, ni nada comparable. Mientras Inglaterra poseía un Byron, un Shelley, un Blake, España no tenía sino un Zorrilla, un Espronceda, un Núñez de Arce o novelistas como el señor Pereda, que todavía se atreven a editar los editores hispanos. Frente a esas montañas, unos tres o cuatro melones huecos. Desde el Siglo de Oro, las letras españolas son un desierto intelectual hasta Rubén Darío. Esta es la verdad, la muy triste verdad.
— ¿Qué piensa usted de la poesía chilena?
— Creo que está entrando en un buen camino, por lo menos hay un grupo de nuevos poetas que tratan de superarse y de no dejarse llevar por la facilidad.
— ¿Qué piensa de Pablo Neruda?
— ¿Con qué intención me hace usted esta pregunta? ¿Es forzoso bajar de plano y hablar de cosas mediocres? Usted sabe que no me agrada lo calugoso, lo gelatinoso. Yo no tengo alma de sobrina de jefe de estación. Estoy a tantas leguas de todo eso.
— ¿Cree usted que esa poesía que usted llama gelatinosa puede hacer escuela en América?
— Es posible, pero sólo entre los mediocres. Es una poesía fácil, bobalicona, al alcance de cualquier plumífero. Es, como dice un amigo mío, la poesía especial para todas las tontas de América.
— ¿Cuáles son los poetas jóvenes que más le agradan?
— Desde luego, casi todos los que han colaborado en mi revista Total y algunos otros poquísimos, que no son muy conocidos. Me interesan altamente Teófilo Cid, Braulio Arenas, Enrique Gómez, Adrián Jiménez, Eduardo Anguita, Jorge Cáceres, Carlos de Rokha. Hay otros de los cuales he leído muy poco, y que parecen poseer un evidente talento poético, pero sería aventurado juzgarlos sobre la base de unas cuantas páginas.
— ¿Qué piensa de la obra de Pablo de Rokha, la Mistral, Ángel Cruchaga, Max Jara y Pablo Neruda?
— De esos que usted me nombra, el que más me interesa es Pablo de Rokha; Max Jara es un hombre inteligente, le aprecio mucho como amigo, pero en lo que respecta a la poesía no nos hemos podido entender jamás. Nos rechazamos como dos antiimanes, lo que no nos impide ser viejos amigos. Pero se olvida usted de Winétt de Rokha y Rosamel del Valle, que son dos verdaderos poetas, sin dulzainas gelatinosas ni barro verde.
— ¿Qué piensa usted de la crítica?
— La crítica comprensiva, seria, aguda, profunda me parece necesaria y no creo que pueda molestar a ningún autor. A mí me interesan las buenas críticas de mis libros; naturalmente, las que más me interesan son las más elogiosas, porque son las que parecen más comprensivas y desde luego menos superficiales, puesto que yo trato de escribir lo mejor posible. Aparte de la crítica auténtica, hay el comentario malévolo, hay el chismorreo asqueroso que en verdad no hace el menor daño a ningún autor. En lo que a mí se refiere, le aseguro que me sonrío de la cólera sorda que me rodea, de las intrigas y las porquerías de todos los ratones literarios. No me inquietan en absoluto. Un amigo me escribía hace poco en una carta: «Después de tu muerte se dirá de ti que fuiste detestado por todos los canallas de tu tiempo... Y esto es un gran honor». Así lo creo yo también. Es un gran honor.