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VICENTE HUIDOBRO

Por Eduardo Anguita
Publicado en La Nación, Chile, 18 de enero de 1948


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El pájaro de lujo ha mudado de estrella / Aparejad bajo la tempestad de lágrimas/ Las velas del ataúd /Donde se aleja el instrumento del encanto”. Así cantaba el poeta Vicente Huidobro, cuando otro poeta —aquel "organillero genial”, como definió Eduardo Molina a Guillermo Apollinaire— morir en el París de postguerra, justo el día del emocionante armisticio lleno de rosas, de poules y de soldados.

Me parece ahora que si alguien, además del extraordinario poeta francés, merece el epíteto de "pájaro de lujo”, ese no es otro que el propio Vicente Huidobro, que acaba morir.

No es mi ánimo en este momento de congoja para sus amigos y para la poesía, hablar de la calidad y trascendencia de su obra, o trazar una historia literaria del lapso durante el cual frecuenté al poeta. Durante 15 años me conté entre sus amigos más íntimos, viví junto a él; conocí sus luchas, sus dolores, sus grandes momentos. Experimenté su magia viva con que sabía iluminar la vida cotidiana, sus transportes pasionales en la lucha, sus atisbos geniales, sus chistes en que la ternura jugaba el papel poético que hace de la infancia la edad del paraíso. No es mi ánimo repetir mis juicios que en forma más serena y extensa escribí en la Antología de su obra de que soy autor; ni tampoco volver a bosquejar aquellos años de su llegada a Chile (1933), cuando su fuego creador desató el movimiento estético tal vez más interesante emprendido en Chile.

Sin embargo, no me canso de recomendar —y por cierto que ajeno a fines comerciales— la lectura de mi "Antología" de Vicente Huidobro, tanto más útil cuanto que críticos, comentaristas y aficionados en nuestro país, desde hace algún tiempo no se dan el trabajo de consultar las obras o averiguar fechas y datos para hilvanar sus crónicas.

El desconocimiento de la vida y obra de Huidobro ha viciado la mayor parte de los juicios que sobre él se han emitido. Ahora mismo que estas notas apuntamos, tengo frente a mí los diversos artículos con que la prensa chilena ha comentado la muerta del poeta. Hay de todo en este fárrago de gacetillas. Hay la crónica del hombre que firma con una sola inicial, resentida, pequeña y pacata, y hay la que trastrueca los títulos, muda los nombres de los amigos (y hasta los trata de parroquianos); hay la invención sensacionalista, y hay la crónica del empleado que escribe obligadamente por orden del patrón. Uno de esos cronistas, nombrando lo que a su juicio son los tres principales libros poéticos de Huidobro, cita la obra "Finis Britanniae". Si el cronista hubiera consultado dos minutos la obra en nuestra Biblioteca Nacional, o si se le hubiera ocurrido meditar medio minuto sobre el título (El Fin de Inglaterra), se habría dado cuenta que se trata de una obra de polémica, donde se aboga calurosamente por la libertad de la India. Etcétera.

Si sobre los libros, que al fin y al cabo son públicos, y que muchos de ellos se encuentran en las bibliotecas del país, se ha opinado con tal carencia de seriedad, fácil será comprender que respecto a la persona misma del poeta (que acogió a muy pocos en su intimidad), a sus gustos, costumbres y carácter, los errores tienen que ser tanto más graves. No perderé el tiempo en corregir tales errores, pero quiero subrayar el pecado del periodismo que últimamente viene practicándose en ciertos sectores y órganos de prensa, muy de acuerdo con el estado general de decadencia moral que últimamente los chilenos conscientes vienen denunciando, y que, primero don Juan Antonio Ríos, y luego don Gabriel González Videla, acusaron y trataron de detener con valentía. Sí: las tramitaciones en las oficinas públicas, la venalidad moral y pecuniaria, el creciente porcentaje de letras y cheques protestados, son síntomas hermanos de esta falta de seriedad que advertimos en quienes escriben al correr de la máquina, sin conocimiento, sin previo esfuerzo de investigación, y, lo que es peor, mezclando pequeños resentimientos donde sólo una justa objetividad debería imperar.

Resentimientos, ¿y por qué? —Se preguntarán muchos. Respondo.

Nada es más irritante para los hombres rutinarios, que el espíritu creador. Mientras aquellos están fundamentados en lo que el Conde Keyserling llama "el miedo primordial", el espíritu sopla libremente arriesgándolo todo, transformando los hechos exteriores y dándole un sentido que el hombre rutinario recibe pasivamente. Huidobro fué, sin duda, un hombre que supo siempre jugarse entero. Fué lo antiburgués por excelencia, comprendiendo por "burgués” no el reducido concepto de un individuo de cierta clase social, sino a aquél que por sobre todas las cosas ama la seguridad. Fui muy amigo de Huldobro. A pesar que discutimos tantas veces y que no siempre estuve de acuerdo con él, nunca dejé de admirar en él la humildad que a mi juicio le caracterizó en todos sus actos: la libertad de espíritu. Un hombre libre verdaderamente, produce miedo a los guatones con cadena de oro, a los oscuros funcionarios que duermen en el escalafón, a aquellos para quienes el espíritu es casi un enemigo por lo imprevisible. He aquí la causa del resentimiento con que muchos juzgaron a Huidobro y, me parece, han seguido juzgándolo. No obstante, quiero estampar aquí la opinión que hace pocos días me diera en mi casa, José Echeverría, amigo mío y de Huidobro, y que expresa el sentimiento que la juventud experimentaba ante Vicente Huidobro. Pepe, me decía: "Con Huidobro desaparece un personaje que tenia algo de legendario, algo de héroe. Era sin duda un tipo extraordinario. Exaltaba la imaginación de las jóvenes y los jóvenes, como en ciertas épocas lo hicieron El Rey Arturo o Roldan El Temerario".

"El pájaro de lujo"... También este verso del propio Huidobro, que ahora me parece para él mismo como algo definidor, también podría ser mal interpretado. Las gentes vulgares odian la forma estética cuando ésta se ha liberado de la sangre que la alimenta. ¿Podría alguien aseverar que Bach, por ejemplo, no es humano? Sin embargo, ciertas veces se dijo esto de Huidobro.

Ea su poesía se cumple aquella hermosa parábola de Wilde, —demasiado esquemática e ingenua, tal vez, pero verdadera en su esencia— según la cual un ruiseñor por milagro del amor, se traspasa el corazón con las espinas del rosal blanco; entonces, la rosa se tiñe de sangre y resplandece como una brasa en la noche fría, y entonces también el canto del ruiseñor es más puro y más bello. El ruiseñor deja allí su vida para que su canto resplandezca; ¡y a mayor dolor, mayor belleza! Pero el elegante pudor del pájaro de lujo no deja que el canto solloce o se quiebre. Su fuerza melódica, su intensidad poética, es la ascensión de la sangre a la luz de la rosa. (¿Recuerda, mi buen Vicente, cuando Ud. quiso traer ruiseñores a Chile? Nunca me imaginé que sólo después de su muerte yo iba a comprender que su canto es como su propia poesía).

Ruiseñor, pájaro de lujo: he ahí el símbolo de la poesía de Vicente Huidobro. ¡Y por algo es el ruiseñor el ave que más escuchamos en la fauna poética de este extraordinario trovador!

"Aparejad bajo la tempestad de las lágrimas”...

El miércoles 17 de diciembre yo había cenado en su casa de Avda. Los Leones. Estaban con él, su señora, Henriette Petit de Vargas y Lucho Vargas Rozas.

Lo encontré un poco "ido". Había momentos en que parecía muy lejano. Había perdido algo de su acostumbrada vivacidad, se sentía cansado. Al día siguiente partiría con su mujer a su fundo en Cartagena, para pasar la Pascua con su hija Manola y su hijo Vladimir, que ya se encontraban allá. Después supe que había traginado mucho en las calurosas calles céntricas, comprando él mismo el árbol navideño, los globos, fuegos de artificio, con que acostumbraba celebrar Navidad.

Fué a dejarnos hasta la puerta del jardín. Algo nos alcanzó a decir por entre la verja: tal vez uno de esos chistes suyos que más contenían de ternura que de comicidad. Ni los Vargas ni yo recordamos qué nos dijo.

Fué la última vez que lo vi vivo.

Al día siguiente en la tarde partió a Cartagena. Llegó allí lleno de proyectos. Pensaba irse a Francia, a su Francia del alma. En este instante recuerdo algo que dijo hace tiempo: "París es la ciudad más terrena, más humana del mundo. En ninguna otra parte uno se siente tan en la tierra. Es la ciudad donde quisiera morir". No olvido tampoco aquellas páginas de su novela "La próxima”, donde describe a París petrificado por un gas nuevo, páginas llenas de cálida humanidad y que sin duda constituyen ya algo clásico en la biografía de París. Una sencilla enumeración de calles, un inventario melancólico de la gran capital humana... y, ¡el milagro poético!, una emotívidad avasalladora que hace llorar y penetrar en el corazón de la ciudad.

El viernes 19, mientras yo almorzaba en mi casa, algo tarde, llegó sorpresivamente Lucho Vargas. Me comunicó: “Te traigo una mala noticia. A Vicente le dió un ataque cerebral”. No nos alarmamos en exceso. Vicente era un hombre joven, de bastante vitalidad, y de esos ataques suelen muchos recuperarse casi completamente. Lucho partiría al día siguiente a Cartagena. Yo iría tal vez el 25.

Envié un telegrama a su hija Manola: “Preocupados por enfermedad Vicente, por favor escríbannos diciendo cómo está. Eduardo y Alicia”.

(Perdonen si consigno estos detalles. Me parece así como si yo pudiera retener algo de esas horas en que Vicente aún vivía).

En la noche de Pascua recibí la respuesta: "Papá reacciona favorable. Manola".

Pasaron algunos días. La falta de noticias nos hizo suponer que todo marchaba bien. Mi mujer y yo proyectamos irle a ver para Año Nuevo. En efecto, el 31 partimos a la costa, decidiendo alojar en El Tabo en casa de Pepe Echeverria. Así lo hicimos y en la tarde del 1ero visitamos la casa de Vicente en Cartagena.

Mientras subíamos por la colina en donde está ubicada la casa, el tiempo iba variando bruscamente. De un sol abrasador y un cielo limpio, pasamos en pocos momentos a un cielo cubierto de pesadas nubes y una llovizna que excitaba los nervios. Juro que un aire de muerte planeaba espesamente por sobre la heredad. Las verjas abiertas, los caballos que ramoneaban entre los árboles con que el propio Vicente pobló la colina, el silencio especial como de objetos abandonados de toda mirada humana, todo me aplastó el corazón cruelmente.

Conversamos con Manola en el jardín, en el mismo banco de madera rústica que él había puesto bajo un pino y que evoca algo de la dulzura de Fray Luis de León en su huerto. Médicos y enfermeras alojaban permanentemente en la casa, Había prohibición de visitar al enfermo. Esto y otros detalles me indicaban que el asunto iba mal. Ese día se había agravado. La noche de Año Nuevo, con el repicar de las campanas y el chisporroteo lejano de los cohetes de la ciudad, se había sobresaltado y erguido nerviosamente en su cama. A veces no reconocía a las personas. Hubo una ocasión, durante la enfermedad, en que dijo: "Tengo susto, y no sé de qué". Otras veces, una gran ternura para con su señora o para con su hija, daba esperanzas a los deudos. He escrito "deudos" , porque la pesada atmósfera de muerte ya había penetrado en la casa del poeta. En una ocasión —nos relataba su hija Manola— Vicente le había dicho con cierta angustia: “¡Qué atroz este laberinto en que estoy. No voy a poder salir nunca de él”. Ella le respondió: “Esté sereno. Si va a salir. Yo voy a ayudarle”. Y él replicó: “No (con cierta condescendencia de hombre que ya lo sabe todo), no, hijita: Ud. no puede ayudarme”.

Otra vez —tal vez el día anterior a su fallecimiento— le había tomado la mano a Lucho Vargas y le había preguntado: “¿Y los amigos? ¿Dónde están?”. (Se me vienen a la memoria aquellos dos últimos versos de su poema "Tenemos un cataclismo adentro", que dicen: "Amigos, en dónde estáis, amigos? —Saliendo de palomas viene la muerte").

Así iban pasando las últimas horas del poeta. Sopor, inconsciencia, conciencia "crepuscular" —como la definieron los médicos— a veces intranquilidad, angustia.

Caía la tarde en ese 1ero de enero de 1948. Verdaderamente "caía". Insistí nuevamente ante Manola: "Quiero verlo un segundo". Era imposible. Los médicos habían opinado que era preciso evitar esfuerzos de atención o emociones al enfermo. Yo no podía insistir más. Yo no podía decir a la hija que me parecía que si no lo vería entonces, ya no lo vería nunca más. Ella creía que iba a mejorar. Vale decir, quería tenazmente sujetarlo a la vida.

El viernes 2 llegamos a Santiago. Telefonée alrededor de las 5 de la tarde al doctor Soto Rengifo. En ese momento hablaba con Cartagena. Vino pronto al fono. Le inquirí con presura. Su respuesta fue categórica, sorpresiva. "Terminó". "Terminó ¿qué?". "¡Vicente!", Si, todo había terminado.

Al día siguiente partí con mi mujer a Cartagena y llegamos allá alrededor de las 4. En la terraza de la casa, Braulio Arenas y Pilo Yañez paseaban lentamente. Ambos estaban aplastados por el dolor, aturdidos, sorprendidos e indefensos. En la puerta del gran zaguán de la casa, Lucho Vargas estaba esperando. Esperando no sabía qué. ¡Anhelante! Cuando crucé el umbral me tocó el hombro con la mano. No pudo hablar. Yo entré vacilante. Estaban soldando la urna. Junto a él su hijo Vladimir vigilaba, callado y contenido. Vicente hacía justamente 24 horas que había muerto. Es increíble que 24 miserables horas puedan separar tan definitivamente a un hombre del mundo. Había agonizado 13 horas. ("Soy lento para morir. ¿Oyes clavar el ataúd del cielo?”— había escrito en su “Temblor de Cielo”).

Le miré atentamente en su urna. La barba le había crecido finamente. Su nariz se había aguzado (Yo escribí en un poema del año 40, este verso: (“La nariz es el futuro”). Sus grandes ojos que Picasso eternizó en su retrato del poeta, resplandecían a pesar que estaban cerrados. Sí: el poeta había muerto ese viernes doloroso 2 de enero a las 4.15 de la tarde. Y esa muerte, ocurrida en un pequeño lugar del mundo, en un pequeño instante del mundo, se agrandaba a medida que el tiempo se acumulaba. Vicente Huidobro crecía en la muerte. Bien podría esto titularse como un poema suyo: "Infancia de la Muerte”. Así es.

“Aparejad bajo la tempestad de las lágrimas..."

Huldobro fué un hombre extraordinariamente querido por sus amigos. El también había derramado gran parte de su afectividad en ellos. Si bien para con los extraños era amable, no sentía por éstos ninguna especie de cariño, como no fuera cierta piedad hasta cierto punto despreciativa. Huidobro era muy susceptible a los juicios de sus amigos, no así a los de extraños. Si éstos le provocaban, respondía porque era, sin duda, un hombre de pelea.

Era orgulloso, en el buen sentido del término. Su orgullo (alguien me decía que su carácter era muy semejante al de Byron) le salvaba siempre —a pesar de lo necesariamente pública que resulta la vida de un escritor— de mostrar aquello más íntimo de su alma. No se desnudaba ante nadie. Era, aunque franco, un hombre privado. Sólo se entregaba en cierta zona del espíritu donde no se hiere la propia personalidad ni la ajena. Contraria a su conducta era esa manera do entregarse, "abisal”, sin duda, que caracteriza al tipo criollo. Tal vez por eso despertaba resistencias y aversiones. Tal vez por eso muchos lo motejaban de “extranjerizante”: para el modo de ser de muchos criollos, es lógico que aparezca como extranjero aquel que sabe conservar la distancia que evita la violación del alma, tanto más cuanto que impera hoy día el criterio que lo chileno reside en ciertos defectos colectivos. Existe entre nosotros una forma de aproximación que nada tiene que hacer con el espíritu y que es una forma primaría de afectividad. Tan primaria es esta expresión, que la aproximación, al comienzo favorable, de dos individuos, suele trocarse repentinamente en agresiva. El anecdotario criollo está plagado de hechos de sangre surgidos por una nadería entre “amigos” y “compadres” del alma. El alcohol, la juerga popular, son importantes factores de esta baja sentimentalidad equívoca. A Huidobro le repugnaba esa forma de proximidad. Y, aunque parezca extraño, hasta las capas altas de nuestra sociedad practican en cierto modo esta forma de amistad. Amistad, en el sentido propiamente espiritual, ese sentimiento que vemos cultivado, cantado y ensalzado en las novelas europeas, esa suerte de hermandad libre en el espíritu, me atrevo a creer que aquí se da muy raramente.

 

 

Imagen superior:   Vicente Huidobro en los últimos meses de 1947
tomada de https://www.vicentehuidobro.uchile.cl/




 



 

 

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