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Óscar Hahn: Vicente Huidobro o el atentado celeste.
Santiago de Chile: LOM, 1998.

Miguel Gomes
En Revista Ibeoamericana Vol. LXVII, Núm. 194-195, Enero-Junio 2001



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No escasean las comparaciones entre el ejercicio “crítico” y el “creador” que se proponen contradecir la validez de dicha dicotomía. Toda buena crítica es artística, aseguran. Pero semejante aseveración tiene una contrapartida: tal como en los géneros de “creación” percibimos discursos convincentes y discursos que no lo son, así habría de ocurrir también con las labores críticas. En la era moderna, uno de los parámetros claves para determinar la efectividad de una obra de arte ha sido su rechazo de los formulismos. Si deseamos, entonces, empezar a concretar las razones del éxito o el fracaso de un crítico, una manera sensata de hacerlo podría ser indagar sus estrategias de ruptura con quienes lo precedieron en su oficio y, no menos, su aprovechamiento substancioso de las discusiones en las cuales se formó.

Las consideraciones previas me parecen necesarias para hablar de Vicente Huidobro o el atentado celeste de Óscar Hahn. Contra las reglas del uso, he preferido comenzar no por un prólogo, sino por el centro del tema que nos ocupa: la habilidad para sortear los escollos que hemos esbozado es, ni más ni menos, una de las virtudes de este libro que, además de no contraer deudas extraliterarias, no peca de ningún tipo de manierismo y nos ofrece una palabra regida por los impulsos de una amplia cultura lectora, jamás substituible por esquematismos.

Las relaciones de Hahn y Huidobro no son recientes. El ensayista se entrega en esta oportunidad a una profundización notable de lo que se anticipaba en piezas de Texto sobre texto, uno de sus volúmenes anteriores; su lectura es, así pues, constante y madura. Estamos ante una perspectiva personal, pero a la vez suficientemente sustentada por un diálogo con la crítica en que no se citan forzadamente los nombres estelares del momento ni se “aplican” teorías. Éstas intervienen en el libro, pero como lo que deben ser: escenarios, no argumentos del drama crítico. Me limitaré a ofrecer un ejemplo que considero elocuente.

Una de las partes de Vicente Huidobro o el atentado celeste, “Altazor y el canon de la vanguardia”, consiste en un análisis pormenorizado del poema más representativo del corpus estudiado considerando una serie de rasgos del vanguardismo señalados por Renato Poggioli, en su Teoria dell’arte d’avanguardia. Si bien la disquisición de Hahn en su mayor parte verifica la pertinencia de los postulados del investigador italiano —la vanguardia se caracteriza por un sistema tetralógico de preferencias: “activismo”, “antagonismo”, “nihilismo” y “agonismo”—, dicha remisión adquiere espesor cuando nos lleva a un plano de ampliaciones: “[aunque las cuatro tendencias reconocidas por Poggioli] manifiestan con exactitud la pertenencia de Altazor a un cierto orden literario, lo significativo es que en la versión huidobriana todas esas actitudes desembocan en la muerte: muerte del individuo, del cristianismo, [...] de Altazor” (52).

La cita previa nos conduce a otra de las tesis, apenas entrevisibles, pero no por ello menos medulares, de Vicente Huidobro o el atentado celeste. Los esfuerzos del poeta de vanguardia pueden entenderse, a grandes trazos, como una paradójica recuperación de imperativos más longevos y persistentes que los propios de las modas de principios del siglo XX. Resulta imprescindible en esta coyuntura regresar al capítulo ya comentado y reparar en la siguiente conclusión de Hahn: “Altazor, poema hereje [...] en el que el protagonista se ve a sí mismo como Adán, como Lucifer, como Jesucristo y como Dios, es un cantar cristiano; de estructura y lenguaje vanguardistas, desde luego, pero análogo a las epopeyas del Renacimiento y del Barroco que narran la caída del hombre” (53). En otras palabras, los vínculos con su época no impiden a un poeta de la calidad de Huidobro insertarse en una familia que sobrepasa la “tradición de rupturas” que veía Paz en la modernidad. Como han aseverado comentaristas de Poggioli —Jochen Schulte-Sasse, entre otros—, una de las fallas de la Teoria dell’arte d’avanguardia era la equiparación o poca distinción de “vanguardia” y “modernidad” (Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde, 2nd ed. M. Shaw, tr. Jochen Schulte-Sasse, prol. Minneapolis: University of Minnesota, 1994: p. XIV). Hahn, aprovechando a Poggioli en lo que tiene de útil, ha evitado no obstante repetir los errores de éste al recategorizar sus ideas y no, simplemente, recurrir a teóricos de la vanguardia “más al día” —para contrarrestar a Poggioli; un crítico menos diestro habría echado mano, por ejemplo, de las ya celebérrimas tesis de Peter Bürger (tal es el caso de Schulte-Sasse).

Creo que varias de las proposiciones más atractivas del libro se encaminan por rumbos semejantes. Huidobro como escritor radicalmente moderno que, sin embargo, no puede evitar rendir homenaje a lo milenario: este postulado no se hace obvio, pero la matizada prosa de Hahn se las arregla para sugerirlo. Constituye, de hecho, uno de los motivos vertebradores de la colección. Me detendré en dos casos. El primero de ellos, el ensayo “El sentido del sinsentido”, donde el crítico relee ciertas composiciones huidobrianas a la luz de lo que en inglés se conoce como nonsense —o sea, la “jitanjáfora”, tan pulcra e inolvidablemente comentada por Alfonso Reyes. Las observaciones de Hahn son muy precisas: algo más que sinsentido hay en los poemas de Huidobro; las jitanjáforas de sus versos o se inscriben en un proyecto reconstructor de la realidad o, por su ludismo, desafían al lector para que se incorpore como agente productor de significado, haciendo de lo pueril un acto de invención del mundo. Con todo, cuando se apunta que el nonsense creacionista se vincula a lo infantil, quedan en primer plano las raíces casi folklóricas de muchos de sus asombrosos atentados vanguardistas. El letrado adopta los procedimientos del niño para destruir la institución literaria y obligarla a renacer. El Huidobro del sinsentido no es un creador desde la nada, sino el escritor experimental que nos desfamiliariza con su oficio al regresar a técnicas primitivas.

Igual raigambre tradicional tiene el otro poeta que nos invita a ver Hahn: el “mariano” (55-63). Tras delinear la evolución de las referencias a la Virgen María desde las obras juveniles hasta Altazor mismo, y tras demostrar que la nietzscheana “muerte de Dios” de toda esta poesía se refuerza con una especie de competencia amorosa simbólica con el todopoderoso por el amor de la dama celeste, las deducciones del crítico son irrebatibles: Huidobro, pese a lo inusitado que pueda sonar lo anterior, no hace sino modular una imaginería que trovadores medievales como Raimbaut d’Orange habían ya frecuentado. Una visita al amor cortés desde las posturas más radicales del siglo XX: este Huidobro, artista que “crea” su propio mundo desde orbes nada nuevos, es una de las contribuciones más memorables de Hahn. Y creo que, en efecto, a partir de ella, la crítica aprenderá a acercarse al autor de Altazor sin repetir pasivamente sus ideologemas. Aunque el creacionismo hablara de inventar universos, no por ello hemos de tomar literalmente tal objetivo. A fin de cuentas, ni siquiera esa intención es del todo inédita: recordemos que cien años antes Esteban Echeverría —en la estela, a su vez, de Hugo— anunciaba que el romanticismo era “la poesía moderna que no imita ni copia, sino que busca sus tipos y colores, sus pensamientos y formas en sí misma [...]. El poeta romántico concibe en su cerebro la traza ideal de su fábrica y después la echa a luz, completa, como Minerva de la frente de Júpiter”.

¿Habrá sido un “pequeño dios” el poeta romántico?



 



 

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