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Sátiro, o, El poder de las palabras, de Vicente Huidobro
Zig-Zag, 1938
Por Braulio Arenas
Publicado en revista Mandrágora, N°1, diciembre de 1938
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El Sátiro, considerado como elemento sobrenatural que marca en este siglo un estudio de crisis moral, anexada al humor sombrío de un Swift, de un Sade, o de un Jarry, es una novela por mucho que esta denominación pareciera enojosa, y que no nos será despreciable en este caso ya que ella se rehabilita por su atmósfera propia, intensamente poética donde Vicente Huidobro desenvuelve un camino que hasta ahora no se había empleado nunca para arribar al misterio. Todos los personajes cotidianos del sueño, se arrastran por ahí, sus espaldas sobrecargadas con el peso de una realidad cruenta y feroz, atormentados por enigmas que ellos no desencadenaron pero que los obsesionan, en demanda no de un nivel para restablecer su verdadero descontrol interno, sino en busca de un abismo que, para hacer más engañosa su fascinación, se presenta en el relieve de un rostro albo, un rostro femenino, un rostro infantil. No basta reformar los hospicios, ni las casas de orates, ni los prostíbulos, donde Jenny vacía sus pulmones por un canto de amor, ni construir cárceles modelos, es necesario llenarlo de esas estrellas de mar, martirizadas por el sueño feroz, que lo invade todo, colmadas por una luz natural y angélica que surge de los objetos, para esparcir en el rostro de los demoníacos, de los locos furiosos, su harina sexual. Y esta no es una descomposición de un problema total o de una crítica apasionada de la vida, es toda la misma vida la que se presenta de pronto con sus quiebras y, en oposición a estas fallas de la realidad, con sus propias rebeldías de monstruo herido, para arrojar a sus playas al bello ser que los ojos de un poeta contemplaron morir. Tal vez aquellos individuos NOCTURNOS, a quien el amor hace derivar hacia la condenación, donde la ruptura con la ley es apenas el primer paso del paroxismo poético, ascenderán a su propio destino que ya no es más cruel, que ya no es más cegador desde que Vicente Huidobro, a la luz de uno de sus representantes, les hace decir: “El poeta nunca debiera olvidar al coger la pluma, que debe conceder su parte al mineral, al vegetal y al animal que vive en él, esperando desde el principio de nuestros tiempos”. Bastaría reconocer este simple postulado para que todas las miradas fueran puras y todos los pensamientos fueran engendrados por la atracción instintiva hacia la belleza. Ella, como un sol subterráneo, atraviesa las sombras, los sótanos abominables de una conciencia finalista, donde la wollastonita se ramifica en vano, reflejándose y descubriéndose a fuerza y a riesgo de iluminar a sus defensores. La belleza en seguida, aún en cambio de las más crueles torturas de todo un mundo opaco y de franela. Belleza reconquistada después de un combate de intensos martirios creadores, belleza acechada por los cuerpos helados de una realidad desenfrenada y verdosa, belleza para que al fin las palabras placer, afán, olvido, poesía nostalgia, vehemencia y terror, para que al fin las palabras que hasta ahora no nos han dado sino la abominación, las cárceles, los manicomios, los prostíbulos, los hospicios, para que al fin las palabras obsesionantes que obran con su poder cegador sobre el cerebro, sobre la vida entera de un hombre acosado y acechado, para que al fin el poder de las palabras, el poder intenso de estas palabras de sueño y poesía, vida y revolución sean las que correspondan libertadoramente a las ideas de revolución de vida, de poesía y de sueño.
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