A propósito de Nada tiene que ver el amor con el
amor, de Verónica Jiménez.
Piedra de Sol Ediciones, 2011
Cómo no
me van a oír
Alejandro Zambra
La Tercera,
Domingo 18 de septiembre de 2011
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Conocí a Verónica
Jiménez hace
más o menos 15
años, cuando
ambos estudiábamos
en la Universidad
de Chile
y escribíamos poemas, aunque es
más justo decir que entonces yo
solamente lo intentaba, mientras
que en los escritos de Verónica,
en cambio, estaba ya la impronta
de una obra valiosa y personalísima,
construida con paciencia,
con callada destreza. Pero no sé si
destreza es la palabra. La lección
de ese tiempo era justamente que
no bastaba con la mera destreza o
con el talento; que no escribimos
para demostrar algo, sino para
encontrar un lugar nuevo y vertiginosamente
propio.
Recuerdo estos versos, los primeros
de ella que leí, digitados a máquina
en un papel amarillento:
"Recorro a veces este túnel
con mi
antorcha que lanza
llamas como
graznidos
En espera de que surjan
de las paredes
los claros habitantes
que yo busco”.
Me gustó el brillo
de ese imprevisto endecasílabo
y sobre todo el final del poema, en
que una solitaria voz decía: “Cómo
no me van a oír”. Me impresionó
esa quieta desesperación, esa mirada
al mismo tiempo lúcida y tímida.
Ahora pienso que ese verso se
comunica bellamente con el pasaje
de Trilce donde César Vallejo escribe: “Nome vayan a haber dejado
solo/ y el único recluso sea yo”.
Piedra de Sol Ediciones acaba de
publicar el tercer libro de Verónica
Jiménez, que es una especie de
antología de su obra anterior –los
libros Islas flotantes y Palabras
hexagonales, ambos ahora inencontrables–
y también incluye
muchos textos nuevos. Se llama
Nada tiene que ver el amor con el
amor, aludiendo al poema que
abre el Diario de muerte, de Enrique
Lihn. Alumbrado por esa referencia,
pienso que la poesía de Verónica
Jiménez comparte con Lihn
el deseo o la necesidad de redefinir
esas palabras que, de tan grandes
se vuelven peligrosamente vacías. “Nada tiene que ver el amor con
las palabras que engendra”, escribe
Verónica, después de pintar de
esta manera la proximidad de los
amantes: “El amor tiene que ver
con una casa aplastada por la lluvia/
Con habitaciones a oscuras y
con charcos/ con las tristes camisas
aferradas al vacío del aire/ con
los chalecos sin destino arrojados
al fuego/ con un par de ojos sofocados en su espejo”.
La poesía de Verónica Jiménez
habla de amor y también de pescadores
y de viajeros, del paisaje
del sur, del pueblo mapuche, de la
persistencia de tradiciones y traiciones,
del largo e irremediable
luto de todo un país, de una infancia
en que la felicidad se confunde
con el asombro y con el presentimiento
del dolor. El tono cambia
ligeramente de poema en poema,
según primen la fuerza, el deseo
de exactitud, la delicadeza o el lirismo,
pero la mirada se mantiene
estable y segura: la autora busca
en los escombros, en los cajones
atestados de recuerdos familiares,
en la prosa rutinaria de los medios
de comunicación. Dice, consciente
de que su búsqueda va a contramano
de una sociedad que quiere
borrarlo todo: “Sólo porque insisto
en empujar a escena/ a ciertos antiguos
personajes/ tendrían derecho
a odiarme los que olvidan”. Y
también concluye, frente al espejo: “Entonces, quién soy yo/ en
qué me he convertido/ en la sombra que ensaya su presencia ante
la luz/ no en la luz”.
Traslado de restos, Palabras redobladas,
Praderas de Chol Chol y
Hospital Makewe son algunos de
los mejores poemas de este libro,
cuya aparición es una gran noticia,
pues permitirá un encuentro
duradero de Verónica Jiménez con
sus lectores. Creo que me alcanza
el espacio para citar unos versos
de Marina llega con la lluvia, un
hermoso texto sobre la maternidad,
acaso el mayor poema de la
autora: “Estremecida junto a ti
como en un sueño/ no olvido ni
recuerdo/ Canta el invierno y yo
aparto de las otras/ palabras recién
nacidas:/ las que arrojamos
bajo el arco del dolor/ por donde
las dos pasamos temblando/ las
que tejí en tus alas/ para que ordenases
con tu vuelo/ el barro circundante/
la soledad caótica que desampara".