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Imágenes en negativo
LOBOTOMIA de Ingrid Escobar, Editorial Piedra 2017

Prólogo

Por Verónica Jiménez Dotte


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Lobotomía es el segundo libro de Ingrid Escobar Melio, luego de la publicación de La mal agestá, en 2015. Inevitablemente el presente título nos evoca la presencia de esta palabra en la vida de algunos escritores; por ejemplo, en la de la neozelandesa Janet Frame, quien libró de una operación de este tipo gracias a que logró desplazar el diagnóstico de locura hacia un espacio menos sospechoso, el literario. También nos recuerda la obsesión de Allen Ginsberg por el tratamiento que terminó por destruir la personalidad de su madre y la llevó a la muerte. “Sólo una lobotomía podrá anular los pensamientos sucios en el hombre”, señalaba el poeta, apropiándose y reinterpretando el concepto psicoquirúrgico, para explicar que en su máxima “todo cabe en la literatura”, “todo” quería decir literalmente “todo”.

Recordemos que la lobotomía es una operación que consistía en cortar lóbulos cerebrales –terminales nerviosos, conexiones eléctricas, emociones, en definitiva –; este es justamente el eje de estos poemas, y va adquiriendo a través de ellos diversos sentidos. Al igual que en Mal agestá, en este libro la poeta somete a examen los significados del cuerpo en sus relaciones con el otro –el amante, las figuras familiares, diversos individuos que componen el cuerpo social –, y lo hace combinando el habla cotidiana con la lengua literaria, confirmando un rasgo de estilo que ya era patente en el primer libro.

Lobotomía está organizado en tres partes. El volumen abre con el poema “Pérdida (del lóbulo)”, que en sus primeros versos expresa: “Ya no tengo recuerdos / a la altura de los hechos. // Ya no tienen la categoría / altruista de la memoria // De vez en cuando, / los miro de reojo // Y guardo en un canasto chino / bordado a mano por mi madre.” Así, el título del libro y el del propio poema nos ponen frente a la operación minuciosa de eliminar el dolor psíquico, una operación que es, en cualquier caso, la antesala del dolor mismo, su evocación a través de los siguientes fragmentos en los que la memoria es un mirar de reojo y las percepciones son las de un cerebro agotado, dañado por los embates existenciales, a merced del frío, la fiebre, el vacío, la pérdida: “Yo era sólo una / aguardando la incisión certera / a los pies de una urna / donde yacerán mis brazos cruzados // Yo, era sólo una / consumida por la fiebre / recorriendo pasillos / tras la hebra de mi madre perdida”. La lobotomía se presenta  entonces como una posibilidad de alivio, de apartarse del daño por la vía de volverse idiota o de enmudecer.  

El fragmento III de este primer poema expande el sentido de la palabra lobotomía hacia un campo más amplio, sugiriendo que el procedimiento quirúrgico no es solo una herramienta que elimina conexiones internas en el individuo, sino que también puede ser una forma de control social. La religión, según lo que expresan los siguientes versos, es una promesa de docilidad contra la cual la voz poética se rebela: “No hilvanaré palabras innecesarias / en torno a sus rostros deformes // Nunca levanté plegarias dominicales / a los pies del calvario // No seré el vivo retrato de mis padres a la sombra de una foto desteñida”. Este desplazamiento se hará más evidente en la tercera parte del libro.

La segunda parte, “Locura”, amplifica el significado del poemario por medio de la incorporación de distintas voces en las que se va haciendo más evidente la lobotomía social: “En la escena del día / todos observan extasiados la incoherencia de la noticia de moda / a veces, también, rompen en sollozos / cuando Júpiter pasa de largo tras el signo de la luna”. En el contexto de este poema, el drama individual es también colectivo. La voz acoge la perspectiva femenina para relatar el dolor y para evidenciar que el daño infligido, que es también una desconexión a la que se es sometida por medio de una “operación” vil e inhumana, puede ser el de cualquier sujeto de su género: “Un hombre de blanco / me contempla insomne / a través del rayo azul que entra por la ventana // Sospecho que no me ama, / porque el amarre ha sido doloroso / ennegreciendo la punta de mis pies // De prisa procede a desangrarme los oídos / recapitulando cada una de mis culpas // Ni los Ave María / sirvieron para excomulgar la hemorragia / sólo logró reducirla / a mínimos símbolos en mi memoria / y las horas se transformaban en días / y los días en miles y miles de hojas / acumuladas en el lado opuesto de mis vergüenzas”.

En versos siguientes, la voz poética indaga en torno al dolor como una energía que sumerge a la conciencia en un abismo: mirar hacia fuera esperando que alguien muera, ser presa del deseo perverso de comer carne a toda hora y la degradación de la propia escritura: “Confieso que las letras / se transforman en signos / los signos en rayas / y las rayas en hormigas / que roban todo lo dulce y bello / de mi mesa de noche”.

La  tercera parte del libro lleva el subtítulo “Muerte”. Se trata de un poema que profundiza el sentido de la lobotomía social, de la que se han ido dando señas en las dos primeras partes del poemario. Justamente, el último fragmento del apartado anterior revela la doble marginación de las mujeres –pobres y mujeres –en un medio en el que las metáforas del erotismo femenino de orden patriarcal les son vedadas:

“Se decreta que las mujeres pobres / NO pueden deambular por ciertas horas / y lugares / reservados para culos de lujo // Se recalca que su olor a fritura / y exceso de trabajo / han hecho estragos en sus tetas oscuras”.

La marginación es, entonces, fruto de esa cirugía que tiene como objetivo anular la posibilidad de sentir, de deambular libremente, acceder al goce y romper los cercos de clase. En ese mismo sentido, los jóvenes, igualmente marginados, son confinados a la esquina o a la calle, ya sea como victimarios (“En las esquinas de mi patria / los muchachos aprendieron a matar / desde el purgatorio”.) o como víctimas (“El Kevin murió / y nadie supo que no llegó // Su noche cayó de espaldas en el último cruce // Escrito a balazos”.)

Decíamos al principio que en Lobotomía, Ingrid Escobar evoca de algún modo las relaciones de Janet Frame y de Allen Ginsberg, con este tipo de cirugía espectral que intentaba extraer lo supuestamente dañado dentro de la persona o bien lo firmemente arraigado. La autora explora estos dos sentidos a lo largo del libro. Al hacerlo, la poesía surge como la posibilidad de tender un puente entre la experiencia y la escritura, y también de mostrar imágenes en negativo, residuos vitales, marcas fijadas en la memoria, escombros que el poema recoge y disemina a través de estas páginas.


 

 

 

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